Extraordinario parece entonces, en efecto, el combate que desde finales del siglo I, a través de los siglos siguientes y los concilios sucesivos, han mantenido y proseguido los Padres de la Iglesia con encarnizamiento. Es el combate por afirmar, sostener, demostrar por todos los medios a su disposición — pero también con la ayuda de nuevas intuiciones, de súbitas iluminaciones — que Cristo tenía un cuerpo real, una carne real, semejante a la nuestra, y que es en ella y sólo en ella donde estriba la posibilidad de la salvación. Combate dirigido contra el pensamiento griego — contra su desvalorización de lo sensible y del cuerpo, afirmamos por nuestra cuenta1 —. Sin embargo, el punto de mira de esta crítica no se dirige hacia el pasado. Ella desenmascara por doquier en torno a sí los logros de la cultura griega, sus resurgimientos, sus sustitutos oblicuos, antes de reconocerlos súbitamente con horror en ella misma: en todos aquellos que, aceptando la idea de la venida del Verbo de Dios sobre la tierra, no aceptan la de una verdadera encarnación. Si la encarnación no es concebible sin un tomar carne, sin una venida a un cuerpo — bajo la forma que sea —, la carne de Cristo, no obstante, podría muy bien no ser más que carne aparente. O también, la materia de dicha carne no ser aquélla de la que está hecho el hombre. Resultaría ser una materia astral, o «psíquica», o también «espiritual». A decir verdad, su carne sería más bien un alma, una carne/alma o un alma/carne, etc.
Antonio Orbe: O HOMEM
Otra cosa ocurre con el cuerpo, cuya índole se define por la gravedad, crasitud, torpeza; reacio a la agilidad del alma, a la que frena en su velocidad.
La única traba para la humana deificación instantánea, desde el principio, reside no en el alma — que también es ‘facta’ — , sino en el cuerpo. Mientras la psyche, por su índole inmaterial, no ofrece dificultad física a la elevación momentánea, el cuerpo reclama todo el tiempo de la historia para subir de ‘factum’ a ‘infectum’.
Ahí descansa, nueva paradoja, la dignidad del hombre ‘plasmatus’. Además de ‘factus’, igual que los demás seres, hubo de ser modelado por las manos de Dios, en razón de su destino a ‘infectus’.
Una sentencia lapidaria de San Ireneo viene a resumirlo: «Opera autem Dei, plasmatio est hominis» (V 15,2). Las obras o milagros de Dios, por excelencia, se emplean en la plasis del hombre y a ella se ordenan. Ni la creación del mundo angélico, ni la de las especies visibles justifican la actividad última de Dios. Su obra está en modelar al anthropos, desde que le saca del polvo hasta que le configura con su propio Espíritu; desde la ‘factura’ más humilde hasta instalarle al nivel del ‘infectus’, encubriendo con sus maravillas la alteridad abismal que separa el barro de la incorrupción y asignándole el vocablo y la realidad de Dios. Tales maravillas ocuparán y explicarán la historia del hombre.
¿Es necesario recordar aquí que la idea sostenida por Nietzsche y por todas partes generalizada según la cual el cristianismo enseña el menosprecio del cuerpo es una mentira grosera? ↩