Todos los mandamientos de Dios provienen del amor y de la bondad de su naturaleza; si no provinieran del amor, no podrían ser mandamientos de Dios. Pues el mandamiento de Dios es la bondad de su naturaleza, y su naturaleza es su bondad en su mandamiento. Luego, quienquiera que mora en la bondad de su naturaleza, mora en el amor de Dios; y el amor no tiene porqué. Si yo tuviera un amigo y lo amara para que me hiciese el bien y me complaciese del todo, no amaría a mi amigo sino a mí mismo. He de amar a mi amigo a causa de su propia bondad y su propia virtud y por todo cuanto es en sí mismo, entonces amo a mi amigo como se debe, cuando lo amo así como acabo de decir. Exactamente lo mismo sucede con el hombre que se mantiene en el amor de Dios, que no busca nada de lo suyo, ni en Dios ni en sí mismo ni en cualquier cosa que fuera, y que ama a Dios solo por su propia bondad y por la bondad de su naturaleza y por todo cuanto Él es en sí mismo. Y éste es el amor verdadero. (El) amor de las virtudes es una flor y un adorno y una madre de todas las virtudes y de toda perfección y de toda bienaventuranza, porque (este amor) es Dios, ya que Dios es el fruto de las virtudes; Dios fecunda a todas las virtudes, y es un fruto de las virtudes, y este fruto es duradero para el hombre. A un hombre que obrara a causa del fruto, le daría gran placer si este fruto le perdurase. Y si hubiera un hombre poseedor de una viña o de un campo y él lo cediera a su criado para que lo cultivara y le quedaran también los frutos, y si además le diera todo cuanto hacía falta para (su labor), le resultaría muy placentero (al criado) quedarse con los frutos sin (tener) gastos propios. Así constituye también un gran placer para el hombre que vive en medio del fruto de las virtudes, porque no tiene ni disgusto ni confusión ya que ha renunciado a sí mismo y a todas las cosas. SERMONES: SERMÓN XXVIII 3