Um quarto texto (além do Gênesis, Apocalipse e Cidade de Deus) é essencial para a compreensão do paraíso cristão, A hierarquia celeste, mencionado pela primeira vez em Constantinopla em 532, ao longo de uma controvérsia. Nessa época, atribuíram-se vários tratados teológicos, entre os quais A hierarquia celeste, a Dionísio, o Areopagita, convertido por são Paulo em Atenas e que se tornou, segundo a tradição, o primeiro bispo dessa cidade. Na realidade, o Pseudo-Dionísio parece ter sido um sírio que escreveu no fim do século V ou no começo do século VI. Aparentemente, era um neoplatônico convertido ao cristianismo.
O judaísmo antigo conhecia os querubins (um nome mesopotâmico) e os serafins. Depois, são Paulo distinguiu entre os anjos os "tronos", as "soberanias", os "principados" e as "autoridades" (Col 1, 16), aos quais acrescentou os "poderes" (Ef 1, 21), mas sem os hierarquizar. Em seguida, os Pais da Igreja interrogaram-se sobre o número das ordens angélicas. Cirilo de Jerusalém e Crisóstomo enumeraram nove delas. O Pseudo-Dionísio confirmou e autenticou essa cifra, que integrou a uma organização global do mundo celeste, explicando a razão de ser de cada uma das nove ordens. Pretendendo dever seu ensinamento a são Paulo e aos "santos teólogos", ele tentou, na "medida de suas forças", expor os "espetáculos angélicos". Dividiu a corte celeste em nove coros e os repartiu entre três hierarquias superpostas, situando o primeiro coro na vizinhança imediata de Deus, e o último, na dos homens. Retomava assim, criatianizando-o, o tema neoplatônico da "emanação" do Bem transcendente:
Os teólogos mostram claramente que, entre as essências celestes, as ordens inferiores aprendem convenientemente com seus superiores tudo que concerne às operações divinas, enquanto as ordens mais elevadas são iniciadas, tanto quanto podem sê-lo sem sacrilégio, pelas próprias luzes das que possuem uma posição mais elevada que a sua, e aprendem (com elas) que Deus é o Senhor das potências celestes, o Rei glorioso, a Tearquia (= a Divindade).
Assim, as três hierarquias e, nestas, as nove ordens, estão ligadas à maneira dos elos de uma corrente. "A pureza, a iluminação e a perfeição" que emanam de Deus comunicam-se da ordem superior até a última das ordens inferiores, e destas aos homens. A primeira hierarquia compreende os "serafins", espíritos de fogo e de amor, os "querubins" plenos de ciência divina e os "tronos", também eles estabelecidos no patamar mais elevado do céu. A segunda é composta das "dominações", que estão constantemente a serviço de Deus e dominam os outros espíritos, das "virtudes", que comunicam a força divina às ordens inferiores, e das "potestades", que prestam aos outros sua ajuda benévola. Enfim, a terceira hierarquia inclui os "principados", os "arcanjos" e os "anjos", estes últimos em contato direto com os humanos. O corpus aroepagiticum compreende igualmente um tratado consagrado à "hierarquia eclesiástica", segundo o qual os eleitos serão "dispostos em ordens sobrepostas" no céu da mesma maneira que os espíritos angélicos.
O Pseudo-Dionísio tornou-se rapidamente uma autoridade inconteste, cuja importância histórica foi comparada à de santo Agostinho e de santo Tomás de Aquino. Em 593, Gregório Magno descreveu uma ordenação dos anjos inspirada na de A hierarquia celeste. Em 758, o papa Paulo I mandou entregar uma cópia das obras do Areopagita a Pepino, o Breve, e, em 827, o imperador de Constantinopla enviou um exemplar delas a Luís, o Piedoso. Traduzidas para o latim, as obras do Pseudo-Dionísio foram objeto de sucessivos comentadores, especialmente de João Escoto Erígena (por volta de 860), depois, no século XIII, de Alberto Magno, de são Boaventura, de santo Tomás de Aquino e de Duns Escoto. Essa lista, de modo algum exaustiva, mostra que a hierarquia angélica estabelecida pelo Pseudo-Dionísio foi aceita tal qual pelo conjunto dos especialistas, tanto pelos autores das grandes sumas teológicas dos séculos XIII-XIII quanto pelo jesuíta Suarez no século XVII. Compreende-se essa aceitação se se pensa no longo sucesso do corpus dionysiacum, que alimentou toda a mística medieval e do qual Marsilio Ficino deu nova tradução no século XV. A classificação dos nove coros celestes ultrapassou, em todo caso, o círculo dos teóricos, difundindo-se amplamente na iconografia catequética, nos escritos dos visionários e na literatura. [[Jean Delumeau: O que sobrou do paraíso?]
A HIERARQUIA DOS SERES
1.° Dios. Dionísio insiste en la rigurosa jerarquía en que se escalonan los seres por grados de perfección, que van descendiendo desde Dios hasta llegar a las últimas criaturas.
Subraya vigorosamente la absoluta trascendencia de Dios y su distinción del mundo y de todas las cosas. Dios no es ser, sino supraser (hyperon), supraesencia (hyperousia), suprabién (hyperagathon), supravida (hyperbios), supradiós (hypertheos).
Dios en sí mismo es ser. Pero, considerado en relación a las criaturas, es, ante todo, bien, cuya característica es la tendencia a difundirse y comunicarse. La descripción dionisiana de la divinidad evoca un poco la del bien, sol de las ideas, del platonismo, insistiendo en la propiedad difusiva de la luz.
Dios es esencialmente uno y único. Por esto, más que ser, es preferible llamarlo uno. Su unidad excluye toda clase de multiplicidad. Es el concepto que lleva a un conocimiento más puro de la divinidad.
Dionísio concilia en forma perfectamente ortodoxa la unidad de Dios con el dogma trinitario. En Dios se da un doble orden de procesiones (proodos). Unas internas, por las cuales se constituyen las tres divinas personas, cuya multiplicidad no destruye, antes bien corrobora su unidad esencial. Y otras externas, que consisten en una actividad de Dios hacia fuera, de donde resulta la multiplicidad de las criaturas. Admite la creación, evitando cuidadosamente el emanatismo neoplatónico, aunque no siempre acierte a ser feliz en sus expresiones. Las criaturas no proceden de Dios por emanación, sino por creación, y son sustancialmente distintas de su primer principio.
A la manera de Filón, coloca las ideas en la inteligencia divina. Dios es la causa ejemplar, el principio y el fin de todas las cosas. Todas las cosas posibles están representadas en las ideas divinas, que son los arquetipos (proosismoi) de todos cuantos seres puede producir Dios. De esta manera, todos los seres y todas sus perfecciones se contienen de una manera sobreeminente en Dios, que es la causa suprema de todas las cosas. «Esse omnium est superesse divinitas».
De esta manera, el mundo, con su rica y ordenada variedad de seres, es una manifestación, una teofania, de las perfecciones de Dios. Una irradiación de su luz, un efluvio de su bondad, de la cual participan todas las cosas, aunque de manera desigual, y su grado jerárquico depende de la mayor o menor intensidad de esa participación.
Siendo Dios el principio supremo, es también el último fin de todas las cosas, incluso de las materiales. Todos los seres deben retornar a El, cada uno a su modo y conforme a su naturaleza.
Dionísio conserva la imagen clásica del universo griego, concebido como una serie de esferas superpuestas, a las cuales corresponden los grados de perfección de los seres que en ellas habitan, y completa esta imagen jerárquica con el concepto de un Dios trascendente, que penetra todo el universo con los rayos de su presencia y de su bondad, a manera del sol, cuya luz se difunde por igual en todas direcciones. Dios está presente en todos y cada uno de los seres, si bien cada uno lo participa según su modo propio, en la medida de sus fuerzas y méritos. «Cada uno de los órdenes que viven cerca de Dios es más conforme a Dios que aquel que está más lejos. Pero no te imagines que se trata de una proximidad en el espacio. Yo entiendo por proximidad la mayor aptitud para recibir los dones divinos».
Esta jerarquía y proporción ontológica entre los seres del universo visible e invisible es el fundamento de la proporción gnoseológica Analogia). De este modo puede ascenderse, mediante el discurso racional, de los seres visibles a los invisibles. Pero Dionísio admite, además, otro conocimiento más directo de Dios, basado en su presencia en todos los seres del mundo. De esta manera, la parte más alta del alma puede elevarse directamente de manera intuitiva al conocimiento de Dios, que es la unidad presente en todas las cosas.
Esta idea de la trascendencia divina y de la participación de las criaturas en grados descendentes es el fundamento de la jerarquía de los seres. Dios queda fuera y separado de todo el universo creado, que comprende dos grandes sectores: el celeste (De caelesti hierarchia) y el terrestre.
2.° El mundo celeste. Al orden celeste pertenecen tres jerarquías angélicas, cada una de las cuales se divide en tres sectores distintos, componiendo un total de nueve coros:
a) serafines, querubines, tronos, que solamente contemplan a Dios;
b) dominaciones, virtudes, potestades, que tienen cuidado del mundo en general;
c) ángeles, arcángeles, principados, que cuidan de los hombres en particular.
Los ángeles son inteligencias puras, simples, espirituales, dotadas de un triple movimiento: uno circular (kuklikos), que los hace girar incesantemente en torno al resplandor eterno del bien y la belleza divinos. Otro recto (kat'eutheian), por el cual ejercen su misión providencial sobre las naturalezas inferiores. Y otro mixto, oblicuo o helicoidal (elikoeidos), que, por una parte, los inclina hacia sus subalternos, y por otra, los mantiene fijos en su tendencia hacia el bien y la belleza.
La primera jerarquía angélica recibe directamente de Dios el ser, el bien, la belleza, la pureza, la perfección y la luz. A su vez, la comunica a la segunda, y ésta a la tercera, de la cual pasa a las naturalezas inferiores de la jerarquía terrestre.
Los seres de cada grado jerárquico tienen una doble misión. Por una parte, la de tender cada uno individualmente hacia el Bien. Y, por otra, la de comunicarlo a sus inferiores, ayudándolos a ascender y elevarse a su propio grado. «El bien común de toda jerarquía consiste en este amor continuo de Dios y de los misterios divinos, que produce en nosotros la presencia unificante de Dios mismo». Ese don es inmaterial en los seres celestes. Pero en el orden humano se expresa en los símbolos e instituciones eclesiásticas. «El sello no está todo entero ni idéntico en todas las impresiones. Yo respondo que esto no es por falta del sello, el cual se transmite entero e idéntico a cada uno, sino de la alteridad del participante, que hace desemejantes las reproducciones de un modelo único, idéntico y total». «Todo ser tiende hacia el bien y la belleza». «La bondad de Dios se extiende hasta las esencias más lejanas, en las cuales el bien no es más que un eco debilitado». Hasta «la materia participa del orden, de la belleza y de la forma». Esos dones divinos permanecen intactos incluso en la esencia de los demonios, pero oscurecidos, «porque sus poseedores han paralizado la facultad de ver el bien».
La luz. Los antiguos consideraban la luz como una entidad incorpórea que se difunde espontáneamente en todas direcciones. El sol, al difundirla, no pierde nada de su sustancia. En Plotino adquiere el sentido de un principio constitutivo de la esencia de las cosas: «Todo ser, en cuanto es, es luz». Dionísio toma este concepto del neoplatonismo, haciéndolo base de su ontologia y de su estética. El grado de ser y belleza de las cosas es equivalente a su grado de participación de la luz. De Dionísio lo recogerá Escoto Eriúgena, de quien pasará a Roberto Groseteste, al libro De Intelligentiis y a San Buenaventura, convertido en la forma primordial de todos los seres. Este efluvio descendente de ser, de belleza, de bondad y de luz llega hasta las naturalezas inferiores puramente materiales, las cuales participan, a su modo, de un destello de las perfecciones de Dios.
3.° El mundo terrestre. En el mundo terrestre se prolonga la jerarquía ordenada de los seres. El ser, el bien, la belleza y la luz van descendiendo de grado conforme se comunican a las naturalezas inferiores. Las más elevadas son las almas humanas, que están también dotadas de un triple movimiento: uno circular, por el cual abandonan las cosas exteriores, se concentran en sí mismas y se unen a los ángeles para dejarse conducir hasta la bondad y la belleza divinas. Otro oblicuo, por el cual son iluminadas por la ciencia divina, pero no por intuición, sino por deducción y raciocinio. Y otro recto, cuando el alma se sirve de las cosas exteriores, a manera de símbolos, para elevarse a contemplar la unidad en su simplicidad.
En su antropología, Dionísio se separa del platonismo en varios puntos. Niega la preexistencia y la transmigración de las almas. El cuerpo no es la cárcel del alma. Cuerpo y alma sostienen una «lucha en común» y realizan «una peregrinación fraternal». La carne es también un «miembro de Cristo, que algún día resucitará y será glorificado».
Unas veces distingue en el alma dos partes, pasiva y activa. La segunda viene a responder al hegemonikón de los estoicos. Y otras parece admitir más bien las tres almas platónicas: razón (logos), cólera (thymos) y concupiscencia (epithimia): También se inclina a Platón cuando prefiere el apeos (deseo amoroso) al agape (caridad). El eros es un impulso difusivo hacia el exterior que mueve al amante a salir fuera de sí mismo (ekstasis) para comunicarse a otros. En Dios se manifiesta como un impulso creador, descendente. Pero en el hombre tiene más bien sentido ascendente, hacia las realidades superiores, y en concreto hacia Dios, al cual tiende irresistiblemente la parte superior, que Dionísio, con una expresión que proviene de Proclo, llama la cima del alma (akrotes).
Dionísio rompe también los cuadros rígidos del necesitarismo griego, afirmando la libertad. El hombre no está aprisionado por ninguna ley de la naturaleza ni es arrastrado por las peripecias de una lucha cósmica. Es libre, y, con ayuda de Dios y de sus prójimos, puede conquistar el puesto que le corresponde en la jerarquía de los seres.
A la jerarquía eclesiástica dedica Dionísio un libro especial (De Ecclesiastica hierarchia). Señala tres grados, tratando de hacer resaltar su correspondencia con la celeste: a) obispos, a quienes corresponde la ordenación de sacerdotes; b) sacerdotes, a quienes compete la absolución de los pecados. Como intermedio intercala los monjes; c) diáconos, cuya misión consiste en velar por que no sean profanadas las cosas santas. [[Excertos de síntese da obra de Dionísio, feita por Guillermo Fraile]