Revelación

Si el intelecto hundido en el corazón del hombre, purificado e iluminado por la gracia, se hace capaz de comprender inmediatamente el lenguaje de la Revelación y de la metafísica tradicional, concebirá la Divinidad (la Deidad o el Hyperthéos) como el Principio supremo, eterno e inmutable, que contiene a todos los seres en modo principial, arquetípico e indestructible. A este nivel, la «muerte de Dios» o la «muerte del hombre» no tienen ningún sentido. Pero cuando los seres «salen» –ilusoriamente por otra parte– del Principio supremo, del que no habían salido más que en modo ilusorio, es entonces cuando se puede decir, con el Maestro Eckhart, que «Dios desaparece», y que el hombre, tal como lo conocemos en su modalidad existencial, corporal o psíquica, desaparece igualmente (Véase nuestro trabajo «Le Mystére de la deité chez Maître Eckhart et saint Denys l´Areopagite» (Traité I.5) en «Introduction à l´ésotérisme chreétien, París, Dervy, 1979.). 247 Abbé Henri Stéphane: EL SENTIDO DE LO SAGRADO

A menudo solo se retiene de la primera epístola de san Juan que «Deus caritas est»; es evidentemente, si se quiere, la cumbre de la Revelación, de ahí el resto se destila según la dialéctica del Amor: creación, caída, redención, gracia, etc., y el Amor aparece con su complemento inseparable, la Cruz y el desapego absoluto y total. San Juan de la Cruz encarna este doble aspecto; él es esencialmente el Doctor del Amor y de la Cruz. 479 Abbé Henri Stéphane: DIOS ES LUZ

La Revelación vino para volver a enseñar al hombre a leer en las cosas y en si mismo el lenguaje divino del Verbo Creador, a reencontrar en ellas y en si su verdadera esencia que es divina. Así Dios es Luz; el Verbo es «la Luz que luce en las tinieblas» y que «ilumina a todo hombre» (Juan I, 5-9); en lenguaje teológico, esta Luz que ilumina la inteligencia del hombre, es la fe, y son también los dones de a Ciencia, de la Inteligencia y de la Sabiduría, siendo esta a la vez Luz y Amor. Bajo la influencia de estos dones, el alma aprende a reencontrar en si y en todas las cosas la verdadera Realidad que es Dios; ella alcanza así la contemplación y todas las cosas le hablan de Dios, de este Verbo que, en cada instante de la eternidad, le confiere la existencia. Ella llega así al conocimiento del misterio, del cual el apóstol afirma que tiene la inteligencia (Ef. III,3): es el misterio del Verbo y de la Creación de todas las cosas en el, el misterio del Verbo Encarnado y de la Restauración de todas las cosas en él: «Reunir todas las cosas en Jesucristo, aquellas que están en los cielos y aquellas que están en la tierra» (Ef. I, 10) 485 Abbé Henri Stéphane: DIOS ES LUZ

En definitiva todo el «mal» viene del desconocimiento o de la ignorancia de esta verdad fundamental. A partir del momento en el que el «receptáculo» se toma por algo diferente de un «receptáculo» y se afirma como una realidad autónoma, se «declara en rebelión» de alguna manera contra su «destino», revuelta por lo demás ilusoria, ya que a los ojos de Dios él siempre será tan solo un «receptáculo». Uno puede preguntarse evidentemente como una revuelta, incluso ilusoria, puede –o ha podido– producirse, aunque solo sea al nivel del mundo manifestado, puesto que la Esencia divina no podría estar afectada; pero una cuestión tal es insoluble «racionalmente», ya que esto, en el fondo, lleva a preguntarse por qué ciertas posibilidades «no existentes» (En el sentido de «todavía no manifestadas» como se ha dicho más arriba.) in divinis han podido manifestarse y por lo tanto afirmarse en tanto que realidades aparentemente separadas de Dios, a un nivel de existencia tal que el nuestro, por ejemplo. Esta cuestión no comporta otra respuesta que la que sigue: es en virtud de un cierto «contenido» de su «arquetipo» que ciertas posibilidades se manifiestan a diferentes niveles de existencia. Este «contenido» no podría manifestarse, según ciertos modos, y esto en virtud de la Infinidad de la Posibilidad Universal. Es por tanto en virtud de una cierta «necesidad» como los diferentes mundos han «aparecido», cualesquiera que sean además las consecuencias aparentemente «incomodas» de su «afirmación» en modo manifestado; pero estas consecuencias no son incomodas más que en virtud de una ignorancia que puede ser vencida gracias a la Revelación de la Esencia –o del Verbo-Intelecto– Revelación que «niega» la afirmación ilusoria del mundo por «Su afirmación de Si mismo»: «No piensen que vine a poner paz sobre la tierra: no vine a poner paz, sino espada» (Mateo X, 34) 619 Abbé Henri Stéphane: EL SENTIDO DE LA VIDA

No se trata solamente aquí de los diversos modos posibles de la Revelación, no siendo el modo histórico más que uno particular, adaptado al «momento cósmico», sino que se trata de la Revelación esencial de Dios a si mismo, que es el Prototipo supremo de todos los modos de «revelaciones» posibles; cuando Dios se revela a un mundo particular como el nuestro, él se reviste, de alguna manera, de un «velo», con el fin de que este mundo no quede «aniquilado» por la «fulguración» súbita de la Gloria divina, como debe serlo el Día del Juicio. Las diversas «teofanías» del Antiguo Testamento y la del Nuevo Testamento, que es la manifestación del «servidor de YHVH», del «Hijo del Hombre», del «Mesías sufriente», ponen claramente en relieve la diferencia entre estas «teofanías» veladas y la de «el fin de los tiempos» donde el mismo «Hijo del Hombre» aparecerá en su Gloria (Mateo XXIV, 30). Pero esta última teofanía no es todavía más que la de «el fin de un mundo», si bien que en definitiva todas estas «epifanías» son solamente determinaciones particulares, y por eso mismo símbolos, de la Epifanía Suprema, de la Teofanía de las teofanías, que es la Revelación esencial de Dios a si mismo. 621 Abbé Henri Stéphane: EL SENTIDO DE LA VIDA

Pero, por lo mismo que la «revelación histórica» del Verbo supone un plan de manifestación, que es el nuestro, por lo mismo que la Revelación esencial in divinis supone el «Puro Receptáculo» de la Posibilidad Universal, que, por una parte, permite esta Revelación, y, por otra parte, gracias a esta Revelación, es «reintegrado» en la Esencia divina. 627 Abbé Henri Stéphane: EL SENTIDO DE LA VIDA

Tal es la Revelación esencial del Dios a Si mismo –al tajallî– semejante a un Sol Irradiante cuyos rayos luminosos no se posan en ningún objeto. 629 Abbé Henri Stéphane: EL SENTIDO DE LA VIDA

La misa, que es el acto central de la liturgia cristiana, puede ser vista bajo múltiples aspectos. Puede decirse en primer lugar que es la realización ritual o sacramental del misterio de la Iglesia, y que por ello mismo se vincula con el mysterium magnum, con el mysterium fidei y con el mysterium caritatis. También puede decirse que abarca toda la Revelación judeo-cristiana, desde el sacrificio de Abel hasta la inmolación del Cordero – es decir, la Liturgia celeste tal como es descrita en la visión apocalíptica-, pasando por los sacrificios de Melkisedek y de Abraham, para culminar en el sacrificio de Cristo – el servidor de YHVH – y extenderse después en la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo, la verdadera tierra de Israel, el «pueblo de Dios», la asamblea de los Santos (Ecclesia), la auténtica Jerusalén, la Esposa sagrada, la Ciudad Santa del Apocalipsis, la Esposa del «Cántico», la Virgen Esposa y Madre, la Mujer eterna. Así considerada, la Iglesia es el «sacramento» de las Bodas místicas del Cordero y la Esposa (cf. Efesios, V, 21-24 y 32, Apoc., XXI, 2; XXII, 5). La misa es entonces esencialmente un misterio de unión, el matrimonio espiritual entre el Esposo y la Esposa. Añadamos enseguida que, si bien la misa presenta un aspecto «individual», en el sentido en que el alma de cada fiel debe realizar la unión mística con el Verbo divino, es todavía más importante no olvidar su aspecto «colectivo», donde precisamente debe «desaparecer» la individualidad, que encuentra así su verdadero culminación, gracias a la transformación o a la «transfiguración» que efectivamente realiza la unión con el Verbo divino por mediación de la Iglesia. 866 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA

Si se intenta caracterizar la liturgia ortodoxa, se puede decir que ella es esencialmente un reflejo de la Liturgia celeste. Si se precisa que es eminentemente escatológica y apocalíptica, hay que añadir inmediatamente que este Apocalipsis ( = Revelación) no es visto como un acontecimiento que vendrá en el futuro, sino que es «hecho presente» por la acción litúrgica y por el cuadro en el que ella se desarrolla. El Cristo Pantocrator, la Theotokos, los Angeles, los Santos están ahí, representados en los Iconos o las pinturas murales: el mundo celeste participa en la liturgia terrestre, si bien que no hay finalmente más que una Liturgia, a la vez terrestre y celeste, de la cual la Liturgia trinitaria, el Trisagion –la triple «acción de gracias» in divinis– es el prototipo eterno e inmutable. Es por eso, tras las oraciones penitenciales, que el diácono comienza por incensar los Iconos, después a los celebrantes (siendo la jerarquía eclesiástica la imagen de la jerarquía celeste) y finalmente el pueblo fiel. 921 Abbé Henri Stéphane: LITURGIA ORTODOXA

1. El Arte sagrado, que es una expresión o un modo de la Revelación, tiene como función la de «representar» – rendir presentes – las Realidades celestes, o los Arquetipos eternos de todas las cosas, y comunicar así al alma del contemplativo la virtud transformante, alquímica, santificante de la Luz Increada (La luz que los Apóstoles han contemplado durante la Transfiguración.) . el Arte sacro no es por lo tanto y de ninguna manera la expresión de la sicología individual del artista y de sus fantasías más o menos patológicas (Es equivalente decir que una obra de Arte tiene necesariamente un «contenido inteligible» en el sentido platónico en el que el mundo sensible no es más que un símbolo del mundo inteligible; la obra de Arte sacro «reenvía» a su Prototipo celeste y sirve así de «soporte de meditación» o de contemplación; el sujeto humano que contempla la obra es puesto así en relación, gracias al «contenido inteligible» de esta, con el Prototipo celeste correspondiente (la Virgen, Cristo, en el caso de un Icono). Todo esto supone que la obra de Arte es objetivamente conforme a su Prototipo y que el alma del contemplativo está purificada por la ascesis e iluminada por el don de la Inteligencia que permite romper los límites del mental y escapar a la vez al racionalismo y al sentimentalismo.). 1040 Abbé Henri Stéphane: VARIOS ESCRITOS SOBRE ARTE

El simbolismo es propiamente el lenguaje de la Revelación: debería de ser comprendido directamente por el hombre en estado de gracia, y, a este respecto, todo comentario en lenguaje ordinario es ya una concesión a la ineptitud o a la descalificación intelectual del hombre ordinario. El «timo» moderno representa el grado más bajo de todo esto. 1080 Abbé Henri Stéphane: VARIOS ESCRITOS SOBRE ARTE

En el origen, Dios habla al hombre por intermediación del Cosmos y, a este respecto, la «naturaleza virgen» es el soporte directo de la Revelación. En el devenir de los tiempos, la «caída» conlleva a la vez un oscurecimiento de la inteligencia humana y un endurecimiento del Cosmos: la naturaleza ya no habla más y el hombre ya no escucha: él no percibe más que las cosas más que en sus aspectos prácticos y económicos. Entonces Dios «enseña» a los hombres las Artes y las Ciencias tradicionales, pero a su vez estas se corrompen en el «paganismo». Dios habla entonces al hombre por los Profetas y por la manifestación directa de su Verbo (Ep. a los Hebreos, I). Una restauración de las Artes y de las Ciencias tradicionales se opera entonces y dura hasta en final de la Edad Media, después es la decadencia y la perdida de las doctrinas tradicionales en los Tiempos modernos. Los testigos del pasado que han sobrevivido en el ámbito del Arte no son más, a los ojos de nuestros contemporáneos, que «monumentos históricos», incomprensibles para el hombre de la «era nuclear». En esas condiciones ¿cómo presentar a nuestros contemporáneos la cuestión del simbolismo? 1082 Abbé Henri Stéphane: VARIOS ESCRITOS SOBRE ARTE

Para limitarnos a la tradición cristiana diremos, siguiendo a F. Schuon, que las condiciones póstumas del cristiano están determinadas por la estructura misma de la Revelación correspondiente. Un bautizado, que lo quiera o no, no tiene el mismo destino póstumo que un no-bautizado: el carácter imborrable del rito sacramental hace que sus condiciones póstumas no pueden ser las mismas que las de un Hindú (no cristiano) o que las de un occidental sin religión. Para retomar la proposición citada más arriba, es importante, en el caso particular del Cristianismo, el tener una noción cualitativa de la causalidad cósmica en tanto que ella rige nuestros destinos póstumos. Ahora bien, según lo que acabamos de decir, esta «causalidad cósmica» no es la misma para un cristiano que para un no-cristiano. 1176 Abbé Henri Stéphane: Algunas Consideraciones sobre los Estados Postumos

Haremos por último la importante advertencia siguiente: si la metafísica tradicional es susceptible de proyectar sobre este género de cuestiones una luz incomparable, exponiendo por ejemplo las diversas posibilidades que se presentan en la evolución póstuma del ser humano, no es menos verdad, como lo decíamos al comienzo, que en razón misma de su carácter universal –o «abstracto»– la metafísica tradicional no permite conocer las diferentes posibilidades póstumas concerniendo especialmente a cada tradición, y ella corre el riesgo, para aquellos que la comprendan mal, de mantener ciertas ilusiones, como por ejemplo las de un cristiano que utilizase los métodos del «yoga» hindú con vistas a alcanzar algún «paraíso hindú» al cual su «naturaleza» de cristiano no lo destina. Es necesario, en efecto, comprender bien –conforme a la primera cita de F. Schuon dada al comienzo– que, si los estados póstumos de un individuo están más o menos determinados por la estructura de la forma tradicional correspondiente, los de un cristiano no serán cualesquiera y, en virtud de todo lo que hemos dicho, no es ni la ciencia, ni la teosofía, ni incluso la metafísica tradicional, las que pueden enseñarnoslos, no más que el comportamiento que el individuo deberá de adoptar para asegurarse las mejores condiciones póstumas que el Cristianismo es susceptible de procurarle. Es por lo tanto, en definitiva, a la Revelación cristiana y a la enseñanza tradicional de la autoridad habilitada para dar la interpretación auténtica de ello –es decir a la Iglesia– a la que habrá que dirigirse para conocer dichas condiciones póstumas y la actitud correspondiente. Sin duda estaremos tentados de decir que la doctrina oficial de la Iglesia se contenta con no dar, sobre la cuestión de los fines últimos, más que un simple «esquema» –para retomar la expresión de F. Schuon– y que, además, espíritus un poco cultivados, o que se creen «fuertes», se plantearán entonces una multitud de objeciones que podrían ser «disueltas» por la metafísica tradicional solamente; por ejemplo, la cuestión de la «eternidad del Infierno» no puede evidentemente recibir una solución aceptable más que si se es capaz de distinguir entre «perpetuidad» o «indefinidad cíclica», y «eternidad» (Para un mayor desarrollo de este punto de vista ver F. Schuon, «L’Oeil du Coeur», P. 77, y también R. Guénon, «Iniciación y realización espiritua»). Pero, de hecho, lo que importa es que el dogma de la «eternidad del Infierno» confiere a la cuasi-totalidad de los cristianos una «noción cualitativa y simbólicamente suficiente» de la causalidad cósmica que rige nuestros destinos póstumos. Ahora bien, aquí, es decir para un cristiano –e incluso un simple «bautizado» que lo haya sido a una edad en la que él no haya tomado conciencia de ello, lo que es el caso más frecuente– la «causalidad cósmica» de la que se trata es un lazo «ontológico» entre su substancia individual y un principio «metacósmico» que es Cristo y su Cuerpo Místico. En virtud de ese lazo, la «naturaleza» de un cristiano ya no es la de un «pagano», y sus destinos póstumos ya no son los mismos, en principio al menos; resulta de ello, en particular, para él una mayor facilidad de obtener la «salvación» y, como contrapartida inevitable, un mayor riesgo de «condenación». Es esto lo que explica que el Cielo y el Infierno cristianos son vistos como «perpetuos» a diferencia de los cielos y de los infiernos pasajeros del Hinduismo. Así, sin que sea necesario tener una mas amplia información sobre la «naturaleza» del Infierno, es suficiente que este aparezca como una eventualidad temible, e incluso más temible para un cristiano que para un «pagano»; pero el carácter temible de esta eventualidad aparecerá todavía mejor si nos tomamos el cuidado de recordar que la «salvación» –o su contrapartida, la «condenación»– es a la vez el resultado de la gracia divina y de la cooperación libre del hombre, es decir que se sitúa en el ámbito de la acción, por lo tanto al nivel del «ciclo terrestre» en el que la libertad humana puede ejercerse, y esta acción no es aprovechable para la salvación más que si ella es «ritualizada», normalmente por la intermediación de los sacramentos. Fuera de la economía sacramental, el cristiano, en principio al menos, corre el riesgo de la condenación. Decimos «en principio», ya que es bien evidente que el ejercicio de la libertad y el carácter «gratuito» de la gracia divina prohiben absolutamente prejuzgar sobre la «salvación» o sobre la «condenación» de tal o cual persona, y uno puede ser llevado a preguntarse en el estado actual del mundo, cual puede ser el grado de «responsabilidad» de una multitud de cristianos. Metafísicamente, se dirá que ellos no han llegado verdaderamente al «estado de hombre» para ser susceptibles de «salvación» o de «condenación»; ellos no son «hombres» más que accidentalmente (Cf. F. SCHUON, L’Oeil du Coeur.), y no se encuentran por lo tanto en un estado «central», a partir del cual solamente la posibilidad de «salvación» puede ser considerada. Son «comparables» a los animales o a los vegetales que están en los estados «periféricos», y sus estados póstumos excluyen tanto la «salvación» como la «condenación»; es lo que la teología clásica expresa poniéndolos en los «limbos»: no pueden ellos «renacer» mas que en otro estado periférico o en un «estado central» diferente que el ser humano. Pero ahí todavía es imposible prejuzgar si tal o tal individuo es verdaderamente «hombre» o entra en la categoría más arriba descrita. 1182 Abbé Henri Stéphane: Algunas Consideraciones sobre los Estados Postumos

Estos diferentes modos de Revelación están en función de los diferentes receptáculos humanos, pero no son estos receptáculos los que determinan «subjetivamente» los modos de la Revelación. Son por el contrario los modos los que determinan los receptáculos destinados a recibirles. Si el hombre escucha, debe entender la manera como Dios se le revela, y «devenir» el receptáculo al cual pertenece ya por nacimiento. 1202 Abbé Henri Stéphane: DIOS