Calcídio — Resumo de C. S. Lewis

Excertos de C. S. Lewis — La Imagen del Mundo

La obra de Calcidio1) es una traducción incompleta del Timeo de Platón, que se detiene al final del apartado 53b (es decir, a la mitad aproximadamente) y un commentarius mucho más extenso. Apenas se trata de lo que nosotros llamaríamos un comentario, pues pasa por alto muchas dificultades y se extiende exageradamente a propósito de cuestiones sobre las que Platón tenía poco o nada que decir.

Está dedicado a un Osio u Hosio, que se ha identificado, no con toda seguridad, con un obispo de Córdoba que asistió al concilio de Nicea (325). Aun cuando la identificación fuese correcta, no nos permitiría fechar la obra con demasiada aproximación, pues San Isidoro nos dice que el citado obispo vivió más de cien años.

La religión de Calcidio se ha puesto en duda. A favor de su cristianismo observamos:

(1) La dedicatoria a Osio (suponiendo una vez más que fuese realmente el obispo).

(2) Llama a la descripción bíblica de la creación de Adán «la enseñanza de una secta más sagrada» (sectae sanctioris)2.

(3) Después de dar un ligero repaso a una supuesta doctrina astrológica en la obra de Homero, cita la estrella de la Natividad como algo testificado por una «historia más sagrada y venerable» (CXXVI, p. 191).

(4) Se califica a sí mismo de fruto de las verdades de «la ley divina» hasta la que Platón se había visto guiado «por el impulso (instinctus) de la verdad misma» (CLXXVI, p. 225).

Por otro lado:

(1) Cuando sigue al Antiguo Testamento, en lugar de llamarlo «las sagradas escrituras», suele decir simplemente que sigue a los Hebraei (CXXXII, p. 195; CCC, p. 329).

(2) Como testigos de los beneficios que nosotros los mortales hemos recibido de los demonios buenos cita a «todos los griegos, latinos y bárbaros» («cuneta Graecia, omne Latium, omnisque Barbaria») (CXXXII, p. 195). Esto contrasta profundamente con la concepción de San Agustín3 de que todos los demonios del paganismo eran malos: de que eran «demonios» en el sentido posterior de la palabra.

(3) En un lugar, cita la inspiración divina de Moisés como algo dudoso (ut ferunt) (Calcidio CCLXXVI, p. 306).

(4) Cita a Homero, a Hesiodo y a Empédocles como si no fueran menos dignos de crédito que los autores de las Sagradas Escrituras.

(5) Califica a la Providencia de Nous (Mente), ser que ocupa el segundo lugar después del summus deus, el cual la perfecciona, como perfecciona todas las demás cosas (CLXXVI, p. 226). Se parece mucho más a la Trinidad neoplatónica que a la cristiana.

(6) Discute por extenso la cuestión de si silva (la materia) es congenitamente mala, sin citar ni siquiera una vez la doctrina cristiana de que Dios hizo todas las cosas y afirmó que eran muy buenas.

(7) Rechaza terminantemente la cosmología antropocêntrica del Génesis, según la cual los cuerpos celestes fueron creados «para dar luz a la Tierra». Sostiene que sería absurdo suponer que las cosas «benditas y eternas» situadas por encima de la Luna se rigen por el interés de las cosas perecederas situadas por debajo.

Los dos últimos apartados son menos reveladores de lo que en un principio podríamos suponer. Aunque lógicamente los cristianos estaban obligados a admitir la bondad de la materia, no aprobaban esa doctrina de todo corazón; en aquella época, y durante siglos posteriormente, el lenguaje de algunos escritores espirituales era difícil de acomodar a ella. Y creo que a lo largo de la Edad Media persistió un desacuerdo sin solucionar entre los elementos de su religión que tendían a una concepción antropocêntrica y los elementos del Modelo que atribuían al hombre el carácter de criatura marginal, casi secundaria, como veremos.

Por lo demás, creo que Calcidio es. un cristiano que escribe filosóficamente. Las que aceptaba como cuestiones de fe quedaban excluidas, como tales, de su tesis. Por esa razón, los autores bíblicos podían aparecer en su obra como autores eminentes, pero que no debían considerarse como los «oráculos de Dios». Eso habría sido contrario a las reglas del arte: podía ser un purista metodológico, como veremos más adelante. Estoy convencido de que no se daba cuenta de la profunda discrepancia que había entre su Trinidad neo-platónica y la doctrina plenamente cristiana.

Al traducir tantos elementos del Timeo y transmitirlos así a los siglos en que poco más se conocía de Platón, Calcidio fijó lo que el nombre de Platón iba a representar a lo largo de la Edad Media. El Timeo no tenía nada del misticismo erótico que encontramos en el Banquete o en el Fedro y casi nada de su política. Y, aunque sus Ideas (o Formas) aparecen citadas, no se ve el auténtico lugar que ocupan en la teoría del conocimiento de Platón. Para Calcidio se convirtieron en «ideas» casi en el sentido moderno; pensamientos en la mente de Dios. Así, resultó que, para la Edad Media, Platón no fue el lógico, ni el filósofo del amor, ni el autor de la República. Fue (con lo que resultaba próximo a Moisés) el gran cosmólogo monoteísta, el filósofo de la creación; y, por esa razón, paradójicamente, el filósofo de aquella naturaleza que el Platón real tanto había despreciado. En ese sentido, Calcidio proporcionó inconscientemente una corrección al contemptus mundi inherente tanto al neoplatonismo como al cristianismo primitivo. Posteriormente iba a resultar fructífero.

Así como su elección del Timeo fue trascendental, así también lo fue el tratamiento que le dio. Su principio expreso de interpretación es tal, que hace que un autor esté más expuesto a que se lo desfigure cuanto más se lo venere. En los pasajes difíciles, sostiene, debemos atribuir siempre a Platón cualquier sentido que parezca «el más digno de la sabiduría de una autoridad tan grande»; lo que inevitablemente significa que se leerán en él todas las ideas dominantes de la época del comentador.

Platón dijo claramente (42b) que las almas de los hombres malos podrían reencarnarse como mujeres y, si aquello no las mejoraba, finalmente como animales. Quería decir simplemente que, en esta vida, al satisfacer las pasiones, nos vamos volviendo cada vez más como animales.

En el Timeo (40a-41a), Platón, después de haber descrito cómo creó Dios a los dioses — no los mitológicos, sino aquellos en los que creía realmente, las estrellas vivas — se pregunta qué hay que decir del panteón popular. En primer lugar, los degrada del rango de dioses al de demonios. Después, con palabras casi con toda seguridad irónicas, se niega a aceptar ningún otro tipo de discusión sobre ellos. Se trata, dice, de «una tarea que supera mis capacidades. Hemos de aceptar lo que sobre ellos dijeron nuestros antepasados, quienes, de acuerdo con sus propias palabras, eran sus auténticos descendientes. ¡No hay duda de que debían de estar bien informados sobre sus progenitores! ¿Y quién podría dejar de creer en los hijos de los dioses?» Calcidio toma todo eso au pied de la lettre. Al decirnos que creamos a nuestros antecesores, Platón nos está recordando que la credulitas debe preceder a cualquier tipo de instrucción. Y, según Calcidio, si se niega a discutir de forma más profunda la naturaleza de los demonios, no es porque pensase que ese tema no fuera una cuestión filosófica. Lo que sugiere como razón auténtica para ello revela la disposición a la pedantería metodológica que le he atribuido. Platón, dice, escribe en este caso como filósofo de la naturaleza y habría sido inconveniens, habría sido impropio decir algo más sobre los demonios. La demonología pertenece a una disciplina más eminente llamada epoptica (un epoptes era quien había recibido la iniciación en los misterios).

Una referencia muy breve a los sueños en el original (45e) da lugar a siete capítulos sobre ellos en el comentario. Tienen interés por dos razones. En primer lugar, incluyen una traducción del apartado 571e de la República y de esa forma transmiten, siglos antes de Freud, la doctrina de Platón, que es un precedente de la freudiana, del sueño como expresión de un deseo inhibido. Banquo la conocía. En segundo lugar, arrojan luz sobre un pasaje de la obra de Chaucer. Calcidio enumera los tipos de sueños y su lista no coincide exactamente con la clasificación, mejor conocida, de Macrobio. No obstante, incluye la revelatio, tipo documentado en la Hebraica philosophia. Recuérdese que Chaucer, en Hous of Fame, aunque en todo el resto reproduce la clasificación de Macrobio, añade un tipo más, la revelacioun. No hay duda de que procedía, aunque quizás indirectamente, de Calcidio.

En la obra de Calcidio la astronomía todavía no había adquirido su forma plenamente medieval. Como todos los demás autores, declara que la Tierra es infinitamente pequeña de acuerdo con los patrones cósmicos, pero el número de los planetas era todavía dudoso. Tampoco estaban fijados todavía sus nombres. Da (con lo que coincide con el De Mundo aristotélico) el de Phaenon a Saturno, el de Phaeton a Júpiter, el de Pyrois a Marte, el de Stilbon a Mercurio y el de Lucifer o Hesperus a Venus. Sostiene también que «los diferentes y múltiples movimientos de los planetas son la auténtica causa (auctoritatem dedit) de todos los efectos que ahora se producen». Todo lo que se padece (cunctae passiones) en este mundo mutable situado por debajo de la Luna tiene su origen en ellos. Pero tiene la precaución de añadir que dicha influencia ejercida sobre nosotros no constituye en absoluto el objetivo a que deben su existencia. Es un simple subproducto. Siguen el curso apropiado a su beatitud y nuestros asuntos contingentes imitan esa bienaventuranza de la forma imperfecta que les es propia. Así, para Calcidio, el universo geocéntrico no es antropocéntrico lo más mínimo. Si, a pesar de todo, preguntamos por qué ocupa la Tierra un lugar central, la respuesta que nos da es muy sorprendente. Está situada así para que la danza celeste pueda disponer de un centro en torno al cual girar: de hecho, como una comodidad estética para los seres celestes. Quizá porque su universo está ya habitado tan bien y de forma tan radiante sea por lo que Calcidio, aunque cita la doctrina pitagórica (que poblaba la Luna y otros planetas con seres mortales), no siente interés por ella.

Nada parecerá más extraño a un hombre moderno que la serie de capítulos que Calcidio titula «Sobre la utilidad de la vista y del oído». Para él, el primer valor de la vista es su «valor para la supervivencia». Lo importante es que la vista engendra la filosofía. Pues, «ningún hombre buscaría a Dios ni aspiraría a la piedad, a no ser que primero hubiera visto el cielo y las estrellas». Dios dio ojos a los hombres para que pudiesen observar «la rueda de los movimientos de la mente y de la providencia en el cielo» y así, con los movimientos de sus propias almas, imitar lo más fielmente posible esa sabiduría, serenidad y paz. Esto es Platón puro (del Timeo 47b), aunque apenas sea el Platón que solemos estudiar con mayor frecuencia en una universidad moderna. Las operaciones originales del alma están en relación con los ritmos y los modos. Pero, esa relación desaparece en el alma de la mayoría de los hombres a causa de su unión con el cuerpo y, por esa razón, las almas de la mayoría de los hombres están desacompasadas. El remedio para eso es la música: «no esa clase que deleita al vulgo…, sino la música divina que nunca se aleja del entendimiento y de la razón».

Aunque Calcidio había ideado una explicación para la aversión que sentía Platón por el tema de los demonios, no siguió su ejemplo. Su descripción de ellos difiere en algunos aspectos de la dada por Apuleyo. Rechaza la creencia pitagórica o empedocleana de que los muertos se vuelven demonios; para él, todos los demonios constituyen una especie distinta, y da el nombre de demonios tanto a las criaturas etéreas como a las aéreas, de las primeras de las cuales dice que son las que «los hebreos llaman ángeles». Pero coincide absolutamente con Apuleyo al afirmar el principio de plenitud y el de la tríada. El éter y el aire, como la Tierra, deben estar habitados «para que ninguna región permanezca vacía», «para que la perfección del universo no cojee por ningún lado». Y, puesto que existen criaturas estelares, celestes, inmortales y divinas y también criaturas perecederas, terrestres, mortales y temporales, «es inevitable que, entre ellas, exista algo intermedio, que conecte los extremos, como vemos en la armonía». No podemos dudar de que la voz que enunciaba las prohibiciones a Sócrates procedía de Dios; pero podemos estar igualmente seguros de que no era la voz de Dios en persona. Entre el Dios puramente inteligible y el Sócrates corpóreo y terrestre no podía haber conciliatio inmediata. Dios le hablaba a través de algún ser intermediario. Puede parecer que, con respecto a eso, estemos moviéndonos en un mundo completamente extraño al cristiano, pero encontraremos afirmaciones semejantes a ésta de Calcidio en autores cuyo cristianismo nunca se ha puesto en duda.

Hasta aquí Calcidio se mueve en un terreno común a Apuleyo. Después, pasa a otra aplicación de la tríada. La tríada cósmica puede considerarse no sólo como una armonía, sino también como una comunidad política, como una tríada de soberano, poder ejecutivo y subditos; los poderes estelares dan órdenes, los seres angélicos imponen su cumplimiento y los terrestres las obedecen. Más adelante, siguiendo al Timeo y a la República (441a-442d), encuentra el mismo modelo triádico en el estado ideal y en el individuo humano. En su ciudad imaginaria, Platón asignó las partes más altas a los gobernantes filósofos, que daban las órdenes. Tras ellos venía la casta de los guerreros, que imponía su cumplimiento. Por último, la gente del común obedecía. Así ocurre igualmente en cada hombre. La parte racional vive en la ciudadela del cuerpo (capitolium), es decir, en la cabeza. En el campamento o cuarteles (castra) del pecho, como un guerrero, tiene su puesto la «energía que se parece a la cólera», la que hace que un hombre sea valiente. Las pasiones, que corresponden a los hombres comunes, se localizan en el abdomen, por debajo de las dos anteriores.

Como veremos, su concepción triádica de la salud sicológica refleja bien la idea griega bien la medieval de la educación adecuada para un hombre libre o caballero. No se puede dejar que la razón y las pasiones queden enfrentadas a través de un no man’s land. Un sentimiento aprendido de honor o caballería ha de constituir el «intermedio» que las una y complete al hombre civilizado. Pero es igualmente importante por sus connotaciones civilizadas. Estas últimas las desarrolló, siglos después, Alano de Lille, en el magnífico pasaje en que compara el conjunto de las cosas a una ciudad. En el castillo central, en el Empíreo, está el emperador sentado en un trono. En los cielos inferiores vive la caballería angélica. Nosotros, los de la Tierra, estamos «fuera de la muralla de la ciudad». ¿Cómo, nos preguntamos, puede el Empíreo ser el centro, cuando está no sólo dentro, sino también fuera de la circunferencia del conjunto del universo? Porque, como iba a decir Dante con mayor claridad que nadie, el orden espacial es el opuesto del espiritual y el cosmos material refleja como un espejo y, por tanto, invierte la realidad, de forma que lo que en realidad es el borde a nosotros nos parece el eje.

Alano añadió la exquisita pincelada que niega a los de nuestra especie hasta la trágica dignidad de estar desterrados, al convertirlos en meros habitantes de las afueras. En los demás aspectos, reproduce la concepción de Calcidio. Nosotros contemplamos «el espectáculo de la danza celeste» desde nuestros confines exteriores. Nuestro mayor privilegio consiste en imitar dicho espectáculo en la medida de lo posible. El Modelo medieval es, si se nos permite usar esta palabra, antropoperiférico. Somos criaturas marginales.

Calcidio transmitió algo más que el Timeo. Cita a veces con relativa extensión, textos de Gritón, de Epinomis, de Las leyes, de Parménides, de Fedón, de Fedro, de la República, del Sofista y de Teetetes. Conocía a Aristóteles, pero sentía poco del respeto que posteriormente se sintió hacia él. Aristóteles había pasado por alto todas excepto una de las clases de sueños «con su habitual descuido desdeñoso» (more quodam suo… fastidiosa incuria). No obstante, lo cita y comenta con mayor respeto, cuando afirma que la materia, aun no siendo congénitamente mala, por ser la potencialidad de todos los cuerpos particulares, está condenada a la privación (steresis, carentia) de la Forma (aunque lógicamente sea distinta de ella). Ésa es la razón por la que la materia anhela su perfeccionamiento o embellecimiento (illustratio), de igual forma que la hembra desea al macho.

La influencia de Calcidio produjo sus resultados más ricos en los poetas latinos del siglo XIII relacionados con la escuela de Chartres, los cuales contribuyeron, a su vez, a inspirar a Jean de Meung y a Chaucer. La dama Natura, procedente de Estacio y Claudiano, y la cosmogonía de Calcidio pueden considerarse parientes del De Mundi Universitate de Bernardo Silvestre. Su femenina Noys (nous, Providentia), extrañamente presentada en el lugar en que esperaríamos encontrar a la Segunda Persona de la Trinidad cristiana, revela su abolengo de forma inconfundible; y quizá no deba tanto su género a arquetipo jungiano alguno, cuanto al género de Providentia en latín. También en Calcidio encontramos la probable explicación del misterioso jardín llamado Granusion, en el que las Urania y Natura de Bernardo entran al descender a la Tierra. Calcidio había distinguido no sólo el éter del aire, sino también un aire superior de otro inferior, y este último, el que los hombres pueden respirar, es una sustancia húmeda, umecta substantia, «que los griegos llaman hygran usian». Bernardo no sabía griego y el (para él incomprensible) hygranusian, quizá dentro de un texto corrompido, se convirtió en el nombre propio Granusion. En el sucesor de Bernardo, Alano de Lille, encontramos un encadenamiento igualmente apretado. En su Anticlaudiano no sdice que el alma va fijada al cuerpo gumphis subtilibus, «por medio de grapas diminutas». Podemos sonreír ante la rareza (casi «metafísica») de esa imagen, que, en caso de ser intencionada, sería totalmente característica de Alano. En realidad, lo que hace es seguir exactamente a Calcidio, el cual sigue fielmente a Platón, y puede ser que ni siquiera supiese claramente lo que era una gumphus. Estas menudencias merecen citarse solamente como ejemplos de la fidelidad con que siguieron a Calcidio sus discípulos, los poetas de Chartres. La importancia de dichos discípulos, en el vigor, el gusto y la vivacidad de su respuesta y en el papel que desempeñaron a la hora de recomendar determinadas imágenes y actitudes a los autores vernáculos.


  1. Platonis Timaeus interprete Chalcidio, ed. Z. Wrobel (Lipsiae, 1876 

  2. Op. cit., LV, p. 122 

  3. De Civitate, VIII, 14-X, 32.