Cuerpo

En esta perspectiva «asuncionista», el cuerpo de la Virgen es en si mismo «asumido» por los Angeles (assumpta est in coelis) [NA: María es «asumida» en los Cielos. (Liturgia de la Asunción)]; el Corpus natum [NA: El «Cuerpo nacido» de la Virgen.] está ya glorificado, como lo manifiesta el acontecimiento de la Transfiguración, prefiguración de la Resurrección y de la Ascensión, y origen de la Luz thabórica ]NA: La luz que los Apóstoles han contemplado en el monte Thabor durante la Transfiguración.] que irradia a través del Icono. En cuanto al «Cuerpo eucarístico», es a la vez el «Pan vivo descendido del Cielo» y el pan que Jesús tomo en sus «santas y venerables manos» ]NA: Canon de la misa romana.], diciendo «Este es mi Cuerpo»; y así «transubstanciado», pero no transfigurado por la Luz Thabórica, este pan se vuelve el Panis angelicus [NA: El «pan de los ángeles»; esta expresión tiene un doble significado. Por una parte, el Verbo divino es el «verdadero pan de los ángeles» que «se alimentan» directamente de él en el Cielo, y el mismo prodigio tiene lugar en la tierra gracias a la Eucaristía; por otra parte, después de la transubstanciación del pan y del vino, los accidentes (forma, color, sabor) subsisten como «cualidades puras» a la manera de los Angeles y gravitan como ellos alrededor de la substancia divina. Cf. Summa Theologica, III,q. 77, a.1.], y las santas especies, permanecen incambiadas según las apariencias, adheridas a la Substancia del Cuerpo de Cristo modo angélico [NA: «De una manera angélica», ver la nota precedente.]. 150 Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA ASUNCIÓN

«Nadie ha subido al Cielo, si no es Aquel que ha descendido del Cielo» (Juan III, 13). El Panis angelicus, que es el pan transubstanciado [NA: Transubstanciación: doctrina relativa a la Eucaristía: la substancia del pan cambien el la del Cuerpo de Cristo, la substancia del vino en la de la Sangre de Cristo, mientras que los accidentes, es decir las apariencias, permanecen.] por la Palabra, es el Pan vivo que ha descendido del Cielo, y que ha subido al Cielo modo angélico, asumido por los Angeles, como María. 152 Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA ASUNCIÓN

Es también en este contexto que se realiza la Asunción del cuerpo místico: transfigurado por la Luz thabórica, asimilado por las especies eucarísticas, elevado a la dignidad angélica, el Cuerpo místico participa de la liturgia celeste (Apoc.IV) que es mediadora –por el ministerio de los Angeles, de la Theotokos y del Cordero inmolado– entre la liturgia terrestre y la Liturgia Suprema del «Trisagion» [NA: «Tres veces Santo»: Sanctus, Sanctus, Sanctus.]. 154 Abbé Henri Stéphane: SOBRE LA ASUNCIÓN

El primer escollo a evitar será por lo tanto el separar la oración mental de la oración litúrgica. Son dos modos complementarios de toda vida espiritual. Pero la oración litúrgica, que es la plegaria oficial de la Iglesia, Esposa sagrada y Cuerpo místico de Cristo, es evidentemente superior a la oración metal individual, y más agradable a Dios. La Iglesia, con sus ritos sacramentales y su Oficio Divino, aparece así como la Fuente en la que se alimenta el fiel; o, si se prefiere, ella ofrece a las almas, con vistas a su santificación, un alimento que puede resumirse en dos fuentes esenciales, la Eucaristía, alrededor de la cual está centrada toda la liturgia sacrificial, y la Santa Escritura que sirve de base principal al Oficio Divino o a la liturgia de la alabanza (liturgia de las Horas). 282 Abbé Henri Stéphane: REFLEXIONES SOBRE LA ORACIÓN I

2.- Punto de vista teológico. a. La Presencia eucarística. Se refiere a la Substancia. Hay «transubstanciación» del Pan que se vuelve substancia del Cuerpo de Cristo, sin cambio de las apariencias y sin semejanza. b. La Presencia icónica. Se refiere a la Hipostasis de la que es la imagen. Centro de la irradiación energética, esta presencia conduce a la Hipostasis a través de la semejanza de la imagen, y mediante la iluminación de la mirada interior por la Luz thaborica que irradia. No hay transubstanciación sino semejanza. c. La Presencia de gracia. Se refiere a la naturaleza divina, cuya Esencia se expande en Tres Hipostasis que vienen a «habitar» en el alma del fiel; estando esta alma «participante de la Naturaleza divina» por la Gracia, entra en la Circumincesión de las Tres Personas, y participa de la Liturgia divina del «Trisagion», en la Eucaristía principial y eterna. d. La Presencia de Dios en su Nombre. Se refiere a la Esencia, es decir a la Sobreesencia de la Deidad: «Dios y su Nombre son idénticos». Dios revela su nombre a Moises en la «Tiniebla más que luminosa del silencio». Por la Invocación del Nombre divino, el alma participa en la Realidad Suprema, y se identifica con su propia esencia eterna. 471 Abbé Henri Stéphane: LOS DIFERENTES MODOS DE LA PRESENCIA DIVINA

En esta perspectiva esencialmente espiritual o mística, nos hemos podido dar cuenta ya de que el Mediador es inseparable de la Theotokos. Sin ella, su papel es ininteligible, y aquellos que no la reconocen no pueden sino perderse. Como ella es el Prototipo de la Iglesia, el papel de esta será el de conformarse a su modelo. Ahora bien, la Theotokos es a la vez Esposa, Virgen y Madre. Lo mismo que Jesús nace de una Virgen, el «Cristo total» nace de la Iglesia. Se puede decir que la Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo, al cual cada nuevo miembro es incorporado por el bautismo, pero se puede decir también que cada cristiano, en tanto que precisamente pertenece a la Iglesia, engendra el Cristo, a ejemplo de la Theotokos, por la operación del Espíritu Santo. Así, paradójicamente, el cristiano puede ser considerado como «hijo de la Virgen» (ecce mater tua) («He aquí a tu madre», palabras de Cristo en la cruz.), «hermano de Cristo», «hijo de Dios y de la Iglesia», pero también como «madre de Cristo» (Esto aparece claramente en Mateo, XII, 50: «Quienquiera que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre». Ahora bien, dice el Maestro Eckhart, «el Padre no tiene más que una voluntad, es la de engendrar al Hijo único». Es entonces in divinis, el nacimiento eterno, prototipo o arquetipo del nacimiento virginal de Cristo en la Theotokos, en la Iglesia y en el alma de cada fiel.), lo que implica inmediatamente que él realice efectivamente –y no de una manera puramente moral o ideal– la Virginidad esencial de María (Sofrosuna) (Sofrosuna: palabra griega que significa «estado sano del espíritu o del corazón», e igualmente la «moderación de los deseos» (Platón, Banquete), la temperancia y la sabiduría. En le Iglesia de Oriente, esta palabra designa la castidad de los ascetas.), con las «virtudes espirituales» –y no solamente morales– de la Virgen: humildad, caridad, sumisión, receptividad perfecta, abnegación del ego, pobreza espiritual (cf. las Beatitudes), infancia espiritual, pureza, desapego, fervor, paz, «violencia» contra los enemigos del alma y contra las potencias tenebrosas etc. 563 Abbé Henri Stéphane: SOBRE EL MEDIADOR

No hay más que una víctima, que no es solamente Jesús de Nazaret, sino el «Cristo total». Ofrecido por el Cristo, Cabeza de la Iglesia, el sacrificio es completo, porque es ofrecido por la Víctima santa y sin mancha, la única agradable al Padre, pero que no recibe su pleno desarrollo en el tiempo y en el espacio más que por la adjunción de los miembros del Cuerpo Místico a su Cabeza y que constituyen con ella el «Cristo total». 846 Abbé Henri Stéphane: PARA COMPRENDER LA MISA

La misa, que es el acto central de la liturgia cristiana, puede ser vista bajo múltiples aspectos. Puede decirse en primer lugar que es la realización ritual o sacramental del misterio de la Iglesia, y que por ello mismo se vincula con el mysterium magnum, con el mysterium fidei y con el mysterium caritatis. También puede decirse que abarca toda la Revelación judeo-cristiana, desde el sacrificio de Abel hasta la inmolación del Cordero – es decir, la Liturgia celeste tal como es descrita en la visión apocalíptica-, pasando por los sacrificios de Melkisedek y de Abraham, para culminar en el sacrificio de Cristo – el servidor de YHVH – y extenderse después en la Iglesia, que es el Cuerpo místico de Cristo, la verdadera tierra de Israel, el «pueblo de Dios», la asamblea de los Santos (Ecclesia), la auténtica Jerusalén, la Esposa sagrada, la Ciudad Santa del Apocalipsis, la Esposa del «Cántico», la Virgen Esposa y Madre, la Mujer eterna. Así considerada, la Iglesia es el «sacramento» de las Bodas místicas del Cordero y la Esposa (cf. Efesios, V, 21-24 y 32, Apoc., XXI, 2; XXII, 5). La misa es entonces esencialmente un misterio de unión, el matrimonio espiritual entre el Esposo y la Esposa. Añadamos enseguida que, si bien la misa presenta un aspecto «individual», en el sentido en que el alma de cada fiel debe realizar la unión mística con el Verbo divino, es todavía más importante no olvidar su aspecto «colectivo», donde precisamente debe «desaparecer» la individualidad, que encuentra así su verdadero culminación, gracias a la transformación o a la «transfiguración» que efectivamente realiza la unión con el Verbo divino por mediación de la Iglesia. 866 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA

Es evidente que la «colectividad» de que se trata no tiene nada en común con un grupo humano cualquiera, unido solamente por algún lazo natural, por algún interés material o por algunos sentimientos filantrópicos; se trata aquí de la «santa plebe» de Dios, del «pueblo elegido» que ha escapado de las tinieblas de Egipto a través de las aguas del Mar Rojo, y que es el verdadero Israel regenerado por las aguas del bautismo. Extraída así del dominio de Satán, la Asamblea de los Santos aparece como una realidad «única», incomparable, gloriosa e inmaculada: es la única Esposa del Verbo divino. El bautismo, que es la iniciación del neófito, aparece entonces como una «incorporación» que le «injerta» en el Cuerpo Místico, y si la Confirmación es su complemento, la Eucaristía es su acabamiento, su culminación, su asimilación. El fiel deberá entonces perder su individualidad propia realizando en él los rasgos de la Esposa Única, es decir, las virtudes «mariales» o la perfecta virginidad de María, prototipo de la Iglesia. 868 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA

En la perspectiva cristiana, este misterio adopta un «color» especial: está enteramente centrado en Cristo y la Iglesia. Cristo es a la vez Sacerdote y Víctima, Dios y hombre. Se ofrece a sí mismo en Sacrificio al Padre, y con él toda la Iglesia. El Sacrificio comienza en la Encarnación, ya que el Verbo se une a una naturaleza «virgen», desprovista de personalidad humana (unión hipostática), sin ego individual. El doble aspecto del Sacrificio aparece en el hecho de que el Verbo mismo «desaparece» adoptando la condición de esclavo (Fil., II, 5-11), pero a la vez la naturaleza humana «asumida» por el Verbo es ella misma inmolada en cierta manera. Tal es, en el misterio de la Encarnación, la realización del matrimonio sagrado, de la unión mística entre el Esposo y la Esposa. Además, este misterio se continúa hasta el Calvario (Fil. II.8) donde la santa Humanidad del Salvador es inmolada, «absorbida» por el Padre, con el fin de que, por una parte, pueda nacer la Iglesia, salida del costado atravesado de Cristo, y que, por otra parte, pueda realizarse la Resurrección y la «exaltación» (Fil., II, 9, Juan III, 14-15; XII, 32): la Víctima inmolada en el Calvario es el «resumen» de toda la Iglesia, del Cuerpo de Cristo que debe ser inmolado a su vez y resucitar con la Cabeza. Somos aquí abajo los miembros dispersos de este cuerpo (Juan XI, 52), y la participación en el sacrificio de Cristo reúne a dichos miembros en una «Asamblea santa», la «santa plebe de Dios» que muere y que con él resucita. Ya el bautismo implica el mismo significado (Rom., VI, 4), y la Eucaristía (o la Misa), que no es sino la continuación del único Sacrificio de esa única Víctima, será la realización, en la Iglesia, de la Muerte y la Resurrección del Salvador, por la muerte y la resurrección de su Cuerpo Místico: el matrimonio sagrado, la unión mística de los Esposos, es esencialmente un sacrificio recíproco, una Muerte y una Resurrección. 876 Abbé Henri Stéphane: CONSIDERACIONES SOBRE LA MISA

Para el hombre cultivado, le queda la posibilidad de instruirse, y, por ejemplo en lo que concierne a la Eucaristía, intentar profundizar en sus diferentes aspectos: el Sacrificio, el Memorial, la Presencia real, el Cuerpo de Cristo, la Comunión, la Acción de Gracias… 901 Abbé Henri Stéphane: EL MISTERIO PASCUAL

Haremos por último la importante advertencia siguiente: si la metafísica tradicional es susceptible de proyectar sobre este género de cuestiones una luz incomparable, exponiendo por ejemplo las diversas posibilidades que se presentan en la evolución póstuma del ser humano, no es menos verdad, como lo decíamos al comienzo, que en razón misma de su carácter universal –o «abstracto»– la metafísica tradicional no permite conocer las diferentes posibilidades póstumas concerniendo especialmente a cada tradición, y ella corre el riesgo, para aquellos que la comprendan mal, de mantener ciertas ilusiones, como por ejemplo las de un cristiano que utilizase los métodos del «yoga» hindú con vistas a alcanzar algún «paraíso hindú» al cual su «naturaleza» de cristiano no lo destina. Es necesario, en efecto, comprender bien –conforme a la primera cita de F. Schuon dada al comienzo– que, si los estados póstumos de un individuo están más o menos determinados por la estructura de la forma tradicional correspondiente, los de un cristiano no serán cualesquiera y, en virtud de todo lo que hemos dicho, no es ni la ciencia, ni la teosofía, ni incluso la metafísica tradicional, las que pueden enseñarnoslos, no más que el comportamiento que el individuo deberá de adoptar para asegurarse las mejores condiciones póstumas que el Cristianismo es susceptible de procurarle. Es por lo tanto, en definitiva, a la Revelación cristiana y a la enseñanza tradicional de la autoridad habilitada para dar la interpretación auténtica de ello –es decir a la Iglesia– a la que habrá que dirigirse para conocer dichas condiciones póstumas y la actitud correspondiente. Sin duda estaremos tentados de decir que la doctrina oficial de la Iglesia se contenta con no dar, sobre la cuestión de los fines últimos, más que un simple «esquema» –para retomar la expresión de F. Schuon– y que, además, espíritus un poco cultivados, o que se creen «fuertes», se plantearán entonces una multitud de objeciones que podrían ser «disueltas» por la metafísica tradicional solamente; por ejemplo, la cuestión de la «eternidad del Infierno» no puede evidentemente recibir una solución aceptable más que si se es capaz de distinguir entre «perpetuidad» o «indefinidad cíclica», y «eternidad» (Para un mayor desarrollo de este punto de vista ver F. Schuon, «L’Oeil du Coeur», P. 77, y también R. Guénon, «Iniciación y realización espiritua»). Pero, de hecho, lo que importa es que el dogma de la «eternidad del Infierno» confiere a la cuasi-totalidad de los cristianos una «noción cualitativa y simbólicamente suficiente» de la causalidad cósmica que rige nuestros destinos póstumos. Ahora bien, aquí, es decir para un cristiano –e incluso un simple «bautizado» que lo haya sido a una edad en la que él no haya tomado conciencia de ello, lo que es el caso más frecuente– la «causalidad cósmica» de la que se trata es un lazo «ontológico» entre su substancia individual y un principio «metacósmico» que es Cristo y su Cuerpo Místico. En virtud de ese lazo, la «naturaleza» de un cristiano ya no es la de un «pagano», y sus destinos póstumos ya no son los mismos, en principio al menos; resulta de ello, en particular, para él una mayor facilidad de obtener la «salvación» y, como contrapartida inevitable, un mayor riesgo de «condenación». Es esto lo que explica que el Cielo y el Infierno cristianos son vistos como «perpetuos» a diferencia de los cielos y de los infiernos pasajeros del Hinduismo. Así, sin que sea necesario tener una mas amplia información sobre la «naturaleza» del Infierno, es suficiente que este aparezca como una eventualidad temible, e incluso más temible para un cristiano que para un «pagano»; pero el carácter temible de esta eventualidad aparecerá todavía mejor si nos tomamos el cuidado de recordar que la «salvación» –o su contrapartida, la «condenación»– es a la vez el resultado de la gracia divina y de la cooperación libre del hombre, es decir que se sitúa en el ámbito de la acción, por lo tanto al nivel del «ciclo terrestre» en el que la libertad humana puede ejercerse, y esta acción no es aprovechable para la salvación más que si ella es «ritualizada», normalmente por la intermediación de los sacramentos. Fuera de la economía sacramental, el cristiano, en principio al menos, corre el riesgo de la condenación. Decimos «en principio», ya que es bien evidente que el ejercicio de la libertad y el carácter «gratuito» de la gracia divina prohiben absolutamente prejuzgar sobre la «salvación» o sobre la «condenación» de tal o cual persona, y uno puede ser llevado a preguntarse en el estado actual del mundo, cual puede ser el grado de «responsabilidad» de una multitud de cristianos. Metafísicamente, se dirá que ellos no han llegado verdaderamente al «estado de hombre» para ser susceptibles de «salvación» o de «condenación»; ellos no son «hombres» más que accidentalmente (Cf. F. SCHUON, L’Oeil du Coeur.), y no se encuentran por lo tanto en un estado «central», a partir del cual solamente la posibilidad de «salvación» puede ser considerada. Son «comparables» a los animales o a los vegetales que están en los estados «periféricos», y sus estados póstumos excluyen tanto la «salvación» como la «condenación»; es lo que la teología clásica expresa poniéndolos en los «limbos»: no pueden ellos «renacer» mas que en otro estado periférico o en un «estado central» diferente que el ser humano. Pero ahí todavía es imposible prejuzgar si tal o tal individuo es verdaderamente «hombre» o entra en la categoría más arriba descrita. 1182 Abbé Henri Stéphane: Algunas Consideraciones sobre los Estados Postumos