En el proceso inverso de retorno de lo manifestado a lo no-manifestado, por tanto, en el misterio de la Redención o de la regeneración espiritual, tendremos entonces la pareja Espíritu Santo-Virgen María, o más particularmente Cristo-Iglesia, o también Nuevo Adán-Nueva Eva, pareja que preside el «nuevo nacimiento», como la pareja Adán-Eva se encuentra en el principio del nacimiento ordinario. Se ve aparecer aquí claramente el papel de la Virgen como «corredentora», «mediadora de todas las gracias» o «madre de los hombres»: Ecce mater tua [NA: «He aquí a tu madre», palabras de Cristo en la cruz dirigidas a San Juan. Sobre el papel de san Juan en relación con María, véase J. Tourniac, Symbolismo maçonique ete Tradition chrétienne, un itinéraire spirituel d´Israel au Christ, partes II, «Les deux Saint Jean», y III, «Art royal et art spirituel».]. Estas palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz deben considerarse a la luz del papel análogo de la Iglesia-Madre, igualmente mediadora de todas las gracias; en efecto, pocos instantes después de que estas palabras fueran pronunciadas, salió agua del costado de Cristo cuando lo atravesó la lanza del centurión Longinos. Los Padres de la Iglesia coinciden en ver en este acontecimiento el nacimiento de la Iglesia: «Esposa sagrada salida del costado de Cristo dormido, como Eva había salido del costado de Adán dormido»; ahora bien esta agua, «el agua viva» prometida por Jesús a la samaritana (Jn 4,14), no es otra que el agua del bautismo, el baño de la regeneración, que se identifica con las aguas del Génesis «sobre las que se movía el Espíritu», y finalmente con la Virgen de la Anunciación al a que el Angel dijo: «el espíritu de Dios te cubrirá con su sombra». Existe pues una especia de ecuación o identidad ontológica entre estos diferentes aspectos del simbolismo del agua: María sustancia plástica universal, materia prima, mater, aguas primordiales, agua salida del costado de Cristo, aguas del bautismo, baño de la regeneración, Iglesia-Madre, lugar de la regeneración, Esposa sagrada salida del costado de Cristo, nueva Eva; todo esto, repetimos, no son más que aspectos de una misma realidad ontológica a diferentes niveles o desde diferentes puntos de vista. Por último, las palabras de Cristo a Nicodemo: «El que no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3,5), ilustran todo lo que acabamos de exponer. 69 Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA VIRGEN
El primer escollo a evitar será por lo tanto el separar la oración mental de la oración litúrgica. Son dos modos complementarios de toda vida espiritual. Pero la oración litúrgica, que es la plegaria oficial de la Iglesia, Esposa sagrada y Cuerpo místico de Cristo, es evidentemente superior a la oración metal individual, y más agradable a Dios. La Iglesia, con sus ritos sacramentales y su Oficio Divino, aparece así como la Fuente en la que se alimenta el fiel; o, si se prefiere, ella ofrece a las almas, con vistas a su santificación, un alimento que puede resumirse en dos fuentes esenciales, la Eucaristía, alrededor de la cual está centrada toda la liturgia sacrificial, y la Santa Escritura que sirve de base principal al Oficio Divino o a la liturgia de la alabanza (liturgia de las Horas). 282 Abbé Henri Stéphane: REFLEXIONES SOBRE LA ORACIÓN I
Ciertamente no se puede recurrir más que a metáforas y antropomorfismos, pero existen modos de expresión menos antropomórficos, que «delimitan» a la verdad desde un poco más cerca. De esa manera parece preferible ver la oración, mental o no, no como un coloquio en el que el alma y Dios parecen ser puestos en el mismo plano, sino más bien como una apertura del alma a la gracia; es eso lo que expresa la palabra orare («abrir la boca»), y el versículo del Salmo: Os meum aperui et attraxi Spiritum (Salmo 119,131: «He abierto mi boca y he atraído al espíritu», según el latín de la Vulgata; el hebreo dice simplemente: «Abro la boca y suspiro».); es eso también lo que expresa la palabra «adoración»: abrir la boca hacia.. Dios. Esta manera de ver las cosas conlleva entonces una actitud general del alma «orante», más pasiva sin duda, pero que tiene menos riesgo de entorpecer la acción del Espíritu con un parloteo insípido y pueril. Esto parece muy de acuerdo a la expresión de San Pablo: «Nosotros no sabemos lo que debemos pedir, según nuestras necesidades, en nuestras oraciones; pero el Espíritu él mismo ora por nosotros con gemidos inefables» (Rom. VIII, 26). La oración aparece entonces como apertura del alma a la acción del Espíritu que quiere orar en ella y realizar allí el misterio de la Vida trinitaria, lo que San Pablo llama un poco más lejos «los deseos del Espíritu»; aparece la oración como una actitud del alma que se pone en estado de disponibilidad, de receptividad, de docilidad vis-a-vis la gracia y la acción santificante de la Voluntad del Cielo, o aún más como una «dilatación» del alma bajo la acción del Soplo divino, pudiendo ir hasta el excessus mentis, al éxtasis de la Contemplación perfecta. Pero el alma no puede, normalmente, abrirse a la Gracia más que si ella está situada en la Fuente de esta, Fuente que es de orden sacramental, como lo hemos dicho, y resituamos así la oración mental en su relación normal con la oración litúrgica: ésta, Fuente de la Gracia que fluye del costado abierto del Cristo por la intermediación de su Esposa Sagrada, la Iglesia, invade al alma «abierta» y dilatada que se sumerge de alguna manera en esta «fuente de vida surgiente» , para beber ahí la «bebida de inmortalidad». 298 Abbé Henri Stéphane: REFLEXIONES SOBRE LA ORACIÓN I
Toda la historia de Israel converge hacia este acontecimiento, y la historia de la Iglesia es la prolongación de ello. Esta «Historia Santa» a comenzado en Abraham y se acabará en la Parusia. La primera venida de Cristo aparece como una anticipación de la segunda, y la historia de la Iglesia parece reproducir las diferentes fases de la historia de la Theotokos, que es el prototipo de la Iglesia, tan bien como la historia de su Esposo, el Cristo, o, si se prefiere, el Espíritu Santo (Por que es el Espíritu que el Cristo ha enviado y es también el Espíritu que es el Esposo de la Virgen.). En esta perspectiva «mística», toda la Historia Santa aparece como ordenada al moldeamiento de la Esposa sagrada. Se puede hablar de «hierogamia», de matrimonio sagrado entre el Esposo divino y la Esposa. La Unión hipostática puede ser vista como el matrimonio sagrado de la Naturaleza divina y de la naturaleza humana. El «Cantar de los Cantares» es el anuncio profético de esta boda. El Apocalipsis celebra las «bodas del Cordero», la «Mujer vestida de Sol», la «Jerusalén celeste» adornada como una esposa. El Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, canta la Unión mística del alma, y del Esposo divino. San Pablo ve el matrimonio cristiano como e símbolo de la unión del Cristo y de la Iglesia (Ef. V, 25,32). 561 Abbé Henri Stéphane: SOBRE EL MEDIADOR
En esta perspectiva esencialmente espiritual o mística, nos hemos podido dar cuenta ya de que el Mediador es inseparable de la Theotokos. Sin ella, su papel es ininteligible, y aquellos que no la reconocen no pueden sino perderse. Como ella es el Prototipo de la Iglesia, el papel de esta será el de conformarse a su modelo. Ahora bien, la Theotokos es a la vez Esposa, Virgen y Madre. Lo mismo que Jesús nace de una Virgen, el «Cristo total» nace de la Iglesia. Se puede decir que la Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo, al cual cada nuevo miembro es incorporado por el bautismo, pero se puede decir también que cada cristiano, en tanto que precisamente pertenece a la Iglesia, engendra el Cristo, a ejemplo de la Theotokos, por la operación del Espíritu Santo. Así, paradójicamente, el cristiano puede ser considerado como «hijo de la Virgen» (ecce mater tua) («He aquí a tu madre», palabras de Cristo en la cruz.), «hermano de Cristo», «hijo de Dios y de la Iglesia», pero también como «madre de Cristo» (Esto aparece claramente en Mateo, XII, 50: «Quienquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre». Ahora bien, dice el Maestro Eckhart, «el Padre no tiene más que una voluntad, es la de engendrar al Hijo único». Es entonces in divinis, el nacimiento eterno, prototipo o arquetipo del nacimiento virginal de Cristo en la Theotokos, en la Iglesia y en el alma de cada fiel.), lo que implica inmediatamente que él realice efectivamente –y no de una manera puramente moral o ideal– la Virginidad esencial de María (Sofrosuna) (Sofrosuna: palabra griega que significa «estado sano del espíritu o del corazón», e igualmente la «moderación de los deseos» (Platón, Banquete), la temperancia y la sabiduría. En le Iglesia de Oriente, esta palabra designa la castidad de los ascetas.), con las «virtudes espirituales» –y no solamente morales– de la Virgen: humildad, caridad, sumisión, receptividad perfecta, abnegación del ego, pobreza espiritual (cf. las Beatitudes), infancia espiritual, pureza, desapego, fervor, paz, «violencia» contra los enemigos del alma y contra las potencias tenebrosas etc. 563 Abbé Henri Stéphane: SOBRE EL MEDIADOR
La misa, que es el acto central de la liturgia cristiana, puede ser vista bajo múltiples aspectos. Puede decirse en primer lugar que es la realización ritual o sacramental del misterio de la Iglesia, y que por ello mismo se vincula con el mysterium magnum, con el mysterium fidei y con el mysterium caritatis. También puede decirse que abarca toda la Revelación judeo-cristiana, desde el sacrificio de Abel hasta la inmolación del Cordero – es decir, la Liturgia celeste tal como es descrita en la visión apocalíptica-, pasando por los sacrificios de Melkisedek y de Abraham, para culminar en el sacrificio de Cristo – el servidor de YHVH – y extenderse después en la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo, la verdadera tierra de Israel, el «pueblo de Dios», la asamblea de los Santos (Ecclesia), la auténtica Jerusalén, la Esposa sagrada, la Ciudad Santa del Apocalipsis, la Esposa del «Cántico», la Virgen Esposa y Madre, la Mujer eterna. Así considerada, la Iglesia es el «sacramento» de las Bodas místicas del Cordero y la Esposa (cf. Efesios, V, 21-24 y 32, Apoc., XXI, 2; XXII, 5). La misa es entonces esencialmente un misterio de unión, el matrimonio espiritual entre el Esposo y la Esposa. Añadamos enseguida que, si bien la misa presenta un aspecto «individual», en el sentido en que el alma de cada fiel debe realizar la unión mística con el Verbo divino, es todavía más importante no olvidar su aspecto «colectivo», donde precisamente debe «desaparecer» la individualidad, que encuentra así su verdadero culminación, gracias a la transformación o a la «transfiguración» que efectivamente realiza la unión con el Verbo divino por mediación de la Iglesia. 866 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
Es evidente que la «colectividad» de que se trata no tiene nada en común con un grupo humano cualquiera, unido solamente por algún lazo natural, por algún interés material o por algunos sentimientos filantrópicos; se trata aquí de la «santa plebe» de Dios, del «pueblo elegido» que ha escapado de las tinieblas de Egipto a través de las aguas del Mar Rojo, y que es el verdadero Israel regenerado por las aguas del bautismo. Extraída así del dominio de Satán, la Asamblea de los Santos aparece como una realidad «única», incomparable, gloriosa e inmaculada: es la única Esposa del Verbo divino. El bautismo, que es la iniciación del neófito, aparece entonces como una «incorporación» que le «injerta» en el Cuerpo Místico, y si la Confirmación es su complemento, la Eucaristía es su acabamiento, su culminación, su asimilación. El fiel deberá entonces perder su individualidad propia realizando en él los rasgos de la Esposa Única, es decir, las virtudes «mariales» o la perfecta virginidad de María, prototipo de la Iglesia. 868 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
En el retorno de la multiplicidad a la Unidad no es la multiplicidad de los egos individuales como tales lo que retorna al Principio, sino los «fragmentos» de la Divinidad dispersos en los seres, y no es sino por la «muerte» de dichos egos que la Deidad desmembrada es restaurada en su integridad y su plenitud primeras. Así, la multiplicidad de los seres se presenta bajo dos aspectos recíprocamente inversos: en el sentido de la «caída», del «pecado» o del «mal», lo que se manifiesta es la «separatividad», con la ignorancia de nuestro verdadero Sí y la ilusión egoísta o altruísta; en el sentido del retorno a la Unidad, la multiplicidad de los seres aparece por el contrario como liberada de todas las limitaciones individuales que les separan, para constituir una «multiplicidad integral» o «unificada», una realidad «única», un Pléroma unido a la Deidad de una manera inefable, más allá de toda dualidad y de toda distinción. Es desde esta perspectiva que puede considerarse la «reintegración» de todo en el Uno como un matrimonio sagrado, como la unión mística de la Esposa y el Esposo. Este matrimonio sagrado se basa en una doble Muerte o en un Sacrificio doble: la Muerte y la Deidad, previamente dispersa en sus hijos, y la muerte de los egos individuales en el retorno a la Unidad. Tal es, tanto como pueda ser susceptible de analizar, el misterio del Amor y de la Muerte. 874 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
En la perspectiva cristiana, este misterio adopta un «color» especial: está enteramente centrado en Cristo y la Iglesia. Cristo es a la vez Sacerdote y Víctima, Dios y hombre. Se ofrece a sí mismo en Sacrificio al Padre, y con él toda la Iglesia. El Sacrificio comienza en la Encarnación, ya que el Verbo se une a una naturaleza «virgen», desprovista de personalidad humana (unión hipostática), sin ego individual. El doble aspecto del Sacrificio aparece en el hecho de que el Verbo mismo «desaparece» adoptando la condición de esclavo (Fil., II, 5-11), pero a la vez la naturaleza humana «asumida» por el Verbo es ella misma inmolada en cierta manera. Tal es, en el misterio de la Encarnación, la realización del matrimonio sagrado, de la unión mística entre el Esposo y la Esposa. Además, este misterio se continúa hasta el Calvario (Fil. II.8) donde la santa Humanidad del Salvador es inmolada, «absorbida» por el Padre, con el fin de que, por una parte, pueda nacer la Iglesia, salida del costado atravesado de Cristo, y que, por otra parte, pueda realizarse la Resurrección y la «exaltación» (Fil., II, 9, Juan III, 14-15; XII, 32): la Víctima inmolada en el Calvario es el «resumen» de toda la Iglesia, del Cuerpo de Cristo que debe ser inmolado a su vez y resucitar con la Cabeza. Somos aquí abajo los miembros dispersos de este cuerpo (Juan XI, 52), y la participación en el sacrificio de Cristo reúne a dichos miembros en una «Asamblea santa», la «santa plebe de Dios» que muere y que con él resucita. Ya el bautismo implica el mismo significado (Rom., VI, 4), y la Eucaristía (o la Misa), que no es sino la continuación del único Sacrificio de esa única Víctima, será la realización, en la Iglesia, de la Muerte y la Resurrección del Salvador, por la muerte y la resurrección de su Cuerpo Místico: el matrimonio sagrado, la unión mística de los Esposos, es esencialmente un sacrificio recíproco, una Muerte y una Resurrección. 876 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
Por la comunión eucarística, la Víctima aceptada por el Padre es después distribuida entre los miembros de la Ecclesia para ser «ingerida», pero ello sólo según las apariencias; en la realidad profunda del misterio, es la Esposa la que es «devorada» por el Esposo, es el «alma» la que es asimilada por el Verbo, pues la analogía con el alimento ordinario debe ser aplicada en sentido inverso. Mientras que el cuerpo asimila las substancias nutritivas y las transforma en sus elementos, en el rito eucarístico es el alma lo que es transmutado en Pan viviente («ordena que estas piedras se conviertan en panes», Mat., IV, 3), en Hostia pura y sin mácula, asimilada por el Verbo, aceptada por el Padre, y en cierto modo «ingerida» por Dios. 878 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
La última cita que acabamos de dar nos invita a hablar del simbolismo de la piedra. Nosotros somos las piedras endurecidas que deben volverse «asimilables» como el pan; somos las piedras dormidas en las que Dios debe entrar para «despertarlas»; somos la piedra de donde puede extraerse la chispa, tal como claramente indica el Fuego nuevo sacado de la piedra en el transcurso de la liturgia del Sábado Santo; somos la piedra bruta que debe ser tallada para servir a la construcción del edificio, «para formar un templo santo en el Señor» (Ef., II, 21), que es la «piedra angular» (Ef., I, 20), y que también es la peña rota por el bastón de Moisés, de donde brota el Agua de la Vida. El edificio de las piedras talladas simboliza al «pueblo de Dios» hecho de piedras vivientes, pues una catedral o una iglesia románica es evidentemente el símbolo de la Esposa-Iglesia: el conjunto bien ordenado, edificado sobre el fundamento de los Apóstoles y los profetas (Ef., II, 20), diseña la estructura jerárquica coronada por la «piedra angular». A las piedras talladas que representan los fieles deben añadirse las piedras esculpidas que representan a los Profetas, los Apóstoles, los Santos y la Virgen. Todo esto nos permite comprender que una iglesia de hormigón es una «desgracia de los tiempos» que no se presta a ningún simbolismo, y se acaba por construir iglesias que parecen un garaje o un cine. En las iglesias bizantinas, la base rectangular y la cúpula circular simbolizan la unión del Cielo y de la Tierra, lo que constituye otro aspecto, esta vez cósmico, del matrimonio sagrado del Esposo y de la Esposa; de esta forma, las artes plásticas también participan de la celebración del misterio, y ésta es la verdadera razón de ser del Arte sagrado (Sobre el simbolismo de la piedra referida a Cristo y a la Iglesia, ver Jean Tourniac, Symbolisme maçonnique et Tradition chrétienne, 3ª parte, cap. III, y Les Tracés de la Lumière, caps. VII y VIII.). 880 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
El mismo simbolismo de la piedra se halla en la descripción de la Jerusalén Celeste, explícitamente descrita como «la nueva novia, la Esposa del Cordero» (Apoc., XXI, 9). En ella se encuentran las piedras fundamentales correspondientes a los doce apóstoles del Cordero (Apoc., XXI, 14), pero debe notarse además que el cristal, el oro puro y todas las piedras preciosas que en ella figuran demuestran la superioridad de la nueva Jerusalén sobre la antigua Jerusalén, así como el verdadero Israel es superior al primero. Esto nos lleva a considerar la misa en su aspecto celestial, del más allá, escatológico o apocalíptico: la Eucaristía retoma entonces su auténtico sentido, que es el de una «acción de gracias» (gratias agamus…) y el de un «sacrificio de alabanza», que es el aspecto «interior» del Sacrificio (cf. Ef., I, 12-16). La liturgia terrestre está así orientada hacia su cumplimiento último, la Liturgia celestial, así como es descrita en el Apocalipsis: son las copas de oro cargadas de perfumes, que son las oraciones de los Santos, mantenidas por los ancianos prosternados ante el Cordero inmolado (Apoc., IV, 6-14); es también el humo de los perfumes ofrecidos por el Ángel sobre el Altar de oro que está ante el Trono (VIII, 3-4); son los cánticos que los ancianos, acompañados por miríadas de ángeles y de todas las criaturas, cantan en alabanza al Cordero (V, 9, 11, 13; XV, 3-4), así como la acción de gracias de los elegidos, ataviados con ropas blancas (VII, 9-12). La liturgia terrestre evoca la Liturgia celestial en numerosos pasajes: el incienso del Ofertorio, el Prefacio y los diferentes pasajes del Canon. 882 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
En la cumbre de la Ascensión mística, el sacrificio ritual se transforma en el Sacrificio espiritual, el sacrificio exterior se hace «Sacrificio interior»; la Jerusalén de abajo deviene la Jerusalén de lo alto, el sacrificio eucarístico deviene el sacrificio de alabanza; la tierra de Israel según la carne se transforma en el Israel según el Espíritu, la Esposa del Cántico deviene la Esposa del Cordero; el matrimonio sagrado debe finalmente ser consumido en el Corazón: el Alma-Esposa, abrazada por el Esposo divino, no hace más que uno con él. El Sacrificio se hace Beatitud; «Misericordia quiero, que no sacrificio…» (Mat., IX, 13); la leyenda se hace «Historia» o más bien «Realidad suprema»: la Blancanieves-Psique, sumida en el sueño de muerte tras haber mordido el fruto del bien y del mal, permanece así hasta que la despierta el Eros divino y el fruto cae de sus labios; el Sacrificio se transforma en el milagro de la Resurrección y de la Vida, del Conocimiento y del Amor, y el «alma» vuelve a ser «aquello que era en el principio». 884 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA
Ahora bien, si abro el Génesis, si mi inteligencia no está oscurecida por las elucubraciones de la ciencia o de la filosofía profana, aprendo de la teología – y no de la historia o de la ciencia – aprendo que Dios a creado el Cielo y la Tierra, que el Espíritu de Dios se movía por la superficie de las Aguas, que el hombre a sido hecho a “imagen de Dios”, que el hombre a sido creado “varón y hembra”, que mi padre se llamaba Adam y que mi madre Eva, pero que después de haber probado del Arbol de la ciencia del Bien y del Mal, todo fué puesto en duda. Si continúo leyendo la sagrada escritura – saltando hasta lo más importante – y si yo añado los comentarios de la Tradición y de los Padres, aprendo que “Adam” no era mas que la figura de Cristo, el Nuevo Adam, y que “Eva” no era mas que la figura de la Virgen María o de la Iglesia Virgen y Madre, la Nueva Eva. Aprendo también que la Nueva Eva, la Iglesia, la Sagrada Esposa, salió de la costilla del Cristo dormido en la muerte, en el momento en el que el centurión Longin atravesó con su lanza el costado del Crucificado, exactamente como Eva salió de la costilla de Adam dormido; aprendo además que el agua salida del costado de Cristo no es otra que el agua del bautismo, el agua de la “regeneración”, la misma que las Aguas del Génesis en las que se movía el Espíritu de Dios… ¡y aprendo todavía muchas más cosas! ¡Que lejos estamos del lagarto! 976 Abbé Henri Stéphane: A PROPOSITO DE LA EVOLUCIÓN
Cuando el hombre caído ve el pan, dice: “Es pan”; cuando el hombre verdadero – el Cristo, Indra – ve pan dice: “Este es mi Cuerpo”. Adam, en el Paraíso terrestre, dice viendo a Eva: “Esta es verdaderamente la carne de mi carne, los huesos de mis huesos”; el hombre caído cuando ve a una mujer la toma por una prostituta; el hombre tradicional, si él es cristiano por ejemplo, la mira como el símbolo de la Iglesia, la Sagrada Esposa del Cordero inmolado, una hipóstasis de la Virgen. 990 Abbé Henri Stéphane: A PROPOSITO DE LA EVOLUCIÓN