Nicolas Berdiaeff — Cristianismo e Atividade Humana
II
Pasemos ahora a la esencia misma del problema. ¿Qué nos enseña el cristianismo con relación al hombre; lo disminuye, o lo eleva? Lo que nos preocupa, en efecto, no son las diversas deformaciones que ha sufrido la enseñanza cristiana en el curso de la historia; no es la manera en que se ha utilizado en provecho de estos o los otros intereses humanos, sino el cristianismo mismo en su esencia y en su pureza, en su acción interna, con mayor frecuencia íntima, sobre el alma humana. No se encuentra en ninguna parte de la revelación cris-liana, en el Evagelio, en la eseñanza de Cristo sobre el Reino de Dios o sobre el don de Dios, que por amor al mundo dio en sacrificio a su Hijo unigénito, que el hombre sea rebajado y que su actividad sea negada. El Evangelio exige, por el contrario, del hombre, un perfeccionamiento y un servicio activo en favor del prójimo, un buscar constantemente el Reino de Dios, que no se adquiere más que con el esfuerzo.
Antes de que el humanismo europeo entrara en el período de la decadencia y de la disgregación, toda su doctrina referente a la dignidad suprema del hombre, al valor de toda personalidad y de sus derechos infinitos, era de procedencia cristiana. El cristianismo obraba sobre las capas profundas del alma y modificaba, transfiguraba la naturaleza truel, semi-animal y bárbara del ser humano, aunque después éste le hiciera traición y perdiera su fe. Sin esa transformación interior de la naturaleza humana operada por el cristianismo, jamás hubiera sido abolida la esclavitud, jamás hubiera sido proclamada la igualdad dé los hombres, que es ante todo una igualdad ante Dios; jamás se hubiera conquistado la libertad de la conciencia humana, su independencia con relación al Estado.
No queremos decir por eso que los cristianos, que los poderes y las dignidades que se atribuyen ese título lucharon en la historia contra la esclavitud y la abolieron; no, a veces hasta la sostuvieron. Pero lo que afirmamos es que el cristianismo transformó interiormente las valoraciones y los sentimientos humanos, que trajo un despertamiento tal de la conciencia que la esclavitud se hizo intolerable. Y aun los que dejaron de considerarse como cristianos beneficiaron del resultado de esa regeneración. Los más grandes filósofos de la antigüedad, Platón y Aristóteles, no alcanzaron a realizar la conciencia, que después del cristianismo se Lizo accesible a todo hombre de mediana condición.
El cristianismo fué realmente el primero en afirmar la libertad de conciencia. En la civilización antigua, en Grecia y Roma, la religión era estatista; el hombre dependía integralmente de la Urbe no gozaba de ninguna libertad espiritual. En las antiguas monarquías del Oriente, estaba definitivamente reducido a la esclavitud. Sólo el cristianismo afirmó por vez primera su independencia con respecto a la naturaleza, lo colocó en presencia de Dios y repudió el juicio del Estado y el de la sociedad externa en cuanto a sus relaciones para con su Creador. Negándose a adorar a César, los mártires cristianos conquistaron espiritualmente la libertad de conciencia.
Una grave objeción se presenta: el cristianismo en la historia se sometió al Estado, se hizo sis dócil instrumento; los poderes y las dignidades; cristianas tomaron de él la espada, quemaron herejes, se hicieron culpables de una Inquisición que era desconocida de la Grecia antigua. Pero estas, debilidades trágicas son debidas, no a lo que Dios reveló al hombre por medio de su Hijo Jesucristo, es decir, no a la esencia del cristianismo, sino que resultan totalmente de la receptividad, de la limitación humana, de una deformación de la revelación cristiana, que el hombre efectuó para sus propios fines. Todas ellas fueron secuela del paganismo, una desfiguración humana de la verdad del cristianismo, un atropello del Estado y de la sociedad bárbara a los derechos de la conciencia. Por eso cuando consideramos el papel jugado por el cristianismo en la historia, debemos tener menos en cuenta las acciones de los poderes y de los seres que se titularon cristianos, las de la jerarquía cristiana, que, por desgracia, se manifestó demasiado a menudo indigna del cristianismo, que la acción interior que ejerció la religión de Cristo en las almas, la vida emocional, la conciencia de los seres humanos.
La noción del hombre como ser caído y pecador que, impotente por sí mismo, espera un socorro del cielo, está lejos de agotar la doctrina cristiana relativa al ser humano. Y este punto, además, no es el más importante. Hay que convenir, sin embargo, que nunca se cae más que de una altura y por consiguiente, si pudo descender, es que en su origen el hombre estuvo colocado muy alto. Sólo un espíritu libre y no el esclavo de una necesidad natural, podía desprenderse de Dios. El hombre no es una gota en el océano de la vida natural, como tampoco es un producto de los procesos de la naturaleza, que desconoce toda libertad; el hombre lleva en sí la imagen divina, es el reflejo de la naturaleza suprema, es creación de Dios, hijo de Dios. Esta naturaleza superior no podía quedar irremediablemente destruida y aniquilada por la caída. La obra del Creador no podía desaparecer definitivamente. He aquí el punto esencial de la doctrina cristiana en lo que se refiere al hombre.
Como imagen del Creador del mundo, el hombre mismo está llamado a crear. El libro del Génesis nos demuestra que fué destinado a reinar en el mundo, a ser el cultivador y organizador de la tierra, a dar un nombre a toda criatura animada. La misma caída nos indica que gozó de una fuerza y de una libertad que podían orientarse hacia el bien lo mismo que hacia el mal. Pero el cristianismo nos enseña igualmente que el Hijo, que él mismo era también Dios, se hizo hombre, se encarnó elevando de esa manera la misma naturaleza humana a una altura prodigiosa, ofreciéndole la posibilidad de una deificación. El Hijo de Dios es también hombre; es el Hijo del hombre. He ahí por qué el hombre es Hijo de Dios, es adoptado por Dios. El misterio del cristianismo no puede por lo tanto humillar al ser humano, puesto que fist§ recibe a través de Cristo Dios-hombre, una fuerza creadora que le coloca por encima de la naturaleza.
El cristianismo popular, el de la masa media no ilustrada, alberga una profusión de elementos supersticiosos, de restos de paganismo que aparecen después del cristianismo y en el cristianismo, con aspecto aún más sombrío que en el antiguo paganismo pre-cristiano. Ese cristianismo aplasta y disminuye efectivamente al hombre, hace de él una tímida criatura. Lo que simplifica singularmente la tarea de la propaganda antireligiosa es que se dirige a la magia más bien que a la mística cristiana, a ese cristianismo convencional que no tiene nada que ver con el cristianismo puro cuya existencia parece ignorar.
Las otras religiones históricas — el judaismo, el islamismo, el brahmanismo — creían también en Dios. Pero el cristianismo, y solamente él, une a la fe en Dios una fe en el hombre, en el Dios-hombre. El sólo afirma un parentesco interior entre el hombre y Dios, la posibilidad de una unión entre lo divino y lo humano; él sólo cree que Dios desciende hasta el hombre y que el hombre se ¡eleva hasta Dios.
Esa es su particularidad principal, su rasgo específico. Lejos de ser la negación del mundo y del hombre, es la religión de la encarnación del espíritu y de la transfiguración del mundo. La conciencia religiosa de la India niega al hombre y Tiende a absorberlo en la divinidad «impersonal, mientras que la fe cristiana lo afirma, por el contrario, quiere transfigurarlo y prepararlo para la eternidad. La Iglesia rechazó el quietismo que profesaba la pasividad absoluta del hombre y repudió las doctrinas que negaban la acción de su libertad. El hombre no puede ser activo, no puede apoderarse de los elementos de la naturaleza en sí y alrededor de sí, no puede Uegar a ser el organizador del mundo, sino cuando no sea tan sólo el producto del medio natural y social, cuando posea un principio espiritual elevado por encima de la naturaleza, principio que sea al mismo tiempo activo e independiente de las reacciones exteriores. Empero, mientras que el materialismo no le concede lugar ninguno a ese principio interior, activo y espiritual, eso es precisamente lo que nos enseña el cristianismo, la existencia de tal principio.