Gerard de Champeaux e D. Sébastien Sterckx — Introducción a los símbolos
Excertos do Capítulo 7
La vision de San Juan
Antes de comenzar, en el capítulo 5 de su Apocalipsis, el relato simbólico de los tiempos históricos de la salvación y de las intervenciones salvíficas de Dios, el apóstol San Juan describe detalladamente una visión que constituye el telón de fondo de su obra; es la decoración más frecuente de las grandes obras románicas. Como la visión de Jacob, se sitúa en el marco de una contemplación del cielo. «Después tuve una visión. He aquí que una puerta estaba abierta en el cielo… Yo caí en éxtasis. Vi que un trono estaba erigido en el cielo, y uno sentado en el trono… El que estaba sentado en el trono era de aspecto semejante a la esmeralda». Dios no se deja describir en ninguna forma humana, y Juan no puede sino relatarnos la apariencia luminosa, ya que la luz es uno de los símbolos bíblicos del mundo celeste. El trono localiza la aparición celeste y basta para revelar la presencia del Todopoderoso. Es el punto fijo, el verdadero centro inmóvil de la visión, en torno al cual gravita todo. En adelante, para designar a Aquel cuyo nombre es inefable, al Indescriptible, dirá Juan: «El que se sienta en el trono». «Vi veinticuatro tronos alrededor del trono, y sentados en los tronos, a veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas… Alrededor del trono hay cuatro Vivientes tachonados de ojos por delante y por detrás. El primer Viviente es como un león; el segundo Viviente, como un novillo; el tercer Viviente tiene rostro como de hombre; el cuarto Viviente es como un águila en vuelo. Los cuatro Vivientes tienen cada uno seis alas y están tachonados de ojos por delante y por detrás». Estamos en presencia de una grandiosa liturgia celeste, que alaba al creador y señor del cosmos (en los capítulos siguientes su alabanza se extenderá a las intervenciones históricas de Dios salvador). Los cuatro Vivientes «repiten sin descanso día y noche: Santo, Santo, Santo, Señor, Dios todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir». Celebran así su trascedente santidad, su soberanía absoluta sobre la creación, su eterna preexistencia. «Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al qué está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos, y arrojan sus coronas delante del trono (símbolos del gobierno del mundo de que Dios los ha investido y por lo que le deben reverencia) diciendo: «Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir el honor, la gloria y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad, no existía y fue creado». Viene luego la entrada en escena del Cordero a quien «el que se sienta en el trono» entrega el libro de los destinos del mundo. El Cordero es el Verbo encarnado, que da a Dios forma visible: es Cristo, que la mayoría de las veces será representado por los imagineros en forma humana, pero en medio de los 4 Vivientes y de los 24 Ancianos. La liturgia celeste se amplía hasta abarcar todo el universo, puesto que a los Vivientes y a los Ancianos se añaden los Angeles y todas las criaturas. «Y en la visión oí la voz de una multitud de Angeles alrededor del trono, de los Vivientes y de los Ancianos. Su número era miríadas y millares de millares, y decían con fuerte voz: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza». Y toda criatura del cielo, de la tierra, de debajo de la tierra y del mar, y todo lo que hay en ellos, oí que respondían: «Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos». Y los cuatro Vivientes decían: «Amén; y los Ancianos se postraron para adorar».
La creación entera está allí, en el seno del firmamento abierto, jerárquicamente ordenada en torno al trono del Todopoderoso, rindiéndole eterno homenaje, alabanza y gloria. Indudablemente, nunca sabremos con exactitud si Juan quiso describir con mayor precisión las jerarquías celestes de los ángeles, incluso de los elegidos, o más bien un prototipo celeste del culto terreno (por ejemplo, evocando mediante los 24 Ancianos el número 24 que caracterizaba a la organización cultual davídica)… Por el contrario, difícilmente se podrá discutir que haya utilizado para expresar su construcción teológica el fundamento simbólico de una grandiosa liturgia cósmica.
El 4 y el 24 son los dos ritmos fundamentales de los ciclos de la naturaleza: el cuaternario de las estaciones y la división del período diario en 24 horas. Se perfila así la imagen dinámica del mundo de que hemos hablado, y que fue patrimonio común de la Antigüedad: la de la esfera universo que efectúa su círculo litúrgico alrededor del Eterno inmóvil que la mueve. Pero la expresión temporal de su animación es correlativa a la extensión espacial, y sabemos que el cuaternario de las constelaciones cardinales que señalan los solsticios y los equinoccios está ligado al cuaternario de los cuatro orientes del espacio.
Finalmente, es este cuaternario fundamental el que caracteriza con mayor fuerza a la visión, confiriéndola, en el plano natural, su simbolismo cósmico de universalidad y, en el plano teológico correlativo, su significación de plenitud totalizadora del orden creado. La calidad de los Vivientes es, en cierto sentido, de menor importancia que su número de 4. El autor repetirá con muchísima frecuencia este número en el resto de su obra, y siempre para sugerir la idea de Universalidad. En el capítulo 6, por ejemplo, aparecen sucesivamente 4 jinetes, anunciando 4 grandes plagas y montando 4 caballos, cuyos arreos tienen los cuatro colores tradicionales de los cuatro puntos cardinales (blanco, rojo, negro y verdoso); se significa de este modo la universalidad de las plagas que van a azotar a toda la tierra. Al comienzo del capítulo 7, ceden el lugar a 4 ángeles destructores, de pie en los cuatro extremos de la tierra: el simbolismo se hace entonces más claro que nunca. Al final del libro, el último cuaternario es el de las cuatro murallas de la Jerusalén celeste, que es cuadrada; murallas que miran a los cuatro puntos cardinales y llevan tres puertas cada una, sobre las que están grabados los nombres de los doce Apóstoles del Cordero, herederos tipológicos de las doce tribus de Israel. Estas prefiguraban ya la totalidad del universo espiritual. Representaban a todo el pueblo de Dios, al que la mentalidad semita no puede concebir sin la tierra que habita o habrá de habitar un día, la Tierra prometida, figura a su vez del cosmos restaurado.
Todo esto lo prefiguraba ya la disposición del campamento de los hebreos que realizan su éxodo a través del desierto. Los textos nos permiten formarnos una idea exacta acerca de ello: es la del esquema cósmico que hemos encontrado por doquier. En el centro, la Tienda del encuentro, que sirve de templo móvil, y a donde baja YHWH para hacerse presente a su pueblo o para dar sus órdenes a Moisés. Alrededor de la Tienda, según una disposición en cuadrado, las doce tribus de Israel agrupadas en cuatro campamentos de tres tribus. Esta ordenación perfecta no es invención de Moisés, sino que éste la recibió de Dios. «Habló YHWH a Moisés y le dijo: Los israelitas acamparán cada uno bajo su bandera, bajo las enseñas de sus casas paternas, alrededor de la Tienda del Encuentro, a cierta distancia. Al Este, hacia levante, acampará la bandera del campamento de Judá… Junto a ella la tribu de Isa-car…, luego la tribu de Zabulón. Marcharán en vanguardia. Al Sur, la bandera del campamento de Rubén… Acamparán junto a él la tribu de Simeón… y la tribu de Gad. Marcharán en segundo lugar. Partirá luego la Tienda del Encuentro y el campamento de los Levitas en medio de los demás campamentos. Al Oeste, la bandera del campamento de Efraín… Junto a ella la tribu de Manasés. Al otro lado la de Benjamín. Marcharán en tercer lugar. Al Norte, la bandera del campamento de Dan… Junto a él acampa la tribu de Aser… Al otro lado la tribu de Neftalí. Se pondrán en marcha los últimos» (Libro de los Números, cap. 2). Se ve cómo el campamento se anima y se pone en marcha progresivamente según un orden circular que comienza por Oriente: es el sentido del sol que se eleva y da vida a la tierra. Las tribus de Israel fueron puestas con frecuencia en relación con los doce signos del zodíaco que el sol recorre en un año. El campamento hebreo es un cosmos sacralizado. Su orientación es hacia levante, como lo será la del Templo de Jerusalén, el templo de piedra que sustituirá al templo móvil provisional del Exodo, que prefiguraba a aquél. La disposición fundamental de las doce tribus agrupadas en cuadrado, por tres en cada punto cardinal, sobrevivirá en el plano del templo ideal imaginado por Ezequiel y luego, finalmente, en la Jerusalén del cielo descrita por San Juan en el Apocalipsis. Es también la que aparece veladamente, reducida a su expresión más simple, bajo la forma de los cuatro Vivientes que rodean el trono del Eterno, en la gran visión inaugural del capítulo 4.
Ahora estamos en condiciones de penetrar más profundamente en el simbolismo de esta disposición. Veremos en las páginas siguientes cómo está en relación con el carro divino, al que tantas religiones han hecho trono de la divinidad y punto cósmico en el que se unen las virtudes de las cuatro direcciones cardinales. Por un procedimiento, que le es muy característico, Ezequiel introducirá también en su libro la noción de carro de Yahveh, que ha de aclararse con la simbólica judía. «Dadas las analogías que vinculan el zodíaco con las doce tribus de Israel, no dejará de tener cierto interés conocer, por un targum del Pseudo-Jonatán, que las tribus de Israel se agrupaban de tres en tres bajo un mismo emblema. Había así cuatro emblemas, que eran precisamente los del tetramorfos: Isacar, Zabulón, Judá: león; Rubén, Simeón, Gad: hombre; Efraín, Manasés, Benjamín: toro; Dan, Aser, Neftalí: águila… La tradición judía hace corresponder a cada uno de esos seres las letras del nombre divino YHWH: Y corresponde al hombre, H al león, V al toro y la segunda H al águila. Este carro simboliza las acciones divinas en el mundo; es otra expresión de la revelación natural o cósmica, actuando la Voluntad del Verbo tanto sobre el mundo sensible como sobre el mundo sobrenatural: él constituye y conserva toda cosa» (Hani, 81 y 82). Encontramos, pues, en el orden de la simbología judaica lo que ya hemos comentado ampliamente en el orden de los grandes símbolos naturales: la relación constante y natural entre el Uno trascendente (YHWH, el polo celeste) y el cuaternario de su manifestación y de su acción en el mundo creado.
La interpretación que San Ireneo (+ 202) dio del tetramorfos y que la Iglesia hizo suya después de él, se sitúa en la prolongación de esta línea. En la misteriosa aparición surgida del cielo entreabierto, en medio de los cuatro Vivientes, Ireneo, refiriéndose a los símbolos tradicionales del universo en la Antigüedad, reconoció la manifestación universal de Dios a los hombres atentos, siendo ésta la figura del anuncio de Cristo al mundo por los cuatro evangelios. «No es admisible, dice, que haya más de cuatro evangelios, ni tampoco menos. Son cuatro las regiones del mundo en que vivimos y cuatro los vientos de los puntos cardinales… Por lo cual es evidente que el Hacedor de todas las cosas, el Verbo, que está sentado sobre los querubines (los Vivientes de la visión) y sostiene el universo, cuando se nos manifestó a los hombres, nos dio su Evangelio bajo cuatro formas, pero sostenido por un solo espíritu… Los querubines tienen, en efecto, cuatro figuras (león, toro, águila, hombre) y sus semblantes son imágenes de la actividad del Hijo dé Dios». Ireneo expone luego el parentesco de los evangelistas con los Vivientes; claro está que es puramente arbitraria y sólo tiene verdadero interés en iconografía; tras una ligera modificación este parentesco se perpetuó a través de los tiempos hasta nuestros días. El águila se le atribuyó a Juan, el toro a Lucas, el león a Marcos y el ángel-hombre a Mateo.
Un hermoso texto de Hipólito de Roma, martirizado en 235, hace la síntesis de lo anterior con la simbólica de los ríos del paraíso. «Edén es el nombre del nuevo jardín de delicias… Corre en ese jardín un río de agua inagotable. Cuatro ríos salen de él y riegan toda la tierra. Esto mismo ocurre con la Iglesia. Cristo, que es el río, es anunciado en el mundo por los cuatro evangelios» (Comentario sobre Daniel, I, 17).
La imagen del mundo heredada de la Antigüedad se ha convertido en imagen cristiana del cosmos evangelizado. Este mundo emana de Cristo, «artífice del universo» y centro de la nueva creación, que se sienta en un trono rodeado de los cuatro Vivientes orientados hacia los cuatro puntos cardinales, simbolizando la difusión del mensaje de los cuatro evangelistas a los cuatro extremos del mundo.