Maus Lavradores [OPEI]

Antonio OrbeParábolas Evangélicas em São Irineu

CAPITULO 7.— Los malos viñadores (Mt 21,33-46; Mc 12,1-12; Lc 20,9-19)

      • Parte primera: Fuera de San Ireneo
      • Parte segunda: San Ireneo
        • a) Tesis antignóstica
        • b) Exégesis de la parábola

 


A MANERA DE CONCLUSIÓN

Importaría saber lo que Ireneo recibió de la exégesis tradicional y lo que agregó, perfiló o modificó. «A priori» muchos elementos vienen de antes, en especial el esquema básico, la aplicación a la economía histórica del pueblo de Dios.

Del santo sería la impostación antivalentiniana, con los dos puntos clave: la unidad de la economía en el Antiguo y Nuevo Testamento, y la gravitación sobre la carne, llamada a fructificar para Dios.

A esta luz, parece suya la teología de la carne, implícita en lodos y cada uno de los símbolos: desde el símbolo inicial vinea = genus humanum, o vinea = plasma, sobre que viene — en un segundo tiempo y a nivel complementario — el de vinea = gemís electum, hasta la alegoría — de tercer tiempo e igualmente complementario — vinea = Israel.

Lógicamente, suya también sería la orientación del cultivo de la viña hacia los frutos de justicia corpóreos. A las justicias del plasma — no de la psique — mira la humana fructificación. De donde el valor de las obras de santidad corpórea (resp. de misericordia) requeridas por los profetas.

Es casi seguro el sesgo que darían los valentinianos a la parábola. La viña — igual que la sal de la tierra, la luz del mundo, la semilla de elección, el fermento (Mt 13,33), el grano de mostaza y otros símiles — simbolizaría a los espirituales, miembros de la verdadera Iglesia, encomendada primero a los judíos y luego a los gentiles. Ni Orígenes ni Ireneo conocieron tal exégesis, pero ambos trataban instintivamente de prevenirla: el alejandrino, con el símbolo vinea — eloquia Dei = Scripturae sanctae, ponía a salvo la universal vocación a la salud mediante el conocimiento perfecto de Dios, revelado a todos; Ireneo, con el símbolo vinea = genus humanum, quiere impedir a toda costa el recurso a una viña invisible, símbolo de la Iglesia (resp. humanidad) de los espirituales, ignorada de Israel y de la Iglesia animal; la exclusión de Israel de la salud (espiritual) sería física, no secuela de culpable infidelidad, y ratificaría — a beneficio de la Iglesia (naturalmente) espiritual — la ignorancia del Padre (resp. del Hijo) a lo largo del Antiguo Testamento. El simbolismo ireneano de la viña, la torre, el lagar, la cerca… gira siempre en torno al único linaje humano: plasma común a todos los hombres, judíos y gentiles, escogido primero entre los descendientes de Abrahán para dar frutos de justicia (en el AT) y extendido luego con bendición más copiosa entre los creyentes del NT, semilla espiritual del patriarca.

El cambio de unos colonos a otros en la posesión de la viña no indica mudanza radical de economía: ignorancia e incapacidad física, entre los primeros; conocimiento y capacidad, también física, entre los segundos. Cambia la extensión. Lo un tiempo limitado al linaje de los patriarcas, se extiende definitivamente a todo el género humano. Lo demás continúa igual: la viña — el hombre — , la torre — defensa y atalaya de todos en su servicio a Dios — , el lagar (= la carne), receptáculo del Espíritu, primero entre los profetas y luego entre los fieles.

Israel no quiso, culpablemente, servir a Dios — al Dios único — ni reconocer por Mesías al Unigénito hecho hombre «en forma de siervo»; y por no entender con fe el misterio de la humillación de Cristo, cerróse las puertas del conocimiento salvífico. A pesar de tener las Escrituras — revelación continua y auténtica de Dios (resp. del Hijo) — , contento con las palabras de la Ley, se formó su justicia propia. Con increíble egoísmo faltó al primero y más grande de los mandamientos: no amó a Dios ni al prójimo, y abandonó la verdadera justicia (de Dios) para fructificar para sí. El pecado inicial fue del corazón; y sólo luego del intelecto. Quien no ama a Dios ni al prójimo es culpablemente incapaz de conocer al prójimo como imagen de Dios, descubrir en las Escrituras al Hijo, Imagen del Padre; entender la verdadera justicia, hacer frutos dignos de Dios. Consciente de la tesis heterodoxa, Ireneo subraya la unidad de la justicia.

Según gnósticos y marcionitas, el Salvador habría condenado, entre los primeros colonos, la justicia (animal) de Yahvé, otorgándoles a los «jefes de Israel» el fiel cumplimiento — según la ley del demiurgo — de la justicia mosaica y descubriendo juntamente su insuficiencia (radical) para las obras de Espíritu. Los colonos eran justos según la ley de Yahvé, no según la del Padre.

El santo condena la distinción de justicias, una del Antiguo y otra del Nuevo Testamento. Los frutos de justicia que mandó a buscar el Amo de la parábola fueron siempre iguales: fundados todos en el amor al único Dios y al único verdadero prójimo (= hombre). Mientras no mude Dios ni el linaje humano, hecho de barro a imagen y semejanza de Dios, tampoco las obras de justicia. La cláusula «exquirere fructum iustitiae» ha pasado justamente en Ireneo a resumir la misión de los profetas y del propio Hijo.

Las fórmulas pueden cambiar. Ireneo mismo habla de «reclamar servidumbre», el cumplimiento de los mandamientos (= ley natural), «dinero con interés», «el fruto de la higuera» (Lc 13,7) 202.

La realidad sigue idéntica. Dios busca siempre las mismas obras: iguales en ambos Testamentos, porque están animadas por el amor al Dios único y al hombre. Habiendo caridad — según el primer y máximo mandato de ayer y hoy — , alma de la humana existencia, iguales frutos habría dado la viña al Amo ayer que hoy. Pudo dárselos, y culpablemente se los negó. Nadie le pidió grande ciencia ni especulaciones sobre Dios, «obras de intelecto» o de alma, inasequibles a muchos. Dios le reclamó frutos corpóreos de justicia, eso que hoy llamamos «obras de misericordia», en que lo divino se hace humano y aun corpóreo, accesible a todos; tan accesible como un hombre a otro.