Eckhart Sermão 45

MESTRE ECKHART — SERMÕES
SERMÓN XLV — Beatus es, Simon Bar Iona, quia caro et sanguis etc.
Nuestro Señor dice: «¡Simón Pedro, tú eres bienaventurado; esta revelación no te la han hecho ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mateo 16, 17).

San Pedro tiene cuatro nombres: se llama «Pedro» (Mateo 16, 16 a 18) y se llama «Bar Jonás» y se llama «Simón» y se llama «Cefas» (Juan 1, 42).

Nuestro Señor dice, pues: «¡Tú eres bienaventurado!» Todo el mundo anhela (la) bienaventuranza. Resulta que dice un maestro: Todo el mundo anhela ser elogiado. Ahora bien, San Agustín dice: Un hombre bueno no anhela ser elogiado, mas sí desea ser digno de elogio. Nuestros maestros afirman, pues, que la virtud, en su fondo y peculiaridad, es tan acendrada y se halla tan sustraída y separada de todas las cosas corpóreas que nada puede caer en ella sin manchar la virtud, y (así) ella se convierte en defecto. Un solo pensamiento o la búsqueda de su propio provecho: (ya) no es una virtud genuina, más aún: se convierte en defecto. Así es la virtud por naturaleza.

Ahora bien, un maestro pagano dice: Cuando alguien ejerce la virtud por amor de algo que no sea la virtud, (su actitud) nunca llega a ser virtud. Si busca elogios o alguna otra cosa, vende la virtud. Una virtud por naturaleza no se debe abandonar por nada en este mundo. Por eso, un hombre bueno no anhela ser elogiado, pero sí anhela ser digno de elogio. El hombre no debe sentir pena porque estén enojados con él; se debe apenar porque merezca el enojo.

Pues bien, Nuestro Señor dice: «¡Tú eres bienaventurado!» La bienaventuranza depende de cuatro cosas, (a saber): que se posea todo cuanto tiene ser y es placentero para desearlo y trae gozo, y que uno lo tenga enteramente indiviso, con toda el alma, habiéndolo recogido en Dios, en lo más acendrado y elevado, puro (y) no encubierto en el primer efluvio violento y en el fondo del ser, y todo eso tomado allí donde (lo) toma Dios mismo: esto es (la) bienaventuranza.

Ahora dice (Mateo): «Pedro», esto significa lo mismo que «el que ve a Dios». Pues bien, los maestros preguntan si el núcleo de la vida eterna reside más en el entendimiento o en la voluntad. (La) voluntad tiene dos clases de obras: (el) anhelo y (el) amor. La obra del entendimiento (empero), es simple; por eso es mejor; su obra es conocer, y nunca descansa hasta que toque desnudo a aquello que conoce. Y de esta manera precede a la voluntad dándole a conocer aquello que ama. Mientras uno apetece las cosas, no las tiene. Cuando las tiene, las ama; así el deseo deja de existir.

¿Cómo ha de ser el hombre destinado a ver a Dios? Ha de estar muerto. Nuestro Señor dice: «Nadie me puede ver y vivir» (Exodo 33, 20). Resulta que San Gregorio dice: Está muerto quien ha muerto para el mundo. Ahora fijaos vosotros mismos en cómo es un muerto y en lo poco que le atañe todo cuanto hay en el mundo. Si se muere para este mundo, no se muere para Dios. San Agustín rezó muchas clases de oraciones. Dijo: Señor, dame que te conozca a ti y a mí. «Señor, apiádate de mí y muéstrame tu rostro y dame que muera, y dame que no muera para verte por toda la eternidad». Esta es la primera (condición): si uno quiere ver a Dios, debe estar muerto. Esto significa el primer nombre: «Pedro».

Dice un maestro: Si no hubiera ningún medio (= cosa intermediaria), se vería una hormiga en el firmamento. Mas, otro maestro dice: Si no hubiera medio, no se vería nada. Ambos tienen razón. El color que hay en la pared, si ha de ser traído a mi ojo, debe ser cribado y refinado al aire y a la luz, y así espiritualizado se lo tiene que presentar a mi ojo. Del mismo modo, el alma que ha de ver a Dios, debe ser cribada en la luz y en la gracia. Por eso tiene razón aquel maestro que dijo: Si no hubiera medio, no veríamos. También tiene razón el otro maestro que dijo: Si no hubiera medio, veríamos la hormiga en el firmamento. Si no hubiera ningún medio en el alma, ella vería a Dios desnudo.

El segundo nombre: «Bar Jonás» significa lo mismo que «un hijo de la gracia», en la cual el alma es purificada y llevada hacia arriba y preparada para la contemplación de Dios.

El tercer nombre es: «Simón», esto quiere decir tanto como «algo que es obediente» y «algo que es sumiso». Quien ha de escuchar a Dios, tiene que estar separado (y) a gran distancia de la gente. Por ello dice David: «Me quiero callar y escuchar lo que dice Dios dentro de mí. Dice paz para su pueblo y sobre sus santos y a todos aquellos que han regresado a su corazón» (Salmo 84, 9). Bienaventurado es el hombre que escucha afanosamente a cuanto Dios dijere en su interior, y él se ha de doblegar directamente bajo el rayo de la luz divina. El alma que se ha ubicado con toda su fuerza por debajo de la luz divina, se torna enardecida e inflamada en el amor divino. (La) luz divina entra con su irradiación directamente desde arriba. Si el sol diera verticalmente sobre nuestra cabeza, casi nadie sobreviviría. De esta manera, la potencia suprema del alma, que es la cabeza, debería erguirse equilibradamente bajo el rayo de la luz divina para que pudiera brillar dentro de ella esa luz divina, de la cual he hablado a menudo: ésta es tan pura y flota tan por encima y es tan elevada que en comparación con esta luz todas las luces son tinieblas y nonadas. Todas las criaturas, tal como son, son como nada; cuando se proyecta sobre ellas la luz, dentro de la cual reciben su ser, entonces son algo. Por eso, el conocimiento natural nunca puede ser tan noble que toque o aprehenda inmediatamente a Dios, a no ser que el alma posea las seis cualidades a las que me he referido antes. La primera: que uno haya muerto para toda desigualdad. La segunda: que uno se halle bien purificado en la luz (divina) y en la gracia. La tercera: que se carezca de medios. La cuarta: que uno, en su fondo más íntimo, escuche la palabra de Dios. La quinta: que uno se someta a la luz divina. La sexta es la que menciona un maestro pagano: Esta es la bienaventuranza de que uno viva de acuerdo con la suprema potencia del alma; ella debe tender continuamente hacia arriba y recibir su bienaventuranza en Dios. Allí, en el primer efluvio violento, donde recibe el Hijo mismo, allí en lo más excelso de Dios, hemos de recibir también nosotros; (mas) entonces, nosotros también debemos presentar parejamente lo más elevado que poseemos.

«Cefas» significa lo mismo que «una cabeza». La cabeza del alma es (el) entendimiento. Quienes se expresan del modo más burdo, dicen que lo que precede es el amor; pero aquellos que hacen la afirmación más acertada dicen expresamente — y también es verdad — que el núcleo de la vida eterna reside en el conocimiento antes que en el amor. ¡Y sabed el porqué! Dicen nuestros más insignes maestros — de los cuales no hay muchos — que el conocimiento y el entendimiento suben directamente hacia Dios. Mas, el amor se dirige hacia lo que ama; de ello infiere qué es lo que es bueno. Pero el conocimiento percibe aquello por lo cual es bueno. (La) miel es, en sí misma, más dulce que ninguna cosa que se pueda hacer con ella. El amor toma a Dios porque es bueno; pero (el) conocimiento se eleva y toma a Dios porque es ser. Por eso dice Dios: «¡Simón Pedro, tú eres bienaventurado!» Dios le da al hombre justo un ser divino y lo llama con el mismo nombre que pertenece a su (propio) ser. Por eso dice luego: «Mi Padre que está en el cielo».

Por entre todos los nombres, ninguno es más acertado que «El que es». Pues, si alguien quiere señalar una cosa (y) dice «es», parecería una necedad; si dijera «es un leño o una piedra», se sabría qué es lo que quiere decir. Por eso decimos: (Hallarse) completamente separado y reducido y pelado para que no quede nada fuera del único «es»: en esto reside la peculiaridad de su nombre. Por eso, Dios le dijo a Moisés: «Di: El que es me ha enviado» (Exodo 3, 14). A causa de ello, Nuestro Señor llama a los suyos con su propio nombre. Nuestro Señor dijo a sus discípulos: «Quienes son mis seguidores, se sentarán a mi mesa en el reino de mi Padre y comerán mi comida y tomarán mi bebida que mi Padre me ha preparado; así os la he preparado yo también» (Cfr. Mateo 19, 28 y Lucas 22, 29 ss.). Bienaventurado es el hombre que ha llegado a recibir junto con el Hijo de lo mismo de lo cual recibe el Hijo. Justamente ahí recibiremos nosotros también nuestra bienaventuranza, y allí donde reside su bienaventuranza, en el interior donde Él tiene su ser, en ese mismo fondo todos sus amigos recibirán y sacarán su bienaventuranza. Esta es la «mesa en el reino de Dios».

Que Dios nos ayude a llegar a esa mesa. Amén.