Teofano o Recluso — Conselho aos Ascetas
APATHEIA
Entre los dones que Adán perdió por el pecado, nuestros monjes ambicionaban recobrar muy particularmente los de la apatheia y la gnosis. En primer lugar, la apatheia, don previo y necesario, según su estimación, para obtener el segundo.
No es fácil precisar el concepto de apatheia. Este vocablo presenta una infinidad de matices en los numerosos escritores cristianos que los usan, de tal manera que es prácticamente imposible dar de él una explicación unívoca que los abarque todos. Digamos, ante todo, lo que no es. A.J. Festugière la considera como el rasgo característico de esa espiritualidad que, según él, desarrollaron, al margen del Evangelio, escritores y maestros como Clemente de Alejandría, Orígenes, Gregorio de Nisa, Evagrio Póntico, el Pseudo Dionisio Areopagita y otros de menor cuantía. Pero una cosa son los vocablos y otra su significación, y cada día resulta más claro que la espiritualidad cristiana de la antigüedad se sirve de gran número de voces platónicas, estoicas y plotinianas para expresar conceptos perfectamente cristianos. Así, es cierto que todos los autores de algún modo afiliados al platonismo coinciden en hacer de la apatheia el objeto de la virtud y en considerar la katharsis, o purificación, el medio para llegar a ella. Evagrio, ciertamente el autor del desierto que más ensalzó la apatheia, enseña expresamente que “va acompañada de humildad y de compunción, de lágrimas, de un inmenso deseo de Dios”. Y en otro lugar dice claramente que el verdadero monje, lejos de sentir indiferencia hacia los otros hombres, se alegra de su felicidad. “Bienaventurado el monje que mira con alegría la prosperidad y progreso de todos los hombres como si fueran propios”. ¿Dónde está, pues, la famosa insensibilidad? Nada más lejos de nuestros maestros que pretender insensibilizar al hombre y destruir el corazón y lo que hay en él de más humano.
Apatheia tampoco significa, en los escritores monásticos ortodoxos, “impecabilidad”, sentido que le ¿tribuían los euquitas y pelagianos. Pelagio, en efecto, la define como un estado que confiere al alma, al menos de hecho, la posibilidad de no pecar más. Y, efectivamente, la total suspensión de las pasiones y la ausencia de pecado están muy relacionadas entre sí, ya que el pecado es hijo del deseo. Pero esta doctrina fue duramente combatida por San Jerónimo y San Agustín; y Casiano a pesar de conocer muy bien el concepto a fuer de discípulo de Evagrio, no se sirve jamás de la voz apatheia, en toda su obra literaria, con la evidente intención de evitar cualquier equívoco.
Descartadas estas falsas explicaciones, intentemos poner en claro este concepto. Según la doctrina origenista, el nous era otológicamente isággelos (igual a los ángeles) en el principio, lo que equivale a decir que no existía el estado humano propiamente dicho. Esto, evidentemente, es erróneo. Pero, antes de la desobediencia, la unión de la materia y del espíritu no imponía a Adán las condiciones de la materia, sino que el cuerpo servía dócilmente al alma. Adán era apatheia del hombre, y éste, arrojado del paraíso, fue en adelante víctima de sus pasiones. Pero vino el Cristo apathés, como lo llaman los Padres, libre de toda debilidad emocional, para hacer partícipes de este don a los hombres. El mismo Señor, es, pues, la verdadera fuente de la apatheia cristiana. El alma apathés se convierte en esposa de Cristo, quien la conduce al “gozo de la apatheia”.
El pensamiento de Evagrio Pontico sobre la apatheia ha sido objeto de un reciente, breve y sustancioso estudio de A. Guillaumont. La apatheia constituye “la noción central” de la doctrina ascética del filósofo del desierto, quien introdujo el término y el concepto en la literatura monástica. Es, según él, “la salud del alma”, y se alcanza más precisamente cuando las tres partes constitutivas de la misma — según la teoría platónica, que Evagrio, como tantos otros, acepta plenamente — son curadas y obra cada una según su propia naturaleza. En realidad, lo que hay que devolver a la salud para llegar a la apatheia son la parte irascible y la parte concupiscible, donde residen las pasiones, que, conforme a la doctrina estoica, son las enfermedades del alma. Una vez realizada la purificación, la parte racional del alma, esto es, el nous o esencia del ser razonable, ya no se halla “oscurecida” por los pensamientos originados por las pasiones y puede ejercer libremente su función natural, que es la de conocer. Apatheia y estado virtuoso son una misma cosa, pues la virtud también puede llamarse la salud del alma. En cada una de las partes de ésta reinan entonces las virtudes correspondientes: la prudencia, la inteligencia y la sabiduría, en la parte racional; la continencia, la abstinencia y la caridad en la concupiscible; el coraje y la perseverancia, en la irascible; la justicia, en el alma entera. No es, pues, la apatheia algo meramente negativo: engendra la caridad y constituye el requisito esencial para la contemplación. Como se ve, Evagrio Póntico no quiere hacer del hombre ni una piedra ni un dios. Su objetivo no es insensibilizarlo y deshumanizarlo, sino procurarle la perfecta libertad; la comunión con Dios por la contemplación. Los signos de que se posee la apatheia son la oración sin distracciones, la paz del alma, el apaciguamiento de las capas profundas de la conciencia, que se manifiesta especialmente en la calma de que se disfruta incluso durante el sueño, y la capacidad de juzgarse objetivamente. Aunque no puedan considerarse como infalibles, estos indicios constituyen, en conjunto, un criterio precioso.
Tal vez bajo la influencia de Evagrio, y, en general, del pensamiento alejandrino, los padres del yermo conocieron la doctrina e incluso el nombre de la apatheia, como lo atestiguan, por ejemplo, la Historia lausiaca, de Paladio, y, con mayor fundamento, las colecciones de Apotegmas de los padres, tiene manifestaciones asimismo muy rudas. A los ascetas llegados a esta cumbre de la vida espiritual, nada les inquietaba, ni agitaba, ni espantaba, ni turbaba en lo más mínimo.
Isaías de Gaza — o de Escote — , por citar todavía otro testigo de la tradición monástica, concibe la apatheia plenamente cristiana como camino bienaventurado de la laboriosa conversión moral y profunda transformación del ser humano: “En el camino de la virtud hay caídas, pues existe el Enemigo; existen cambio y variación, existen abundancia y restricción, existen imperfección y desánimo, existen alegría y pena del corazón; existen melancolía y tranquilidad de corazón; existen progreso y sujección. Es un viaje hasta que llegues al reposo. Mas la apatheia está libre de todas estas cosas. No tiene necesidad de nada. Pues está en Dios, y Dios en ella. Ya no conoce la enemistad, ni caídas, ni incredulidad, ni esfuerzo para guardarse, ni el temor de las pasiones, ni deseo alguno de nada, ni ninguna pena causada por el Enemigo. Sus glorias son grandes e innumerables”.
Tal es la famosa doctrina de la apatheia que se enseñaba en los desiertos y monasterios de la antigüedad y llegó a ser clásica, sobre todo en el monacato de Oriente. Al término del combate espiritual, el asceta se convierte, de empathés (sujeto a las pasiones) en apathés (libre de pasiones); llega a ser “casto”‘ y “manso”, esto es. libre de la tiranía de las pasiones del apetito concupiscible y del irascible. Por eso, cuando leemos en las historias monásticas que un asceta es “casto y manso’”, debemos entender que ha alcanzado la apatheia, que es un prácticos consumado y, por lo menos en potencia próxima, un auténtico gnósticos.
La restauración de la unidad, la integración de todos los movimientos del psiquismo humano de suerte que toda su energía se concentre en amar a Dios y al prójimo con facilidad y espontaneidad, produce una perfecta estabilidad moral, una pacificación profunda del alma. A este estado dieron nuestros maestros el nombre de apatheia, que incluye en sí el concepto de anapausis (reposo, descanso), voz usada también muchas veces por los espirituales de Oriente como término técnico para designar la perfección espiritual.