MONACATO SIRÍACO

García M. Colombás — O Monacato Primitivo

Excertos

Los orígenes

Si el monacato copto pasó a la historia como el monacato perfecto y clásico, los solitarios y cenobitas de Siria ofrecen un interés particular desde diversos puntos de vista. Ante todo fueron legión. Algunos se enumeran entre los más famosos padres del yermo. Muchos imaginaron formas de ascetismo muy peculiares, sencillamente asombrosas. Representaron un brillante e importantísimo papel en la propagación y fortalecimiento del cristianismo, no sólo en el Oriente Medio, sino también en países tan remotos como el Asia Central, la India y la China. La investigación moderna, además, ha descubierto en el monacato siríaco posibles y fascinantes relaciones con el cristianismo primitivo y con otras corrientes religiosas exóticas

Con el nombre de Siqa nos referimos aquí a los vastos territorios que incluían la antigua Siria, Fenicia y parte de Mesopotamia, y que, a fines del siglo IV, constituían la diócesis imperial homónima, correspondiente al patriarcado de Antioquia. Por entonces esta diócesis civil se dividía en las siguientes provincias: Syria Prima, capital Antioquía; Syria Secunda, capital Apamea; Phoenicia Prima, capital Tiro; Phoenicia Secunda, o Phoenicia ad Libanum, capital Damasco; Euphratesiana, capital Gerápolis (Mabbug); Osrhoene, capital Edesa; y Mesopotamia, capital Amida, desde que Nísibe había sido cedida al imperio persa.

¿Cómo y cuándo apareció el monacato cristiano en el patriarcado de Antioquía? A. Vööbus busca sus orígenes en un período muy remoto de la historia de la Iglesia siríaca. Afirma haber hallado indicios de comunidades cristianas de lengua aramaica en Edesa y Osroene hacia el año 100 de nuestra era. De su evidente filiación respecto a las comunidades de Palestina, conservan estas Iglesias un carácter marcadamente judeo-cristiano, que contrasta con el cristianismo helenista de las regiones de lengua griega. Todavía en el siglo IV las relaciones entre judíos y cristianos eran notoriamente frecuentes en Siria, pues tanto la geografía como el idioma facilitaban los intercambios culturales.

Ahora bien, los documentos siríacos más antiguos que se nos han conservado-no sólo el Diatessaron de Taciano, sino también obras como las Odas de Salomón, los Hechos de Tomás y el recientemente descubierto Evangelio de Tomás —, nos revelan un notable ascetismo en el seno de tales comunidades. La antigua Iglesia siríaca se distinguía por su rigorismo, del que es buena prueba su actitud respecto al matrimonio. Cierto que únicamente extremistas como Taciano lo condenaban, pero todo indica que la virginidad gozaba de un estatuto especial. Y si es por lo menos dudoso que se exigiera a todos los bautizados la práctica de la «santidad», en el sentido de virginidad o celibato, parece cierto que sí se les pedía que vivieran una vida de «pobreza», es decir, enteramente dedicada a la oración y al apostolado, en la que la observancia del ayuno representaba un papel muy importante6.

¿De dónde le venía a la Iglesia siríaca tan marcada preferencia por la ascesis? Su entronque con el judeo-cristianismo no basta para explicarla. A. Vööbus piensa haber establecido definitivamente la dependencia de la teología siríaca primitiva con respecto a los esenios y, en especial, la comunidad de Qumrán, que, como sabemos, se distinguía por su ascetismo, basado en la extensión de la santidad sacerdotal a todos los miembros de la familia espiritual como preparación para el último día. Las ideas de Qumran se difundieron entre la cristiandad de Siria. Revelan esta influencia varios indicios: el título de «hijos de la alianza», aplicado al principio a todos los bautizados y reservado más tarde a determinados ascetas; los temas de la «guerra santa» (ascetismo), de la pobreza, del celibato, en los que se hace tanto hincapié; la conciencia de representar un papel en la purificación cósmica por la alianza (qeiama).

Pero al impacto de Qumran hay que sumar otras influencias. Al lado del ascetismo cristiano se desarrolló en Mesopotamia, a partir de la segunda mitad del siglo ni, el movimiento maniqueo. No podemos olvidarlo. Del maniqueísmo parecen proceder algunos aspectos exóticos del monacato siríaco — los veremos en seguida —, no sólo extraños al cristianismo, sino incluso, al menos en apariencia, en pugna con sus principios.

De estar en lo cierto, A. Vööbus al señalar en la génesis y primer desarrollo del monacato siríaco la huella tanto del judaísmo como de doctrinas y prácticas procedentes de Persia, e incluso de la India, poseeríamos un dato de gran importancia teológica: el monacato siríaco sería prolongación, a la luz del cristianismo, de las tradiciones y fuerzas misteriosas que han constituido el alma del drama religioso de la humanidad y siguen siendo todavía elementos importantísimos del mismo.

En lo que no se puede discrepar en modo alguno del moderno historiador del ascetismo en los países de lengua siríaca es en su decidida repulsa de la pretendida tradición según la cual el monacato no sería más que un producto importado de Egipto. Esta tesis es ya del todo insostenible. La más digna de crédito entre las fuentes históricas en que pretendía basarse, esto es, la Vita Hilarionis, de San Jerónimo, afirma que San Hilarión, discípulo del gran San Antonio, fue el verdadero fundador de la vida monástica en aquella cristiandad. Pero su testimonio no es válido por lo que se refiere a los orígenes de la institución en Siria, aunque pueda aprovecharse por lo que se refiere a su desarrollo. Jerónimo vivía muy lejos de Mesopotamia, donde existía de antiguo una densa y activa población cristiana, casi completamente desconocida de los latinos. ¿Qué podía saber Jerónimo de lo que pasaba en ella? Teodoreto de Ciro, en cambio, es-un autor mucho más seguro: conocía la lengua del país; se interesaba por el monacato, no sólo como monje y obispo, sino también en calidad de historiador de los varones ilustres que lo honraron con su santidad y ascéticas proezas; conocía sin duda alguna, las tradiciones más antiguas. Ahora bien, no sólo calla Teodoreto los orígenes egipcios del monacato siríaco, sino que señala a su propagación una dirección enteramente contraria: su ruta va de Oriente a Occidente, no al revés, como debería ser si procediera de Egipto. El testimonio de San Jerónimo, por lo tanto, sólo puede significar que en 306, cuando San Hilarión se estableció en Majuma, el monacato egipcio no había llegado ni siquiera a la Siria occidental. En suma, la vida monástica en el mundo siríaco, particularmente en Mesopotamia y Persia, debe considerarse como un fenómeno espontáneo y autóctono, sin «relación alguna con Egipto».

Tal vez constituyan el argumento más convincente en favor de esta tesis, que desbanca definitivamente la anterior, ciertas características muy especiales del monacato siríaco. Son rasgos tan visiblemente diferentes de los del monacato copto, que excluyen toda dependencia mutua. Ya los Padres griegos consideraban la vida monástica en los países de habla siríaca como extremadamente original. San Gregório de Nacianzo, por ejemplo, habla con asombro de los monjes sirios que ayunaban durante veinte días seguidos, llevaban grilletes de hierro, dormían sobre la tierra desnuda y permanecían de pie en oración imperturbables bajo la lluvia o la nieve y azotados por el viento. No son hipérboles de un poeta. Los documentos que nos han llegado coinciden en pintarnos el ascetismo de tales monjes con rasgos enteramente desconocidos de sus colegas de Egipto. Dejemos a un lado lo que refiere Teodoreto de Ciro del gran Jaime de Nísibe, que en su vida eremítica rompió con todo vestigio de civilización; su testimonio, en este caso concreto, no es bastante digno de crédito. Abundan hasta la saciedad otros relatos mucho más históricos. San Efrén, en obras de cuya autenticidad no puede dudarse, describe una extraña variedad de ascetismo que confería a los monjes que lo practicaban apariencias de animales salvajes. Vivían con las bestias del campo, comían hierba como ellas, se posaban en las rocas o en los árboles como los pájaros. Una cosa los diferenciaba de los animales: su vida espiritual. Meditaban las Escrituras. Oraban sin cesar. Exhortaban fervorosamente a sus visitantes. Pero lo que nos asombra en ellos es su insaciable sed de mortificaciones. En efecto, no sólo se imponían los más severos ayunos y vivían en la más extremada pobreza y desnudez, sino que ejercitaban su imaginación-lo veremos páginas adelante-en busca de nuevos tormentos para su pobre cuerpo extenuado de tanto sufrir y soportar. Más aún-y esto resulta más significativo —, los había que no se resignaban a fallecer de muerte natural. Cifraban su ideal en morir por Cristo a fuerza de tormentos, y como nadie se los infligía, procuraban destruirse a sí mismos con ayunos inauditos, exponiéndose a las mordeduras de los animales e incluso entregándose a las llamas. «Eran entusiastas y se arriesgaban en cualquier atrocidad. Algunos se preparaban a sí mismos como comida para las serpientes y los animales salvajes... Otros, en su entusiasmo, quemaban sus cuerpos en el fuego que los consumía».

Claro es que tal género de monjes no puede proceder de Egipto Sus características tampoco nos permiten pensar que surgiera de la imitación de los personajes «monásticos» de la Biblia. Algunas de sus peculiaridades no sólo no tienen su origen en principios cristianos genuinos, sino que no pueden compaginarse con ellos. Se inspiran, ciertamente, en doctrinas extrañas. Posiblemente, en el maniqueísmo y, a través de él, en el ascetismo hindú.