Aunque no hay duda de que escribió De Consolatione después de su caída en desgracia, estando exiliado y quizás arrestado, no creo que lo escribiese en un calabozo ni en la espera diaria del verdugo.
Es cierto que en una ocasión habla del terror,1 en otra se retrata a sí mismo como condenado a «muerte y proscripción»2 y en otra Philosophia lo acusa de «temer el garrote y el hacha».3 Pero el tono general del libro no concuerda con esas explosiones momentáneas. No es la obra de un prisionero que espera la muerte, sino la de un noble y estadista que se lamenta de su caída en desgracia: de verse exiliado,4 perjudicado económicamente5, separado de su hermosa biblioteca,6 despojado de sus dignidades oficiales, de que se vitupere su nombre escandalosamente.7 Ése no es el lenguaje de los condenados a muerte. Y algunos de los «consuelos» que Philosophia le da serían burlas cómicamente crueles para un hombre en esa situación, como cuando le recuerda que el lugar que para él es exilio para otros es hogar,8 o que muchos considerarían riqueza incluso esos restos de su propiedad que él ha conseguido salvar.9 El consuelo que Boecio busca no lo provoca la muerte, sino la ruina. Puede ser que, cuando escribió su libro, supiese que su vida estaba en peligro. No creo que hubiese perdido las esperanzas. De hecho, al principio se queja de que la muerte olvida a los desventurados que morirían gustosos.10 Si hubiésemos preguntado a Boecio por qué contenía su libro consuelos filosóficos en lugar de religiosos, no me cabe la menor duda de que habría respondido: «¿Acaso no habéis leído el título? He escrito filosófica, no religiosamente, porque he escogido como tema los consuelos de la filosofía, no los de la religión. Igualmente podríais preguntar por qué un libro sobre aritmética no usa las operaciones geométricas». Aristóteles había dejado grabada en todos sus seguidores la distinción entre las disciplinas y la conveniencia de seguir en cada una de ellas su método apropiado.11 La hemos visto puesta en práctica en la obra de Calcidio, y la argumentación de Boecio dirige nuestra atención hacia ella. Elogia a Philosophia por haber usado «pruebas innatas y familiares», no «razones deducidas del exterior». Es decir, se elogia a sí mismo por haber llegado a conclusiones aceptables para el cristianismo a partir de pruebas puramente filosóficas, como exigían las reglas de la disciplina. Por otro lado, cuando aquélla saca a relucir las doctrinas del infierno y del purgatorio, el autor la obliga a detenerse: «pues no es misión nuestra ahora discutir esas cuestiones».
Pero, ¿por qué, podemos preguntarnos, se impuso un autor cristiano esa limitación? Indudablemente, en parte porque conocía sus capacidades más auténticas. Pero podemos aducir otro motivo, probablemente menos consciente. Es prácticamente imposible que en aquel momento tuviese más presente la distinción entre cristiano y pagano que la que había entre romano y bárbaro, especialmente porque el bárbaro era al mismo tiempo un hereje. La cristiandad y aquel pasado pagano por el que sentía una lealtad tan profunda estaban unidos en su pensamiento por su común contraste con Teodorico y sus gigantescos caballeros, rubios, bebedores de cerveza y fanfarrones. No era el momento de insistir en lo que lo separaba de Virgilio, Séneca, Platón y los antiguos héroes republicanos. Habría perdido la mitad de su satisfacción, si hubiese escogido un tema que le obligara a señalar aquello en que los grandes maestros antiguos se habían equivocado; prefirió un tema que le permitía sentir lo cerca que habían estado de la verdad, recordarlos en términos de «nosotros», no de «ellos».
Como consecuencia de ello, pocos son los pasajes específicamente cristianos del libro. Cita explícitamente a los mártires. En oposición a la concepción platónica de que lo divino y lo humano solamente pueden entrar en contacto a través de un tertium quid, la oración es un commercium directo entre Dios y el hombre. Cuando Philosophia, al referirse a la Providencia, usa las palabras «fuertes y dulcemente», procedentes del Libro de la Sabiduría de Salomón, Boecio responde: «Me encanta tu argumento, pero mucho más el lenguaje que usas.» Pero la mayoría de las veces Boecio hace afirmaciones que Platón o los neoplatónicos habrían confirmado. El hombre, gracias a su razón, es un animal divino; el alma procede del cielo y su ascenso hasta él es un regreso. En su descripción de la creación, Boecio está más próximo al Timeo que a las Escrituras.
Aparte de sus contribuciones al Modelo, De Consolatione ejerció cierta influencia formal. Pertenece al género llamado Sátira Menippea en la que secciones en prosa alternan con otras (más cortas) en verso. Después de Boecio, la continuaron Bernardo y Alano e incluso la Arcadia de Sannazaro. (Muchas veces me he asombrado de que no se haya resucitado. Hubiera creído que un Landor, un Newman o un Arnold habrían sacado buen provecho de ella.)
La presentación de Philosophia, en el libro I, como una mujer a un tiempo joven y vieja, está tomada de la Natura de Claudiano en De Consulato Stilichonis. Volvería a aparecer en la Natura del poema francés que Lydgate tradujo por Reason and Sensuality (verso 334). Entre otras cosas, le dice que nosotros — nosotros, los filósofos— debemos anticiparnos a la calumnia, pues nuestro objetivo expreso (máxime propositum) es desagradar a la canalla. Esa jactancia altanera, ese panache filosófico, que va más allá de la filosofía, llega hasta el insulto y, de hecho, lo provoca, es de origen cínico. El Cristo de Milton está contagiado de él, cuando en Paradise Re-gained (III, 54) califica el rebaño de la gente vulgar de personas «cuyo desprecio era elogio no pequeño». Pero el pobre Boecio no estaba todavía en condiciones de asimilar una melodía tan alta; estaba tan sordo para ella como un burro para un arpa, imagen que Chaucer se apropió en Troilus, I, 1730. Ahora todo el mundo lo calumniaba, a pesar de que, en realidad, su conducta mientras estuvo en el cargo había sido de una pureza sin tacha. Añade con insistencia casi cómica — en este caso Boecio autor desenmascara despiadadamente a Boecio hombre — que su virtud era tanto más admirable cuanto que la practicó sin pensar lo más mínimo en que lo admirasen. Pues, añade, la virtud queda empañada, cuando un hombre la ostenta con la intención de conseguir buena reputación.
Esta modesta máxima contrasta rotundamente con los ideales de la Edad de las Tinieblas y del Renacimiento. Roldan no se avergüenza de desear los, de igual forma que Beowulfo desea dom o los héroes de la tragedia francesa desean la gloire. Se discutió con frecuencia a finales de la Edad Media. Alano la conoció, pero la aprobaba solamente hasta cierto punto. El hombre bueno no debe aspirar a la fama, pero rechazarla completamente sería prueba de austeridad exagerada (Anticlaudiano, VII, iv, 26). Por otro lado, Gower la aplica con todo su rigor, incluso a las hazañas caballerescas:
In armes lith non avantance
To him that thenkth his name avance
And be renomed of his dede12)
(Confessio Amantis, I, 2651.)
Entonces Boecio pide apasionadamente una explicación para el contraste entre la regularidad con que Dios gobierna el resto de la naturaleza y la irregularidad que tolera en los asuntos humanos. Éste pasó a ser un tema central de la «lamentación» con respecto a la naturaleza en la obra de Alano y de su «confesión» en la de Jean de Meung. Posteriormente, todavía Milton recordaba — e indudablemente confiaba en que advertiríamos que estaba recordándolo — este texto de Boecio en uno de los coros de Samson (667 y ss.). A al gunos lectores modernos la idea de conjunto les parecerá menos remota, si la emparentan con la concepción existencialista de que el hombre es una passion inutile y desmerece mucho en comparación con el mundo irracional e inorgánico.
I Met. I, 5; p. 128 en el texto de Stewart y Rand con la trad. de I. P. (Loeb Library), 1908. ↩
I Pros. IV, p. 152. ↩
II Pros. I, p. 172. ↩
I Pros. III, p. 138. ↩
II Pros. I, p. 172. ↩
I Pros. IV, p. 154. ↩
Ibíd. ↩
II Pros. IV, p. 192. ↩
Ibíd. ↩
I Met. I, 15, p. 128. ↩
Cf. Etica a Nicómaco, 1094b, cap. 3. ↩
«En cuestiones de armas de nada servirá la jactancia a quien esté deseoso de engrandecer su nombre y realizar hazañas famosas.» (Cf. Vox Clamarais, V, 17. ↩