Mostremos en primer lugar lo que implica el hecho de que la naturaleza humana de Jesucristo esté privada de personalidad humana. En un individuo ordinario, la naturaleza humana está de alguna manera «recibida» en una persona –o hipóstasis– bien determinada. Se puede decir que la naturaleza humana viene a encerrarse en cada individualidad, o que la hipóstasis humana –el ego– constituye para la naturaleza humana una limitación (Lo cual implica que la naturaleza humana no puede agotarse más que en una indefinidad de individuos.). Esta limitación, esta concentración sobre el ego (que se podría ver como característica del «pecado original») constituye el obstáculo esencial para la espiritualidad verdadera, es decir para la «Comunión del Padre». Es esencial recordar aquí el Misterio trinitario: la Esencia divina se despliega en tres Hipóstasis, distintas entre ellas, pero idénticas a la Esencia divina. Estas Hipóstasis divinas deben ser concebidas como puras relaciones: el Padre no es «lo que él es» más que si comunica la totalidad de la Esencia divina al Hijo –es la generación del Verbo– pero, inversamente, el Hijo no es «lo que él es» más que si recibe del Padre esta divina Esencia; y esta unión intima del Padre y del Hijo es tal que engendra una tercera Hipóstasis, el Espíritu Santo, el Amor común del Padre y del Hijo. Es la «espiración del Hálito»: el Espíritu Santo no es «lo que es» más que si es «espirado» por el Padre y el Hijo. Esta «espiración», siempre idéntica a la Esencia divina, permite comprender la frase de San Juan: Dios es Amor (1 Juan IV, 8). Pero no es amor por cualquier cosa: es el Amor puro, sin objeto. Ocurre lo mismo con la generación del Verbo, donde se puede decir que Dios «se conoce a si mismo por él mismo», pero donde se puede decir igualmente que es el Conocimiento Puro, sin objeto (distinto de Dios mismo) y San Juan lo indica también diciendo: «Dios es luz» (1 Juan I, 5). 553 Abbé Henri Stéphane: SOBRE EL MEDIADOR
El individuo humano, como tal, es esencialmente limitado, aunque solo fuera por el mundo que le rodea, o más exactamente por las «condiciones de existencia» que definen su estado (espacio, tiempo, forma, materia, vida) y que hacen de él un «ser condicionado». Por si mismo es incapaz de salir de su estado; no puede más que «caminar en circulos», bien sea temporalmente, bien indefinidamente, por la circunferencia de la «Rueda Cósmica» en la que se sitúa la multiplicidad indefinida de las «cosas», no unificado como tal. No puede más que «divertirse» o «dispersarse», sea por el trabajo, sea por el juego, experimentando sea el placer, sea el dolor, el bien o el mal, guardando siempre a través de todos sus estados de consciencia una cierta unidad siempre relativa y precaria que es la del «yo» –de el ego individual– al cual se refiere necesariamente todo aquello que es experimentado; este «yo» es por tanto un «centro» relativo a un estado condicionado, él mismo sujeto a las condiciones de este estado, e incapaz de salir de él. La muerte corporal –o natural– no hace más que suprimir ciertas condiciones de existencia, pero el condicionamiento individual, aunque modificado, subsiste: el ser permanece apresado a la condición individual, y esta «ronda infernal» puede continuar indefinidamente (bien entendido que en condiciones diferentes del estado corporal), en tanto que algo diferente no intervenga para «liberar» al ser de la condición individual. 654 Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA CONDICION HUMANA
La «liberación» por la cual el ser escapa a la condición individual no concierne pues al individuo como tal –el ego– que, por definición por así decirlo, no puede escapar a aquello que lo «define» o lo determina en su nivel. Resulta de esto un conflicto o una «tensión» entre el individuo como tal que «quiere» permanecer en su condición, y el ser que busca escapar del condicionamiento individual que no es su estado natural. El «estado natural» del ser es esencialmente un «estado incondicionado», es decir no sujeto a ninguna condición de existencia cualquiera que sea; la consecuencia de esto es que este «estado natural» del ser aparece como «sobrenatural» para el individuo; en otros términos: es imposible que el individuo como tal –el ego– alcance un estado «supra-individual» o «sobrenatural». 656 Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA CONDICION HUMANA
En el plano humano, es por lo tanto una imposibilidad y un absurdo el querer amar al prójimo como a si mismo. La caridad es un misterio, no es un altruismo. Es por lo tanto imposible que un individuo humano tenga la caridad de la que aquí se trata hacia otro individuo humano, ya que la ilusión altruista esta al mismo nivel que la ilusión egocéntrica. Un progresista no comprenderá nunca esto, o dejará de ser progresista. 726 Abbé Henri Stéphane: REFLEXIONES SOBRE LA CARIDAD
Cuando la individualidad humana se ha borrado – misterio de la humildad – hasta el punto de realizar la perfecta virginidad de María, entonces solamente una tal individualidad transfigurada es mi prójimo, y yo soy su prójimo, habiendo realizado uno y el otro la «proximidad divina» que es el misterium caritatis. Pero entonces, ya no es más el individuo X el que da la limosna al individuo Y: es Dios que da Dios a Dios. 728 Abbé Henri Stéphane: REFLEXIONES SOBRE LA CARIDAD
Si esto es así, puede parecer ilusorio revelar al hombre moderno una ignorancia cuasi invencible a la cual él cree además escapar cultivando la «ciencia» bajo todas sus formas. Una tal situación es, en efecto, sin remedio para la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, ya que si ellos reconocen su ignorancia y la vanidad de la ciencia, el mundo moderno cesaría por ello mismo de ser lo que es, lo cual es imposible. Nuestro propósito no se dirige por lo tanto más que al «núcleo pequeñisimo», no de aquellos que ya están convencidos, lo cual sería inútil, sino de aquellos que son todavía susceptibles de comprender, siendo su pequeño número por otra parte sin influencia sobre la mentalidad general condenada a la ignorancia; añadamos finalmente que incluso si ese «núcleo» no existe, todavía queda una razón mayor de escribir estas cosas, a saber que nunca es inútil proclamar la verdad, incluso si no hay en el presente ningún individuo capaz de comprenderla. 940 Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA INGENUIDAD
La Ciencia y el Arte sacros son de origen suprahumano, pero la ciencia y el arte profanos son de origen infrahumano, ya que el hombre solo no existe, y una de las grandes ilusiones del humanismo moderno es el haber olvidado que el hombre se sitúa siempre entre el ángel y el demonio. Existen, naturalmente, grados en lo infrahumano como los hay en lo suprahumano, pero lo que importa subrayar es que la inspiración, de la que se habla por todas partes sin hacer ninguna distinción, puede ser «celeste» o «infernal», y esto, como hemos dicho, en diversos grados. Así, las formas más aberrantes del arte moderno, que no expresan más que el caos actual del alma y del medio, son de inspiración diabólica; el arte publicitario, que no hace más que explotar las pasiones humanas, lo es en su grado menor. En el otro ámbito, la inspiración de los iconógrafos bizantinos es celeste, la de los artistas todavía religiosos del Renacimiento ya lo es menos (Es evidente que, para un individuo o una colectividad dada, hay generalmente una mezcla de «influencias celestes» y de «influencias infernales».). 1058 Abbé Henri Stéphane: VARIOS ESCRITOS SOBRE ARTE
Haremos por último la importante advertencia siguiente: si la metafísica tradicional es susceptible de proyectar sobre este género de cuestiones una luz incomparable, exponiendo por ejemplo las diversas posibilidades que se presentan en la evolución póstuma del ser humano, no es menos verdad, como lo decíamos al comienzo, que en razón misma de su carácter universal –o «abstracto»– la metafísica tradicional no permite conocer las diferentes posibilidades póstumas concerniendo especialmente a cada tradición, y ella corre el riesgo, para aquellos que la comprendan mal, de mantener ciertas ilusiones, como por ejemplo las de un cristiano que utilizase los métodos del «yoga» hindú con vistas a alcanzar algún «paraíso hindú» al cual su «naturaleza» de cristiano no lo destina. Es necesario, en efecto, comprender bien –conforme a la primera cita de F. Schuon dada al comienzo– que, si los estados póstumos de un individuo están más o menos determinados por la estructura de la forma tradicional correspondiente, los de un cristiano no serán cualesquiera y, en virtud de todo lo que hemos dicho, no es ni la ciencia, ni la teosofía, ni incluso la metafísica tradicional, las que pueden enseñarnoslos, no más que el comportamiento que el individuo deberá de adoptar para asegurarse las mejores condiciones póstumas que el Cristianismo es susceptible de procurarle. Es por lo tanto, en definitiva, a la Revelación cristiana y a la enseñanza tradicional de la autoridad habilitada para dar la interpretación auténtica de ello –es decir a la Iglesia– a la que habrá que dirigirse para conocer dichas condiciones póstumas y la actitud correspondiente. Sin duda estaremos tentados de decir que la doctrina oficial de la Iglesia se contenta con no dar, sobre la cuestión de los fines últimos, más que un simple «esquema» –para retomar la expresión de F. Schuon– y que, además, espíritus un poco cultivados, o que se creen «fuertes», se plantearán entonces una multitud de objeciones que podrían ser «disueltas» por la metafísica tradicional solamente; por ejemplo, la cuestión de la «eternidad del Infierno» no puede evidentemente recibir una solución aceptable más que si se es capaz de distinguir entre «perpetuidad» o «indefinidad cíclica», y «eternidad» (Para un mayor desarrollo de este punto de vista ver F. Schuon, «L’Oeil du Coeur», P. 77, y también R. Guénon, «Iniciación y realización espiritua»). Pero, de hecho, lo que importa es que el dogma de la «eternidad del Infierno» confiere a la cuasi-totalidad de los cristianos una «noción cualitativa y simbólicamente suficiente» de la causalidad cósmica que rige nuestros destinos póstumos. Ahora bien, aquí, es decir para un cristiano –e incluso un simple «bautizado» que lo haya sido a una edad en la que él no haya tomado conciencia de ello, lo que es el caso más frecuente– la «causalidad cósmica» de la que se trata es un lazo «ontológico» entre su substancia individual y un principio «metacósmico» que es Cristo y su Cuerpo Místico. En virtud de ese lazo, la «naturaleza» de un cristiano ya no es la de un «pagano», y sus destinos póstumos ya no son los mismos, en principio al menos; resulta de ello, en particular, para él una mayor facilidad de obtener la «salvación» y, como contrapartida inevitable, un mayor riesgo de «condenación». Es esto lo que explica que el Cielo y el Infierno cristianos son vistos como «perpetuos» a diferencia de los cielos y de los infiernos pasajeros del Hinduismo. Así, sin que sea necesario tener una mas amplia información sobre la «naturaleza» del Infierno, es suficiente que este aparezca como una eventualidad temible, e incluso más temible para un cristiano que para un «pagano»; pero el carácter temible de esta eventualidad aparecerá todavía mejor si nos tomamos el cuidado de recordar que la «salvación» –o su contrapartida, la «condenación»– es a la vez el resultado de la gracia divina y de la cooperación libre del hombre, es decir que se sitúa en el ámbito de la acción, por lo tanto al nivel del «ciclo terrestre» en el que la libertad humana puede ejercerse, y esta acción no es aprovechable para la salvación más que si ella es «ritualizada», normalmente por la intermediación de los sacramentos. Fuera de la economía sacramental, el cristiano, en principio al menos, corre el riesgo de la condenación. Decimos «en principio», ya que es bien evidente que el ejercicio de la libertad y el carácter «gratuito» de la gracia divina prohiben absolutamente prejuzgar sobre la «salvación» o sobre la «condenación» de tal o cual persona, y uno puede ser llevado a preguntarse en el estado actual del mundo, cual puede ser el grado de «responsabilidad» de una multitud de cristianos. Metafísicamente, se dirá que ellos no han llegado verdaderamente al «estado de hombre» para ser susceptibles de «salvación» o de «condenación»; ellos no son «hombres» más que accidentalmente (Cf. F. SCHUON, L’Oeil du Coeur.), y no se encuentran por lo tanto en un estado «central», a partir del cual solamente la posibilidad de «salvación» puede ser considerada. Son «comparables» a los animales o a los vegetales que están en los estados «periféricos», y sus estados póstumos excluyen tanto la «salvación» como la «condenación»; es lo que la teología clásica expresa poniéndolos en los «limbos»: no pueden ellos «renacer» mas que en otro estado periférico o en un «estado central» diferente que el ser humano. Pero ahí todavía es imposible prejuzgar si tal o tal individuo es verdaderamente «hombre» o entra en la categoría más arriba descrita. 1182 Abbé Henri Stéphane: Algunas Consideraciones sobre los Estados Postumos