Pierre Deghaye — Nascimento de Deus
Cristo
En un estudio dedicado a María, madre de Cristo, hemos dicho lo que era Cristo en el espíritu del teósofo. El Cristo de Boehme es el hombre perfecto, es decir, el hombre habitado por Dios. Cristo no es Dios; es el nombre de Jesús lo que es Dios. El nombre de Jesús significa Dios bajo el aspecto de su amor. Cristo, hijo de María, recibe este nombre, que hace de él un hombre divino. Esto significa que, en él, la presencia de Dios se encarna en una substancia que es la naturaleza perfecta. El cuerpo glorioso de Cristo, absolutamente distinto del cuerpo grosero del que se ha revestido para venir entre nosotros, es la objetivación de esa naturaleza perfecta. Ahora bien, este cuerpo radiante de Cristo será también el de los creyentes que hayan nacido a la verdadera vida. Cristo es simplemente el primogénito de estos creyentes. En verdad, él lo es en la perfecta plenitud del cumplimiento humano. Hombre cumplido según la gracia que se ha encarnado en su cuerpo de luz, Cristo representa la naturaleza divina de la que los elegidos se hacen partícipes.
Cristo es hombre en los dos niveles de la humanidad que distingue Boehme. Por un lado, Cristo se ha revestido de nuestro cuerpo terreno. Boehme insiste mucho sobre este punto, es resueltamente hostil al docetismo que niega la realidad de este cuerpo en la persona del Salvador. Pero, por otro lado, Cristo es hombre según su cuerpo celestial. Esta doble humanidad será la de los creyentes que tengan el privilegio del segundo nacimiento.
Antes de su caída, Adán era, también, un hombre de dos niveles. Tenía un cuerpo celestial, aunque también un cuerpo como el nuestro. Pero este cuerpo no se hizo visible hasta después de la caída; fue la turbada desnudez sobre la que se fijaron los ojos de Adán y Eva. Antes existía, pero no era visible, pues la luz del otro cuerpo impedía que se manifestara. Una vez perdido el cuerpo de luz, apareció el cuerpo tenebroso.
Cristo es dos veces hombre, como Adán antes de su trasgresión. Cristo es literalmente el segundo Adán. Como él, tiene dos cuerpos. El problema consiste en saber cuál de los dos prevalecerá, el cuerpo grosero o el cuerpo glorioso. Para Adán, fue el primero. Para Cristo, será el segundo. Ahora bien, esto no puede determinarse más que tras una prueba. Para Boehme, no hay santidad que sea dada entera y de manera definitiva. La santidad es el fruto de una vocación, debe ser ganada. Cristo no es una excepción. Debe elevarse a la santidad a la que está llamado. No la realizará más que al término de una serie de pruebas. La tentación del desierto es la primera de esas pruebas que Cristo deberá afrontar.
Adán ha sido probado, pero sin embargo no ha triunfado. Sufrió una única prueba, que era la tentación que emanaba del demonio, representado por la serpiente. Según la letra de la Escritura, la tentación de Adán se produjo tras el nacimiento de Eva. Para Boehme, es anterior. El verdadero pecado de Adán se consuma en el momento en que se abandona al sueño, y el nacimiento de Eva es su consecuencia. En cuanto a la tentación, duró todo el tiempo de su estancia en el paraíso. Este tiempo, dice Boehme, fue de cuarenta días.
Vemos la similitud entre la tentación de Adán por la serpiente, que ha obrado sobre sus pensamientos desde antes del nacimiento de Eva, y la tentación de Cristo por el demonio en el desierto. Son dos pruebas de las que el número cuarenta atestigua su analogía.
Boehme pone de hecho a Cristo en la situación del primer hombre. Esto ha podido indignar, tanto más cuanto que la teología protestante de la época ponía con gusto el acento sobre la Divinidad de Cristo. Ahora bien, en el espíritu de Boehme, Cristo es una criatura, como Adán. Si Cristo hubiera sido Dios, ¿cómo Dios se podría tentar a sí mismo?
Cristo es una criatura, pero con los dos cuerpos del hombre, uno mortal y otro que es el templo de Dios. El alma humana es el lugar en que coexisten las dos naturalezas representadas por estos dos cuerpos. Por un lado, se fija en la materia del cuerpo grosero, y, por otro, se encarna en el cuerpo de luz. Ser hombre es poseer esta alma. Por ello, cuando Boehme habla de la humanidad de Cristo, no piensa tan sólo en nuestro cuerpo mortal, sino principalmente en esa alma humana con la que nace el hijo de María y que es verdaderamente la nuestra. Es un alma sensible como la nuestra. De lo contrario, ¿cómo habría podido decir Cristo que su alma estaba triste hasta la muerte? Sin embargo, esta alma humana se encarna en un cuerpo de luz, que es el templo de Dios.
Cristo es pues plenamente hombre según todas las virtualidades que ello implica, pero también con todas las obligaciones que se desprenden. Como todo hombre, Cristo debe cumplirse asumiendo las pruebas que le son impuestas. Cristo deberá librar combates y ganar victorias, sin lo cual el hombre no podría responder a su vocación profunda. Cristo es el primero de todos los caballeros, y su Sabiduría ceñirá la frente del vencedor. Su carrera será ejemplar para todos los hombres.
Estos combates se producen en el infierno. Pero, ¿dónde está el infierno? Está en la raíz del alma humana, de toda alma humana. Revistiéndose del alma humana, Cristo se preparó para descender al infierno. Desde entonces, estaba volcado al combate heroico contra las potencias del infierno.
Combatir es afrontar pruebas en diferentes grados. La primera de estas pruebas es la tentación del desierto. Ella prefigura la Pasión y la muerte de Cristo. Corresponde a la única prueba sufrida por Adán, pero de manera negativa. Cristo ha vencido en el mismo momento en que cayó Adán.
ADÃO-CRISTO