Boehme Deghaye Desejo

Pierre Deghaye — Nascimento de Deus
Desejo
Para Boehme, el deseo es la fuerza primordial. Su teosofía es esencialmente una cosmogonía que se desarrolla en lo invisible. Ahora bien, en el origen del primer mundo, que es el de la naturaleza eterna, hallamos el deseo. La voluntad divina se convierte en deseo, y entonces se forma ese mundo de la naturaleza eterna en el que Dios se manifestará. El comentarista de Boehme podría escribir: En el principio era el Deseo.

La naturaleza eterna es un viento que se convierte en un cuerpo perfecto. Este viento es un alma a la que Boehme llama el alma eterna. Esta alma primera y universal es el modelo de todas las almas futuras, luego también del alma humana revestida por Cristo. Pero, ¿qué es esta alma? Es el deseo. El ciclo septiforme por el cual se constituye el alma eterna es, en su integridad, el ciclo del deseo.

En este movimiento en siete grados, Dios se revela a sí mismo, así como se dará a conocer a la criatura. Ahora bien, para manifestarse plenamente, Dios se busca. Dios no se revelará verdaderamente hasta que se haya encontrado. La búsqueda de Dios por sí mismo se manifiesta en su deseo de la violencia del fuego devorador, y después en la dulzura del agua. La búsqueda de Dios por parte del hombre, que es también la del hombre por sí mismo, será a imagen de estos dos deseos. Primero es un hambre insatisfecha y dolorosa; después es un hambre dulce y dichosa.

El ciclo septiforme implica dos fases, una tenebrosa, otra luminosa, que se corresponden con los dos deseos. El primer deseo es un fuego negro y atormentado, el segundo es una llama clara y tranquila. El paso de uno a otro se hace según lo que puede llamarse la peripecia del deseo. Hay que saber que bajo estos dos aspectos contrarios se manifiesta el mismo deseo.

El primer deseo es un fuego devorador. En la Biblia, esta expresión se aplica al Dios indignado, pero Boehme la emplea también para hablar del fuego de la gehena. En su forma primera, el deseo es una voracidad que, alimentándose de sí misma, se exaspera sin cesar por no ser sino un furioso torbellino. Este deseo no engendra más que su propio abismo generador de tinieblas y de terror.

No obstante, se produce una conversión en el ciclo primordial, una metanoia semejante a aquella que se producirá en el hombre en el umbral de la vida nueva. Es la conversión del deseo. El fuego oscuro se transforma en luz.

Pero, ¿qué es ese fuego tenebroso? Es un fuego que no alumbra, es decir, que no proyecta ninguna claridad. En cuanto a la luz que brilla en la segunda fase del ciclo, es una llama que no se extingue. El fuego que arde sin alumbrar es el símbolo del deseo jamás saciado. La llama que ilumina y que jamás se extingue es el deseo eternamente colmado.

La primera fase del ciclo de la naturaleza eterna produce un fuego, el del infierno. Este fuego devorador es ante todo la expresión de la cólera divina. Pero también es el de la gehena. El infierno, que representa el castigo según la justicia, será uno con la cólera de Dios. Así, en su forma primitiva, el deseo, que es el fuego de la naturaleza, se relaciona a la vez con esta cólera divina y con las angustias de las que es la causa en el reino de Satán.

La segunda fase del ciclo es luminosa. La luz es sinónimo del amor. A la cólera de Dios se opone su amor, simbolizado por el nombre de Jesús dado al hijo de María. Al deseo engendrado según la cólera sucede el deseo de amor.

El fuego se torna luz. En el agua nace la luz. La dulzura del agua primordial debe imaginarse como un aceite, en razón de la violencia del fuego devorador. El furor se transforma en una fuerza tranquila y expansiva. No obstante, el agua retiene al fuego, que se mira en ella. La fuerza extrema es destructora, no crea substancia duradera. Por el contrario, la dulzura da la substancia, y por ello el agua es nutritiva. El agua da al fuego un cuerpo, que le fija y en el cual brillará con el resplandor de la luz. Esta expansión es la del verdadero deseo.

Por el agua del bautismo, el deseo, que era un fuego devorador, cambia de naturaleza. En virtud del agua, el deseo deviene substancial. Toma cuerpo en lugar de cavar siempre su propio abismo. Es la fe que se encarna en un cuerpo de luz. El deseo se implanta en ese cuerpo radiante. Se fija al renovarse eternamente. Subsiste, pues es eternamente saciado. La substancia está en su permanencia.

El cuerpo radiante que aparece en el último grado del ciclo primordial, el séptimo, es el cuerpo del deseo. En el hombre, será el cuerpo de la fe. Este cuerpo posee una carne, que se llama la carne celestial, y que es el pan de los ángeles. El deseo, que le hace nacer eternamente, es el hambre de esta carne. Será el verdadero hambre de Cristo en el desierto.

El deseo de amor será la fe de los fieles, que se encarnará en esta carne celestial. El cuerpo glorioso de los hijos de Dios será su deseo de amor, que no se hará carne. El fin de toda vida espiritual será esta encarnación de la fe.

El ciclo de la naturaleza eterna se repite en las almas humanas. O bien se prosigue hasta su término, y el alma se cumple según todas sus virtualidades, o bien el hombre desanda su camino. Entonces el infierno que debía abandonar se reafirma sobre él y lo engulle. El alma que se libera del infierno desaparece en su deseo de amor. Come el pan de los ángeles. En ella, la alegría ha vencido al terror. Por el contrario, el alma que cae en su fondo tenebroso será torturada eternamente por un deseo que jamás se fijará en una verdadera substancia. Jamás tal alma se establecerá verdaderamente en un cuerpo. Será eternamente errante. Esta alma tenebrosa será a imagen de su deseo: se asimilará a los demonios, que no poseen cuerpo porque son incapaces de encarnarse. Su hambre jamás será saciada, será el hambre del diablo.

En un momento dado del ciclo septiforme, que se sitúa en el cuarto grado, todo se juega para el alma. Ella se ubica entre dos deseos, y debe escoger. Es la elección que se impuso a Cristo en el desierto. Cristo escogió el pan de Dios, pues tuvo hambre de este pan. Rechazó el pan del diablo.

La gracia del bautismo había dado a Cristo el gusto por el pan celestial. Se despertó así en él el deseo de amor. Sin embargo, el hambre que sintió se convertiría en habitual. Tras la prueba del desierto, Cristo comerá eternamente de este pan celestial. Se incorporará este alimento, que será su propia carne. Él mismo será el pan de Dios, que se ofrecerá a los hombres. A partir de entonces, el pan celestial se llamará la carne de Cristo. No obstante, esta carne existe desde toda la eternidad.

DESERTO