El individuo humano, como tal, es esencialmente limitado, aunque solo fuera por el mundo que le rodea, o más exactamente por las «condiciones de existencia» que definen su estado (espacio, tiempo, forma, materia, vida) y que hacen de él un «ser condicionado». Por si mismo es incapaz de salir de su estado; no puede más que «caminar en circulos», bien sea temporalmente, bien indefinidamente, por la circunferencia de la «Rueda Cósmica» en la que se sitúa la multiplicidad indefinida de las «cosas», no unificado como tal. No puede más que «divertirse» o «dispersarse», sea por el trabajo, sea por el juego, experimentando sea el placer, sea el dolor, el bien o el mal, guardando siempre a través de todos sus estados de consciencia una cierta unidad siempre relativa y precaria que es la del «yo» –de el ego individual– al cual se refiere necesariamente todo aquello que es experimentado; este «yo» es por tanto un «centro» relativo a un estado condicionado, él mismo sujeto a las condiciones de este estado, e incapaz de salir de él. La muerte corporal –o natural– no hace más que suprimir ciertas condiciones de existencia, pero el condicionamiento individual, aunque modificado, subsiste: el ser permanece apresado a la condición individual, y esta «ronda infernal» puede continuar indefinidamente (bien entendido que en condiciones diferentes del estado corporal), en tanto que algo diferente no intervenga para «liberar» al ser de la condición individual. Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA CONDICION HUMANA