Teofano Directio

Teofano o Recluso — Conselhos aos Ascetas
La dirección espiritual
A juicio de nuestros maestros, era normal que el monje fiel a su vocación llegara a alcanzar el don de la diácrisis (diakrisis). Los que todavía no lo poseían, no tenían más remedio que consultar sus problemas con los ancianos espirituales que ya lo habían recibido. Esto es, tenían necesidad de dirección espiritual.

Es bien sabido con qué energía los maestros del monacato primitivo hicieron hincapié en la necesidad de la dirección espiritual, de la apertura de conciencia, o mejor, de la apertura del alma, que es mucho más que la simple confesión de los pecados. En efecto, para orientar al padre espiritual y para que su dirección sea afectiva, no sólo se le deben manifestar las faltas y caídas, sino también — y ante todo — los logismoi, esto es, los pensamientos, las inclinaciones, las sugestiones, los impulsos interiores. No hubo doctrina más común entre los monjes antiguos. San Antonio era tan exigente en esta materia, que no dudaba en afirmar que el hermano debe declarar absolutamente todo a su “anciano”; incluso, si fuera posible, cuántos pasos ha dado y cuántas gotas de agua ha bebido. San Basilio no permite que nadie, en el cenobio, tenga escondido “en su fuero interno ningún movimiento del alma; todos los monjes deben descubrir los secretos de su corazón a aquellos hermanos que han recibido la misión de cuidar a los enfermos con simpatía y comprensión”. Y esta declaración hay que hacerla cuanto antes mejor. Pues, cuando el logismoi ha repercutido en un acto externo u obtenido el consentimiento de la voluntad, la manifestación del alma llega demasiado tarde, el pecado que se quería evitar está ya cometido, y lo único que puede hacer el padre espiritual es intentar curar las llagas del alma. No es preciso atacar el enemigo en cuanto empieza a manifestarse; hay que aplastar la cabeza de la serpiente apenas asoma, matar a los hijos de Babilonia apenas nacidos, extirpar los malos hierbajos antes de que empiecen a echar raíces.

No sólo es un privilegio, ano un estricto deber, del hombre que se retira a la soledad, el llamar a la puerta de los varones espirituales en busca de dirección. Está escrito: “Pregunta a tu padre y te lo dirá”. Nuestros maestros consideraban este precepto como si se dirigiera particularmente a los monjes. Y no admitían excepción de ninguna clase. Los escritos legados por el monacato primitivo nos permiten comprobar cómo los monjes noveles sometían a la crítica de los ancianos espirituales sus prácticas ascéticas, sus planes, sus intenciones; cómo les confiaban sus caídas, sus tentaciones, las sugerencias de sus pasiones. Incluso a veces, solos o formando pequeños grupos, emprendían largos viajes a pie a fin de consultar sus problemas interiores con los padres más eminentes por su diácrisís. ¡ Ay de aquellos que rechazaban la dirección espiritual o no eran plenamente sinceros con sus “ancianos”! Se exponían a caer en ilusiones, exageraciones y errores funestos. Ya San Antonio se veía obligado a declarar: “He visto a monjes que, después de muchos años de trabajos, cayeron y llegaron hasta la locura por liaber contado con sus propias obras y no haber aceptado el mandamiento de Dios que dice: “Interroga a tu padre y te lo enseñará’”.

Los Apotegmas de los padres nos permiten vislumbrar cómo se realizaba en la práctica esta dirección, puesto que muchos de ellos no son otra cosa que la escueta narración de una consulta hecha a un padre espiritual. Se nos habla simplemente de una visita, de una pregunta y de una respuesta. A lo que parece, aun suponiendo que la narración abrevia, todo transcurría en pocas palabras. La austeridad de la profesión monástica, el temor a hablar inútilmente, y, sin duda, también el deseo de ser claro, de facilitar el recuerdo de la respuesta y hacerla más eficaz, el respeto que imponía un ministerio considerado como de orden superior, todo ayudaba a imponer una gran sobriedad y gravedad. Son realmente impresionantes estas consultas. Y es que, además de las razones a que acabamos de aludir, había una causa superior que excluía toda palabrería, toda chanza, toda superficialidad: la convicción profunda de que las palabras de los ancianos eran verdaderamente inspiradas, esto es, que Dios mismo hablaba por su boca. Siendo así las cosas, no se debía discutir con ellos. Los que iban a consultarles, se limitaban a recoger con inmensa reverencia sus palabras como verdaderos oráculos. A lo más, cuando éstos se revestían de formas oscuras y sibilinas, se podía pedir una explicación; pero incluso ésta se daba en estilo conciso. Sólo cuando el padre espiritual prefería responder en forma de apólogo, el discurso se alargaba un poco. Pero nunca se discutía. Si el discípulo se mostraba terco, el anciano espiritual se limitaba a pedir a Dios que tocara su corazón o a excogitar alguna estratagema para hacerle entrar en razón y volver al buen camino.