COMUNICABILIDADE DA ESSÊNCIA DIVINA
Sobre lo segundo, que la esencia divina es por cierto incomunicable, de forma tal que hubiera de mezclarse con una cosa y llegar a ser con ella una esencia o naturaleza; pero que, en cierto modo, a causa de la unión tan cercana e íntima con la que se vierte en el alma santa, puede sin embargo llamarse comunicable; de acuerdo con lo cual dice también Pedro, que nos volvemos partícipes de la naturaleza divina; y Juan, que somos niños de Dios, porque hemos nacido de Dios; no pueden éstos ser llamados niños de Dios, y partícipes de la naturaleza divina (dice Tomás a Jesús 1.4. d. orat. divin. c.4), si la misma no está en nosotros, sino separada y lejos de nosotros. Pues, al igual que un hombre sin sabiduría no puede ser sabio (como dice Tauler en el sermón cuarto de la Navidad), tampoco puede ser niño de Dios uno sin la filiación divina, esto es, sin tener la verdadera esencia del Hijo de Dios él mismo. Por lo tanto, si has de ser hijo o hija de Dios, debes tener la misma esencia que tiene el Hijo de Dios, de lo contrario no puedes ser hijo de Dios. Pero tamaña majestad está por el momento aún oculta para nosotros. Por eso, en el lugar antes citado, San Juan sigue escribiendo así: «Mis bienamados, somos por cierto niños de Dios, pero no se ha revelado aún lo que seremos, sabemos sin embargo cuándo se manifestará, que seremos igual a Él, esto es, que seremos la misma esencia que Él es…» 2 c. Por eso dice Nicolás a Jesús Mar., 1. 2 c. 16. Elucid. Teológ. en S. Juan de la Cruz: que el alma, por los efectos del amor con los cuales ama a Dios, obtiene no sólo que Dios le comunique sus dones, sino que aun la autonomía y la esencia de Dios estén autónomamente presentes al alma a título especial. Y tal cosa, la confirman también las palabras de San Agustín (p. 185 De tempore) cuando dice: «El Espíritu Santo ha caído en este día para preparar el corazón de sus apóstoles como un aguacero de santificación, no como un precipitado visitante, sino como un paráclito perpetuo y un asistente eterno. Pues, como él (Mat. 28) había dicho de sí mismo a sus apóstoles: he aquí que estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo; así dice también del Espíritu Santo: el Padre os dará el paráclito que esté con vosotros por la eternidad, por eso ha estado en este día con sus creyentes no sólo por la gracia de la justificación, sino aun por la presencia de su majestad; y no sólo el aroma del bálsamo ha fluido ahora en los vasos, sino la autonomía misma del óleo santo.»
Pero para comprender y explicar esto más propiamente y sin error, he gustado siempre de las alegorías de las que se sirven los santos padres, de la unión del sol con el aire, del fuego con el hierro, del vino con el agua y semejantes, para en alguna medida describir por ellas la alta unión de Dios con el alma. Entre ellas, San Bernardo, en mitad del libro «Cómo se debe amar a Dios», dice así: «Como una gota de agua derramada en mucho vino parece desaparecer completamente, en tanto toma en sí del vino el sabor y la tibieza; y como un hierro al rojo vivo se torna enteramente igual al fuego, y se despoja de su antigua y propia forma; y como el aire que la luz del sol ha penetrado se transforma de la misma luz en claridad, de tal modo que parece no tanto estar iluminado, como ser él mismo luz: así será necesario que en los santos, todo deseo humano se funda de sí mismo de modo inefable, se vierta por completo en la voluntad de Dios: pues, ¿cómo querría si no Dios ser todo en todos, si quedara en el hombre aún algo del hombre?» Y en el capítulo 25 del Libro del Amor, después de haber precisamente citado estas alegorías, agrega: «Así, es el espíritu del hombre, cuando está embelesado por el amor divino, por entero amor. Por lo tanto, quien ama a Dios, está muerto para sí mismo, y viviendo sólo para Dios, se hace en cierta medida (por así decirlo) co-esencial o co-autónomo para con el Amado (consubstantiat se dilecto). Pues así como el alma de David está unida a la de Jonathan; o como aquél que se junta a Dios llega a ser con Él un solo espíritu: así no entra en Dios sin un juicio diferenciado de la unión, en cierto modo, aquel que esencialmente el deseo entero… etc.» E ideas semejantes se encuentran también en Ruysbroeck, Herp, Tauler, y otros. Especialmente en Luis de Blois, cuando en el duodécimo capítulo de sus Instituciones Espirituales, dice estas hermosas palabras: «En la unión mística se diluye el alma amante y desaparece de sí misma, y perece, como si hubiera sido aniquilada, hacia el abismo del eterno amor: ahí está muerta para sí, y vive para Dios, sin saber nada, sin sentir nada, más que el amor que gusta; pues se pierde en el desierto y la tiniebla inmensos de la divinidad. Pero perderse así, es más bien encontrarse. Ahí, lo que se despoja de lo humano y viste lo divino, es verdaderamente transformado en Dios. De igual modo que el hierro candente no cesa de ser hierro. Por esa causa el alma que era antes fría, es ahora ardiente, la que antes era dura, es ahora muelle; toda entera del color de Dios: por la perfusión de la esencia de Dios en su esencia; porque está por entero abrasada por el fuego del amor divino, y fundiéndose, por entero trasladada a Dios, y unida a Él sin mediación, y vuelta con Él un solo espíritu: como el oro y el bronce se funden y unen en una masa metálica.»
Es así como con tales y semejantes palabras y discursos, los santos contempladores de Dios, se han esforzado por expresar en alguna medida la íntima unión de Dios con el alma santificada; pues para describirla en profundidad, dicen, no se podrían encontrar palabras.
Por lo tanto, si el lector benévolo encuentra en estas rimas aquí y allí especies análogas, quiera tener a bien juzgarlas y comprenderlas en esta inteligencia.
Si bien creo haberme explicado suficientemente en lo que concierne a este punto, debo sin embargo agregar aún un bello texto de Dionisio el Cartujo; éste, (art. 42 del Éxod.) dice así: «Entonces el alma se despliega por entero en la luz infinita, tan radiante, amorosa y cercanamente copulada o unida a la Divinidad más allá de la esencia, y a la Trinidad más allá de la beatitud, que nada siente, ni percibe su propia acción; sino que fluye de sí misma, y refluye a su propia fuente, y se extasía así en las riquezas de la gloria, y se abrasa en el fuego del inconmensurable e increado amor, de tal modo sumergida y devorada en el abismo de la Divinidad, que parece en alguna medida despojarse del ser creado y volver a asumir el ser increado, primero y ejemplar (esse ideale). No porque la autonomía sea transformada, o sustraído el propio ser, sino porque el modo de ser y la propiedad o cualidad de vida son deificados: esto es, se igualan por gracia y sobrenaturalmente a Dios y a su sobre-bienaventurada beatitud, y se cumple así magníficamente la palabra del Apóstol: Quien se junta al Señor es con Él un espíritu, etc.»
Cuando el hombre entonces ha llegado a tal perfecta igualdad de Dios, que se ha vuelto con Él una sola cosa y un solo espíritu, y ha alcanzado en Cristo la filiación total, es tan grande, tan rico, tan sabio y poderoso como Dios, y Dios no hace nada sin tal hombre, pues es con él uno: Él le revela toda su magnificencia y sus riquezas, y nada tiene en toda su casa, esto es, en sí mismo, que le mantenga oculto; como dijo a Moisés: te mostraré todo mi bien. Por eso no dice mucho el autor, cuando en el Nº 14 habla en la figura de tal hombre: «Soy tan rico como Dios: pues quien tiene a Dios, tiene con Dios todo lo que Dios tiene.» Así, todo lo que se dice en los Nros. 8, 95 y otros, debe entenderse también según esta unión, si bien estos dos primeros tienen sus miras puestas en la persona de Cristo, que es Dios verdadero, y que con sus incomparables obras de amor nos ha dado a entender que Dios, por decirlo así, no se sentiría bien si nos perdiéramos. Por esa causa, no sólo vino Él a esta miseria y se hizo hombre, sino que hasta quiso morir también la más infamante de las muertes, para poder llevarnos de nuevo a sí, y alegrarse y regocijarse con nosotros eternamente: como Él dice: mi gozo está con las criaturas. ¡Oh, maravillosa e inefable nobleza del alma! ¡Oh, dignidad indescriptible, a la que podemos llegar por Cristo! ¡Qué soy, mi rey y mi Dios! ¡y qué es mi alma, oh infinita majestad! ¡para que te rebajes a mí, y me eleves a ti! ¡para que busques tu gozo en mí, tú, que eres el regocijo de todos los espíritus! ¡para que quieras unirte conmigo y unirme contigo, tú, que en ti y en torno a ti, tienes bastante eternamente! ¡Sí, qué es mi alma, para que te comuniques a ella como un esposo a la esposa, como un amado a la amada! ¡Oh, Dios mío!: si no creyera que eres verdadero, no podría creer que entre yo y tú, la incomparable majestad, tal comunión jamás fuera posible. Pero puesto que has dicho que quieres desposarte conmigo por la eternidad, debo tan sólo admirar, con humilde corazón y espíritu pasmado, esta gracia más allá de la razón, de la cual no me podré juzgar digno jamás. Sólo tú, oh Dios, eres quien hace milagros incomparables: puesto que sólo tú eres Dios. Para ti sean la gloria y la alabanza, las gracias y la magnificencia, de eternidad en eternidad.