Pierre Deghaye — Nascimento de Deus
Conversão
Hemos explicado el tema del hambre en el desierto en Jacob Boehme situándolo en su contexto, que es el de la teología mística. Se inserta en la idea de segundo nacimiento, que está en el centro de esta teología cuando es de origen cristiano.
Lo usual de Boehme es referir la idea de segundo nacimiento al propio Cristo, haciendo del hijo de María ya no el Hijo de Dios en el sentido de las teologías dogmáticas, sino el modelo de todo hombre que deberá nacer de lo alto. Cristo es en su persona el sujeto de este segundo nacimiento sobre el que instruye a Nicodemo en el Evangelio johánico: “En verdad, en verdad te digo, nadie, si no nace de nuevo, puede ver el reino de Dios”.
Ahora bien, el privilegio del nuevo nacimiento no se otorga gratuitamente. Es el fruto de la fe que se encarna en un cuerpo nuevo. Pero Dios no nos da esta fe más que probándonos. Cristo se somete a las pruebas que los hombres sufrirán tras él cuando sean penitentes. La penitencia de Cristo comienza en su bautismo de arrepentimiento. Prosigue en el desierto.
La penitencia es una conversión. El penitente se vuelve hacia Dios. Manifiesta su deseo de unirse a Dios. La prueba del desierto asumida por Cristo lo unió a Dios de manera indefectible.
La criatura será justificada por la penitencia. Ahora bien, para el teósofo, la justificación no es una simple declaración en virtud de la cual seríamos redimidos sin ser realmente transformados. Boehme lo señala precisamente recordando la prueba del desierto. Cristo da el ejemplo de la transformación radical y substancial del ser, sin la cual no podría haber verdadera vinculación con Dios.
El fruto de la prueba del desierto es el hambre verdadero de Dios, que es el signo de esta vinculación. Tener hambre de un alimento es desearlo. Pero, si deseamos un bien, ¿no es porque estamos privados de él? No, esto no es verdad del deseo de amor, que es el hambre verdadero y un deseo eternamente saciado.
El verdadero hambre de Dios es el deseo de un bien que ya hemos recibido. Dios lo ha implantado en nosotros para que lo gustemos. Lo que importa es que mantengamos su sabor, que no nos hagamos insensibles a él por infidelidad. Pero, cuando hayamos sufrido victoriosamente la tentación del desierto, estaremos seguros de no perder ya ese gusto.
El bien que Dios nos dispensa para hacernos desear el deseo de amor es la gracia. Para Boehme, la gracia no es solamente un favor. Es verdaderamente una substancia que nos incorporamos, que deviene en nosotros una carne absolutamente distinta de nuestra carne envilecida. Esta substancia es la naturaleza divina, de la que nos hacemos partícipes. El elegido cuya gracia se ha convertido en carne es un hombre divino, es decir, un hombre acostumbrado substancialmente a Dios. Tal como lo vemos en el desierto, Cristo, hijo de María, está en trance de devenir ese hombre divino. Deviene plena y definitivamente participando de la naturaleza divina por el hambre de Dios, que le ha sido infundida en el bautismo y que debe resistir a los asaltos del demonio.
Antes de su bautismo, Cristo ya era un hombre divino, pues según su nacimiento superior ha sido engendrado por la Sabiduría en el seno de María. Sin embargo, ha llegado al mundo con dos cuerpos, como Adán. Deberá definitivamente triunfar de su cuerpo grosero y no ensombrecerse proyectando sus pensamientos sobre él, como hizo Adán. Cristo debe confirmar su divino nacimiento. De hecho, debe renovarlo. Cristo ha nacido hombre divino al mismo tiempo que hombre según nuestra carne vil. No obstante, debe convertirse verdaderamente en ese hombre divino por medio de un nuevo nacimiento. Ésta será su verdadera encarnación. Cristo se convertirá en hombre en la plenitud de la humanidad. Es esta encarnación en una carne espiritual lo que significa la palabra Menschwerdung.
Al mismo tiempo que reviste nuestro cuerpo terrenal en el vientre de una mortal, Cristo se encarna una primera vez en la matriz de agua viva que es la morada de la Sabiduría en María. Se hace hombre, es decir, un hombre celestial separado del hombre terrenal. Pero esta encarnación se renueva. Una segunda vez, Cristo se hace un hombre de luz. Se encarna en un cuerpo glorioso. Esta vez, será definitivamente el templo de Dios habitado por la Sabiduría. Ya no estará expuesto a la caída como Adán, que, creado él también con un cuerpo glorioso, no lo mantuvo porque no asumió la prueba de los cuarenta días. La Sabiduría abandonó a Adán. Permanecerá eternamente unida a Cristo.
El demonio dice a Cristo: “Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se cambien en pan”. Cristo nace Hijo de Dios en la matriz de agua viva. Pero debe llegar a serlo. Ciertamente, no lo será en el sentido en que lo entiende el diablo. Para éste, ser Hijo de Dios es ser Dios y ejercer un poder ilimitado. Lucifer también era Hijo de Dios y quiso ser Dios. Cayó de la naturaleza divina, de la que era plenamente partícipe, pero sin ser Dios, pues ninguna criatura podría ser Dios. En cuanto a Cristo, ocupa el trono abandonado por Lucifer y sobre el cual fue después instalado Adán, que no pudo mantenerlo. Cristo se consolidará en este trono convirtiéndose plenamente en el Hijo de Dios que es por anticipado.
Para Cristo, ser Hijo de Dios es ser niño de Dios y hacer oblación de su persona. Es ese sacrificio lo que se cumple en el desierto. Será consagrado en la cruz.