El desierto, en Boehme, es infinitamente más que un lugar terrestre. Es un lugar del alma, que designa un estado en un momento determinado del devenir espiritual. La vida de Cristo se cumple como la de los hombres que vendrán después. Ella será el modelo. En la carrera terrenal de Cristo, la prueba del desierto reviste un gran significado.
Si Cristo hubiera seguido las sugestiones del demonio, habría cambiado las piedras en pan. Este pan habría sido únicamente el producto de su voluntad propia. No hubiera sido ni el pan de la tierra que Dios nos da cada día, ni el pan celestial con que Dios sacia el alma. Hubiera sido un pan maldito.
Según una idea que, en Boehme, recuerda a Paracelso, el hombre lo puede todo por la virtud de su imaginación. Sin embargo, este poder se ejerce tanto para lo mejor como para lo peor.
Para Boehme, y también para Paracelso, la imaginación no es simplemente productora de fantasmas, como se entiende en nuestros días. En el espíritu del teósofo, la imaginación, el deseo y la fe son inseparables.
La voluntad se manifiesta por el deseo. La fuerza del deseo hace la fe. Ella actúa en nuestros pensamientos. Ahora bien, para Boehme, nuestros pensamientos engendran una realidad, buena o mala. Dios mismo crea en sus pensamientos y por ellos.
Dios creando en sus pensamientos es Dios desplegando su imaginación. Imaginar es producir una imagen. Ahora bien, todo lo que Dios crea se ofrece a nuestra percepción como una imagen que no es un simple reflejo, sino la realidad. Todo lo que decimos real está en una imagen producida por la imaginación divina. Toda realidad surge de la imaginación de Dios.
Pero el hombre también crea una realidad que imagina. La crea por la fuerza de su deseo, que es su fe. Para Paracelso, todo hombre puede por su fe, es decir, por la eficacia de su deseo, desplazar montañas. Sin embargo, la fe que no obedece a la voluntad de Dios es malvada. Igualmente, para Boehme, existen dos clases de fe y dos clases de deseo: una es de Dios, la otra es perversa.
Toda realidad se engendra por el deseo. Esto significa que la magia está en el origen de toda creación. El mundo ha nacido de la magia divina. El hombre también ejerce su magia. Su deseo se llama fe. Si es suficientemente fuerte, será la fe que mueve montañas. Ahora bien, esta fe puede estar al servicio de una magia perversa, cuyo fruto será el pan del diablo. Cuando la fe actúa bajo el imperio de la voluntad propia, es condenable.
Hay para Boehme dos reinos que son simétricos: el reino de Dios y el reino de Satán. En cada uno de ellos se ejerce un culto. El diablo tiene sus adoradores, como Dios tiene los suyos. Hay así una fe que está consagrada a Dios y otra dedicada a Satán. Usando de su fe para transformar las piedras en pan, Cristo no habría satisfecho más que su propia voluntad. Se habría desviado de Dios. Se habría convertido en un mago, en un nigromante al servicio de Satán. En el desierto, Cristo escogió entre dos formas de fe, es decir, entre los dos reinos. En sí misma, la soledad del desierto podía ser de uno o de otro. Representa el estado de extrema pobreza en el que el hombre podrá ser tanto un asceta nigromante hijo de Satán como un niño de Dios. En sí, la soledad del desierto es tanto el ayuno del hechicero como el verdadero ayuno del alma, que es uno con el hambre de Dios. Para Cristo, la vacuidad del desierto será el lugar de la presencia divina. Más tarde, Cristo producirá panes en el desierto, y los hombres se saciarán. Será el milagro de la multiplicación de los panes. Pero Cristo no hará milagros más que tras haberse sometido totalmente a la voluntad divina. La prueba del desierto confirma esta entera sumisión, ya manifestada por el deseo de recibir el bautismo. Cristo multiplicará los panes en virtud de la verdadera fe. Ya no serán las piedras lo que Cristo transformará en pan. Las piedras son el símbolo de la materia grosera y perecedera, y el pan así fabricado habría sido mentiroso, como todo lo que produce el diablo. Es la propia persona de Cristo lo que será cambiada en pan.
La fe nos transforma en el objeto de nuestro deseo. Cristo se convirtió en el pan de vida. Es su propia carne lo que ofrecerá a los hombres. Por su deseo de amor, Cristo se hizo capaz de transmitir el maná con el que se alimentó en el desierto. No solamente ha sido juzgado digno de recibirlo de manera habitual, aunque su ingestión se haya interrumpido; más aún, se ha convertido en su cuerpo. Desde entonces, es en este cuerpo como se dispensa a los hombres.
Decía el diablo: “Si eres el Hijo de Dios, haz que estas piedras se cambien en pan”. Pero es porque Cristo, según su alma humana, se ha convertido realmente en hijo de Dios, que puede producir el pan. Mas es para ofrecerlo a los hombres como don de sí. La verdadera fe no se afirma más que en el don de sí.
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