Quien posee a Dios así, en (su) esencia, lo toma al modo divino, y Dios resplandece para él en todas las cosas; porque todas las cosas tienen para él sabor de Dios y la imagen de Dios se le hace visible en todas las cosas. Dios reluce en él en todo momento, y en su fuero íntimo se produce un desasimiento libertador y se le imprime la imagen de su Dios amado (y) presente. Es como en el caso de un hombre que sufre agudamente de verdadera sed: puede ser que haga algo que no sea beber, y también podrá pensar en otras cosas, pero haga lo que hiciere y esté con cualquier persona, cualesquiera que sean sus empeños o sus ideas o sus acciones, mientras perdure la sed no le pasará la representación de la bebida, y cuanto mayor sea la sed tanto más fuerte y penetrante y presente y constante será la representación de la bebida. O quien ama una cosa ardientemente (y) con todo fervor, de modo que no le gusta ninguna otra ni lo afecta en el corazón fuera de ésta (la amada), y sólo aspira a ella y a nada más: de veras, a este hombre, dondequiera y con quienquiera que esté o cualquier cosa que emprenda o haga, nunca se le apagará en su fuero íntimo aquello que ama tan entrañablemente, y en todas las cosas hallará justamente la imagen de esa cosa y la tendrá presente con tanta más fuerza cuanto más fuerte sea su amor. Semejante hombre no busca (la) tranquilidad porque ninguna intranquilidad lo puede perturbar. Este hombre merece un elogio mucho mayor ante Dios porque concibe a todas las cosas como divinas y más elevadas de lo que son en sí mismas. De veras, para esto se necesita fervor y amor y (hace falta) que se cifre la atención exactamente en el interior del hombre y (que se tenga) un conocimiento recto, verdadero, juicioso (y) real de lo que es el fundamento del ánimo frente a las cosas y a la gente. Esta (actitud) no la puede aprender el ser humano mediante la huida, es decir, que exteriormente huya de las cosas y vaya al desierto; al contrario, él debe aprender (a tener) un desierto interior dondequiera y con quienquiera que esté. Debe aprender a penetrar a través de las cosas y a aprehender a su Dios ahí dentro, y a ser capaz de imprimir su imagen (la de Dios) en su fuero íntimo, vigorosamente, de manera esencial. Comparémoslo con alguien que quiere aprender a escribir: de cierto, si ha de dominar este arte, tiene que ejercitarse mucho y a menudo en esta actividad, por más penoso y difícil que le resulte y por imposible que le parezca; si está dispuesto a ejercitarse asiduamente y con frecuencia, lo aprenderá y dominará este arte. A fe mía, primero tiene que fijar sus pensamientos en cada letra individual y grabársela muy firmemente en la memoria. Más tarde, cuando domina el arte, ya no le hacen falta en absoluto la representación de la imagen ni la reflexión; entonces escribe despreocupada y libremente… Y lo mismo sucede cuando se trata de tocar el violín o de cualquier otra obra que ha de realizar con habilidad. A él le basta perfectamente saber que quiere poner en práctica su arte; y aun cuando no lo haga en forma continuamente consciente, ejecuta su tarea gracias a su habilidad sean los que fueren sus pensamientos. TRATADOS PLÁTICAS INSTRUCTIVAS 6.
Anteriormente dije con referencia al vacío o la desnudez, que el alma, cuanto más transparente, desnuda y pobre esté y cuanto menor sea el número de criaturas que tiene, y cuanto más vacía se conserve de todas las cosas que no son Dios, tanto más puramente aprehenderá a Dios y a tantas más cosas dentro de Dios y tanto más será una con Dios, y su mirada penetrará en Dios y Dios la mirará cara a cara como transformada en su imagen, según dice San Pablo (Cfr. 1 Cor.13,12 y 2 Cor.3,18). Exactamente lo mismo digo ahora, también, de la igualdad y del ardor del amor; pues, en la medida en la cual una cosa se asemeja más a otra, en esta misma medida va corriendo hacia ella con mayor rapidez, y su corrida le produce más felicidad y deleite; y cuanto más se aleje de sí misma y de todo cuanto no es aquella (cosa) hacia la cual va corriendo, y cuanto más disímil (se haga) con respecto a sí misma y a todo cuanto no es aquella (cosa), tanto más se asemejará cada vez a aquella hacia la cual va corriendo. Y como (la) igualdad emana de lo Uno y atrae y seduce a causa de la fuerza y en la fuerza de lo Uno, no hay descanso ni contento ni para lo que atrae, ni para lo que es atraído, hasta que ambos sean aunados en uno. Por eso dijo Nuestro Señor por’ boca del profeta Isaías – cito según el sentido -: No me satisface ninguna semejanza insigne y ninguna paz del amor hasta que Yo mismo no me revele en mi Hijo y arda y sea encendido en el amor del Espíritu Santo (Cfr. Isaías 62,1). Y Nuestro Señor le pidió a su Padre que nosotros, antes que ser solamente unidos (con Él), fuéramos uno con Él y en Él. Para esta palabra y esta verdad poseemos, también en la naturaleza, en lo externo, una imagen visible y un testimonio (concreto). Cuando el fuego surte su efecto y enciende la leña haciéndola arder, el fuego hace la leña muy fina y disímil a sí misma y le quita la robustez, el frío, el peso y la acuosidad y va asemejando la leña cada vez más a él mismo, o sea el fuego; sin embargo, tanto el fuego como la leña no se tranquilizan ni sosiegan ni conforman, sea cual fuere el calor, el ardor y la similitud, hasta que el fuego nazca él mismo en la leña, transmitiéndole su naturaleza y su esencia propias de manera que todo sea un solo fuego igual a ambos, sin distinción, ni más ni menos. Y por ello, hasta que se llegue a ese punto, hay siempre humo, combate, chisporroteos, esfuerzos y desavenencias entre (el) fuego y (la) leña. Pero cuando se ha quitado y alejado cualquier desigualdad, el fuego se sosiega y la leña enmudece. Y yo digo además, conforme a la verdad, que la potencia oculta de la naturaleza odia en secreto la similitud por cuanto lleva en sí diferencia y desdoblamiento, y busca en ella lo uno que es lo que ama en la similitud y sólo por amor de lo uno, así como la boca busca y ama en el vino y con respecto a él, el sabor o la dulzura. Si el agua tuviera el sabor propio del vino, la boca no preferiría el vino al agua. TRATADOS EL LIBRO DE LA CONSOLACIÓN DIVINA 2
Leemos que San Antonio una vez en el desierto tenía tribulaciones especialmente graves por culpa de los espíritus malignos; y cuando hubo superado su tribulación se le apareció alegremente Nuestro Señor, también exteriormente (visible). A eso dijo el santo varón: Ay, querido Señor ¿dónde estabas recién cuando mis apuros eran tan grandes? Entonces dijo Nuestro Señor: Yo estaba aquí como lo estoy ahora. Pero deseaba y se me antojaba ver lo piadoso que eras. Un (trozo de) plata o de oro, seguramente es puro, pero si se pretende hacer de él una copa en la cual ha de beber el rey, se lo acrisola incomparablemente más que otro (trozo). Por ello está escrito con referencia a los apóstoles que ellos se alegraban por haber sido dignos de padecer ultrajes por amor de Dios (Hechos 5, 41). TRATADOS EL LIBRO DE LA CONSOLACIÓN DIVINA 2
¡Sufrid, pues, de esta manera por amor de Dios ya que es sumamente saludable y es la bienaventuranza! «Bienaventurados» – dijo Nuestro Señor – «son los que sufren a causa de la justicia» (Mateo 5, 10). ¿Cómo puede permitir Dios, el amante de la bondad, que sus amigos, o sea (los) hombres buenos, no tengan sufrimientos continua, ininterrumpidamente? Si un hombre tuviera un amigo que aceptara sufrir durante unos pocos días para que debido a ello mereciera gran provecho, honra y comodidad para poseerlos durante mucho tiempo, (y) si (este hombre) tratara de impedirlo o si fuera su deseo de que otra persona lo impidiese, no se diría que era amigo del otro o que lo amaba. De ahí que Dios en absoluto podría permitir que sus amigos, (esa) gente buena, estuvieran jamás sin sufrimiento sino fueran capaces de sufrir no sufriendo. Toda la bondad del sufrimiento externo proviene y emana de la bondad de la voluntad, tal como he escrito arriba. Y por ende: todo cuanto un hombre bueno quiere sufrir y está dispuesto para ello y desea hacerlo por amor de Dios, lo sufre (efectivamente) ante el rostro divino y por Dios en Dios. El rey David dice en el Salterio: Estoy preparado para cualquier infortunio, y a mi dolor lo tengo siempre presente en mi corazón y ante mi rostro (Salmo 37, 18). Dice San Jerónimo que la cera pura, la cual es totalmente blanda y se presta para formar de ella y con ella cualquier cosa que se deba y quiera hacer, contiene en sí todo cuanto se puede formar con ella, aun cuando nadie la use para configurar ninguna cosa exteriormente visible. También he escrito arriba que la piedra no tiene menor peso cuando no se apoya sobre el suelo en forma exteriormente visible; todo su peso reside completamente en el hecho de que tiende hacia abajo y está dispuesta en sí misma a caer hacia abajo. Así he escrito también arriba que el hombre bueno ya en este momento ha hecho en el cielo y en la tierra todo cuanto querría hacer, asemejándose a Dios también en este aspecto. TRATADOS EL LIBRO DE LA CONSOLACIÓN DIVINA 2
Ahora has de saber que Dios, antes de existir el mundo, se ha mantenido – y sigue haciéndolo – en este desasimiento inmóvil, y debes saber (también): cuando Dios creó el cielo y la tierra y todas las criaturas, (esto) afectó su desasimiento inmóvil tan poco como si nunca criatura alguna hubiera sido creada. Digo más todavía: Cualquier oración y obra buena que el hombre pueda realizar en el siglo, afecta el desasimiento divino tan poco como si no hubiera ninguna oración ni obra buena en lo temporal, y a causa de ellas Dios nunca se vuelve más benigno ni mejor dispuesto para con el hombre que en el caso de que no hiciera nunca ni una oración ni las obras buenas. Digo más aún: Cuando el Hijo en la divinidad quiso hacerse hombre y lo hizo y padeció el martirio, esto afectó el desasimiento inmóvil de Dios tan poco como si nunca se hubiera hecho hombre. Ahora podrías decir: Entonces oigo bien que todas las oraciones y todas las buenas obras se pierden (=son inútiles) porque Dios no se ocupa de ellas (en el sentido de) que alguien lo pueda conmover con ellas y, sin embargo, se dice que Dios quiere que se le pidan todas las cosas. En este punto deberías escucharme bien y comprender perfectamente – siempre que seas capaz de hacerlo – que Dios en su primera mirada eterna – con tal de que podamos suponer una primera mirada – miró todas las cosas tal como sucederían, y en esta misma mirada vio cuándo y cómo iba a crear a las criaturas y cuándo el Hijo quería hacerse hombre y debía padecer; vio también la oración y la buena obra más insignificante que alguien iba a hacer, y contempló cuáles de las oraciones y devociones quería o debía escuchar; vio que mañana tú lo invocarás y le pedirás con seriedad, y esta invocación y oración Dios no las quiere escuchar mañana, porque (ya) las ha escuchado en su eternidad antes de que tú te hicieras hombre. Mas, si tu oración no es ferviente y carece de seriedad, Dios no te quiere rechazar ahora, porque (ya) te ha rechazado en su eternidad. Y de esta manera Dios ha contemplado con su primera mirada eterna todas las cosas, y Dios no obra nada de nuevo porque todas son cosas pre-operadas. Y de este modo Dios se mantiene, en todo momento, en su desasimiento inmóvil y, sin embargo, por eso no son inútiles la oración y las buenas obras de la gente, pues quien procede bien, recibe también buena recompensa, quien procede mal, recibe también la recompensa que corresponde. Esta idea la expresa San Agustín en «De la Trinidad», en el último capítulo del libro quinto, donde dice lo siguiente: «Deus autem», etcétera, esto quiere decir: «No quiera Dios que alguien diga que Dios ama a alguna persona de manera temporal, porque para Él nada ha pasado y tampoco es venidero, y Él ha amado a todos los santos antes de que fuera creado el mundo, tal como los había previsto. Y cuando llega el momento de que Él hace visible en el tiempo lo contemplado por Él en la eternidad, la gente se imagina que Dios les ha dispensado un nuevo amor; (mas) es así: cuando Él se enoja o hace algún bien, nosotros cambiamos y Él permanece inmutable, tal como la luz del sol permanece inmutable en sí misma». A idéntica idea alude Agustín en el cuarto capítulo del libro doce de «De la Trinidad» donde dice así: «Nam deus non ad tempus videt, nec aliquid fit novi in eius visione», «Dios no ve a la manera temporal y tampoco surge en Él ninguna visión nueva». A este pensamiento se refiere también Isidoro en el libro «Del bien supremo», donde dice lo siguiente: «Mucha gente pregunta: ¿Qué es lo que hizo Dios antes de crear el cielo y la tierra, o cuándo surgió en Dios la nueva voluntad de crear a las criaturas?» Y contesta así: «Nunca surgió una nueva voluntad en Dios, pues si bien es así que la criatura en ella misma no existía», como lo hace ahora, «existía, sin embargo, en Dios y en su razón desde la eternidad». Dios no creó el cielo y la tierra tal como nosotros decimos en el transcurso del tiempo: «¡Hágase esto!» porque todas las criaturas están enunciadas en la palabra eterna. A este respecto podemos alegar también lo dicho por Nuestro Señor a Moisés, cuando Moisés le dijera a Nuestro Señor: «Señor, si Faraón me pregunta quién eres ¿qué debo contestarle?», entonces respondió Nuestro Señor: «Dile pues que, El que es, me ha enviado» (Cfr. Exodo 3, 13 s.) Esto significa lo mismo que: El que es inmutable en sí mismo, me ha enviado. TRATADOS DEL DESASIMIENTO 3
«En esto se nos ha manifestado y hecho visible el amor de Dios hacia nosotros, en que Dios ha enviado al mundo a su Hijo unigénito para que vivamos con el Hijo y en el Hijo y por el Hijo» (1 Juan 4, 9); porque andan mal, por cierto, todos cuantos no viven por medio del Hijo. SERMONES: SERMÓN IV 3
En tercer término dice que esa «ciudad» es «nueva». «Nuevo» se llama aquello que no está ejercitado o se halla cerca de su comienzo. Dios es nuestro comienzo. Cuando estamos unidos a Él, nos tornamos «nuevos». Alguna gente, por necia, se imagina que Dios habría hecho eternamente, o retenido en Él mismo, las cosas que vemos ahora, y que las dejaría salir a luz en el tiempo. Debemos entender que la obra divina no implica trabajo, según quiero explicaros: Yo estoy parado aquí, y si hubiera estado parado aquí hace treinta años, y si mi rostro hubiese estado desembozado sin que nadie lo hubiera visto, yo habría estado aquí lo mismo. Y si se tuviera a mano un espejo y lo colocaran delante de mí, mi rostro se proyectaría y configuraría en él sin trabajo mío; y si ello hubiera sucedido ayer, sería nuevo, y otra vez, (si fuera) hoy, sería más nuevo todavía, y lo mismo luego de treinta años o en la eternidad, sería (nuevo) eternamente; y si hubiera miles de espejos, sería sin trabajo mío. Así (también) Dios contiene en sí, eternamente, todas las imágenes, (y esto) no como alma o como cualquier criatura, sino como Dios. En Él no hay nada nuevo ni imagen alguna, sino que – tal como he dicho del espejo – en nosotros es tanto nuevo como eterno. Cuando el cuerpo está preparado, Dios le infunde el alma y la forma de acuerdo con el cuerpo, y ella tiene semejanza con él y a causa de esta semejanza, amor (por él). Por eso no existe nadie que no se ame a sí mismo; se engañan a sí mismos quienes se imaginan que no se quieren a sí mismos. Deberían odiarse y (ya) no podrían existir. Debemos amar correctamente las cosas que nos conducen a Dios; sólo esto es amor junto con el amor divino. Si mi amor se cifrara en atravesar el mar, y me gustara tener un barco, ello sería tan sólo porque desearía estar allende el mar; y cuando hubiera logrado cruzar el mar, el barco ya no me haría falta. Dice Platón: Qué es lo que es Dios, no lo sé – y quiere decir: El alma, mientras se encuentra en el cuerpo, no puede conocer a Dios – pero lo que no es, lo sé bien, como se puede observar en el sol cuyo brillo no lo puede aguantar nadie, a no ser que primero sea envuelto en el aire y que luego alumbre así la tierra. San Dionisio dice: «Si la luz divina ha de alumbrar mi fuero íntimo, tiene que estar insertada (en él) tal como está insertada mi alma (en el cuerpo). Él dice también: La luz divina aparece en cinco clases de personas. Las primeras no la recogen. Son como los animales, incapaces de recibir, como se puede ver en un símil. Si me acercara al agua y ésta estuviera revuelta y turbia, no podría ver en ella mi cara a causa del desnivel (de la superficie del agua)… A los segundos se les hace visible sólo un poco de luz, como (por ejemplo) el destello de una espada cuando alguien la está forjando… Los terceros reciben más (de la luz divina), (algo así) como un fuerte destello que ora es luz y ora oscuridad; son todos aquellos que reniegan de la luz divina, (cayendo) en pecado… Los cuartos reciben más todavía de ella; pero a veces los elude (Dios con su luz), sólo para incitarlos y ampliar sus anhelos. Es cierto, si alguien quisiera llenar el regazo de cada uno de nosotros, cada cual ensancharía su regazo para poder recibir mucho. Agustín: Quien quiere recibir mucho, que amplíe su anhelo… Los quintos reciben una gran luz, como si fuera de día, y, sin embargo, es como si se hubiera colado por una fisura. Por eso dice el alma en El Libro de Amor: «Mi amado me ha mirado a través de una fisura; (y) su rostro era agraciado» (Cfr. Cantar de los Cant. 2, 9 y 14). Por ello dice también San Agustín: «Señor, tú das a veces una dulzura tan grande que, si ella se hiciera completa (y) esto no fuera el reino de los cielos, yo no sabría qué es el reino de los cielos». Un maestro dice: Quien quiere conocer a Dios sin estar adornado con obras divinas, será echado atrás hacia las cosas malas. Mas ¿no hace falta ningún medio para conocer a Dios por completo?… Ah sí, de esto habla el alma en El Libro de Amor: «Mi amado me miraba a través de una ventana» (Cantar de los Cant. 2, 9) – esto quiere decir: sin impedimento -, «y yo lo percibía, estaba parado cerca de la pared» – esto quiere decir: cerca del cuerpo que es decrépito -, y dijo: «¡Ábreme, amiga mía!» (Cantar 5, 2), esto quiere decir: Ella me pertenece por completo en el amor porque «Él es para mí, y yo soy sólo para él» (Cfr. Cant. 2, 16); «paloma mía» (Cantar 2, 14) – esto quiere decir: simple en el anhelo -, «hermosa mía» – esto quiere decir: en las obras -, «¡Levántate rápido y ven hacia mí! El frío ha pasado» (Cfr. Cantar 2, 10 y 11) por el cual mueren todas las cosas; por otra parte, todas las cosas viven por el calor. «Ha desaparecido la lluvia» (Cantar 2, 11) -ésta es la concupiscencia de las cosas perecederas -. «Las flores han brotado en nuestra tierra» (Cantar 2, 12) – las flores son el fruto de la vida eterna -. «¡Vete, aquilón» que resecas! (Cantar 4, 16) – con ello Dios le manda a la tentación que ya no estorbe al alma -. «¡Ven, auster y sopla por mi jardín para que mis aromas se desparramen!» (Cfr. Cantar 4, 16) – con ello Dios le ordena a toda la perfección que se adentre en el alma. SERMONES: SERMÓN LVII 3