FONTE DE OURO — UNIÃO DA VONTADE COM CRISTO
La entrada en el reino de la felicidad y la paz se efectúa a través de la unión de la voluntad con Cristo, por el amor. ¿Cómo se puede alcanzar este sentido del amor? Centrando la rueda de la mente, con el fluir de sus pensamientos cotidianos, en el Hombre-Jesús y aprendiendo a ver, aferrándose interiormente a ellos, la perfecta simplicidad y amor de Jesucristo. Podemos adquirir el hábito de tomar a Jesús como compañero de nuestro corazón y nuestros pensamientos. Todos sabemos que la mente tiene una necesidad incesante de llenarse: no podemos estar sin pensamientos hasta después de haber recorrido un largo trecho en la vida espiritual. Se puede ver en esto una de las condiciones que Dios ha establecido para poder morar en la mente del hombre -morada demasiado a menudo usurpada horriblemente por toda clase de sustitutos indignos-. ¡Insignificantes intereses y ocupaciones sociales, aversiones, ambiciones y preocupaciones personales, un caos de futilidades que da vueltas interminablemente, alabado y conocido por demasiados de nosotros como «vida activa»! Y a la mente sólo a largos intervalos, y por lo general en momentos fijos y establecidos, se le da la oportunidad de meditar en Dios y en el maravilloso futuro del espíritu humano. Somos como unos viajeros que, a punto de partir para un gran viaje, llenan sus valijas con todo lo que les será perfectamente inútil.
Ahora bien, es posible expulsar y eliminar este caótico e inútil estado mental, que se diría el «estado natural» de la mente, y abrirnos a la recepción del poder y la fuerza, los gozos y delicias de la Mente de Cristo. Esos gozos son el Corazón de Cristo que habla al corazón de Su amador. Son incomparables: están más allá de todo lo imaginable hasta que los conocemos; y los recibimos, percibimos y disfrutamos en la medida en que tenemos amplitud y capacidad para contenerlos. Pues no hay fin en ello. Él siempre tiene más para dar si somos suficientemente capaces para recibir.
Nos absorben demasiado los pueriles intereses y ocupaciones de la vida cotidiana. Hacemos una virtud de esas ocupaciones interminables, pero no son una virtud, sino un estorbo mortal, pues nos mantienen demasiado ocupados para buscar la única cosa necesaria: el Reino de Dios. ¿Qué es este mundo? Es una escuela para los amadores, y somos amadores en formación.
¿Es el bautismo, por sí mismo, suficiente para hacernos entrar en ese Reino? No. ¿Basta llevar una vida social ordenada para encontrarlo? No. ¿Basta, para ello, la esperanza, o incluso la fervorosa expectativa de que, por un medio u otro (¡no sabemos por cual!), seremos conducidos a él? No; no podemos alcanzarlo sin conseguirlo personalmente. ¿Lo encontraremos a través de un intenso estudio exterior? No; nuestro propósito no es ser estudiantes, sino poseedores, y la clave de esta posesión no está en los libros, sino, para nosotros, en Jesús. Es a Él a quien debemos invitar y admitir en nuestro corazón con gran ternura -junto con todas las virtudes que Él representa -y quien debe convertirse en el punto central de nuestro pensamiento. Del pensamiento constante nace la ternura; de la ternura, el afecto; del afecto, el amor. Una vez que el amor a Jesús se ha establecido firmemente en el corazón, percibimos (por contraste) nuestras propias faltas -percepción muy dolorosa, y conocida como arrepentimiento-. Esto ha de ir seguido inmediatamente por un cambio de actitud, es decir, tratamos de expulsar nuestra antigua manera de pensar y actuar y adoptamos una nueva. De hecho, procuramos por todos los medios complacer al Amado, estar en armonía con Él. Y entonces hemos establecido una relación personal entre nosotros y Cristo.
Con la percepción de nuestros defectos viene la necesaria humildad y la drástica eliminación de todo orgullo. Nos acordamos, también, de que, si bien Jesús está tan cerca de nosotros y es nuestro Amado, Él es asimismo el poderoso Hijo de Dios.
Él es también el Cristo místico que, cuando estamos preparados, nos conduce hasta el Padre, lo cual quiere decir que de súbito nos inunda la conciencia de Dios y el amor a Él; y aquí entramos en la más maravillosa de todas las experiencias terrenales: el gran Jardín de la Felicidad del Alma.
Dedicarse al estudio de las teorías, dogmas, leyes y escritos de los hombres significa estar envuelto en una controversia interminable. Podemos estudiar libros hasta enfermar sin que nuestros esfuerzos nos lleven a nada substancial. Para ser discípulos y poseedores debemos establecer primero la relación personal entre nosotros y Jesús. Y para hacerlo debemos tomar conciencia, con mayor intensidad que hasta ahora, de que Él vive todavía. La mente tiende a pensar en Él principalmente como alguien que vivió hace tiempo. Cuando hayamos aprendido a darnos cuenta de que Jesús es tan intensamente consciente de todo lo que hacemos como cuando andaba de forma visible entre los hombres -de que conoce tan bien ahora nuestros pensamientos y esfuerzos más recónditos como conocía los pensamientos secretos de Sus discípulos-, Lo habremos introducido mucho más íntimamente en nuestra vida.
Como el poseedor de la vida no es el estudiante de las escuelas, sino el discípulo de Cristo, preparémonos para ser discípulos. Una vez más, esto lo llevamos a cabo únicamente con la ayuda del Hombre-Jesús, que está en Cristo, y Cristo en Jesús. Pues el Cristo-Dios es al principio un plato demasiado fuerte para nosotros: no podemos entender plenamente que Él es Dios, pero El mismo nos lo enseñará cuando estemos preparados para saberlo. Conocer esta verdad con toda su amplitud ya es poseer la vida eterna.
Así como ningún hombre puede darnos la vida eterna, tampoco ningún hombre puede darnos el conocimiento de que Cristo es Dios, tal como Él quiso revelarse al hombre. Si tenemos dudas dolorosas, desprendámonos de ellas y pasemos prontamente a pensar en la dulzura, sencillez y mansedumbre del Hombre-Jesús. Si tenemos preguntas, dejemos de preguntar y digamos con el hombre de antaño: «Señor, yo creo; mitiga mi falta de fe».
Hacemos bien evitando esas preguntas, fisgoneos y curiosidades, pues cuando nos abandonamos a esas cosas somos como el sirviente vulgar que no desdeña mirar furtivamente por el ojo de la cerradura de la habitación de su señor. Dejemos a un lado tales vulgaridades espirituales y, abriendo nuestro corazón al bello Amor, tomémoslo como único guía. El Amor nos atrae muy rápidamente a Su morada, pues estamos hechos de amor, por el amor y para el amor, y al Amor debemos regresar, pues Él nos espera con anhelo.