Henri Suso — Livro da Sabedoria Eterna
Excertos da tradução em espanhol da Editorial Hastinapura
PROLOGO
Una vez un predicador1 se hallaba después de las matinales ante un crucifijo, quejándose sentidamente a Dios de que no podía meditar en su Pasión y sus sufrimientos, y que ésto era una fuente de pena para él, pues hasta entonces había tenido muy gran dificultad en hacerlo. Mientras así se lamentaba, cayó en éxtasis, y una voz le habló suave y claramente dentro de él de este modo: “Deberías hacer cien venias, y cada venia2 debería estar acompañada de una especial meditación en Mis sufrimientos y cada meditación debería ir con un pedido, y cada sufrimiento debería quedar impreso espiritualmente en tí de modo tal que lo padecieras nuevamente, tanto como te sea posible por “bien”. Permaneció, allí, en la luz3 e intentó contarlos, pero sólo pudo recordar noventa.
Así que le preguntó a Dios: “Amado Señor, hablaste de cien pero no puedo hallar más de noventa”. Entonces le fueron revelados diez más, los que había recebido previamente en la sala capitular, antes de echarse a andar, como era su costumbre, en imitación del triste camino de Cristo hacia la muerte, hasta llegar al crucifijo. Halló entonces que las cien meditaciones incluían, con mucha precisión, su amarga muerte del principio al fin. Y cuando comenzó a practicarlas tal como le habían sido reveladas, su pena fue transformada en amante dulzura.
Fue su deseo entonces que, si por casualidad alguien más tenía la misma dificultad, sintiendo, como él, pena y amargura al meditar sobre los dolorosos sufrimientos en los que descansa toda salvación, que esa persona pudiera ser ayudada, practicando lo mismo de manera de no desistir hasta que también se hallara curada. Por tanto puso por escrito todas las meditaciones y lo hizo en alemán, ya que le fueron reveladas por Dios en esa lengua.
Después tuvo muchas brillantes revelaciones de la Verdad Divina, de las cuales ellas (las Cien Meditaciones) fueron la causa, de manera que dentro de él comenzó una conversación con la Sabiduría Eterna. Sin embargo no se efectuó por medio del habla física o con respuestas imaginarias. Se produjo sólo por medio de la meditación a la luz de las Sagradas Escrituras, cuyas respuestas no pueden engañar. Así, las palabras son tomadas ya sea de labios de la Sabiduría Eterna, que habló en los Evangelios. O de los maestros más cultos, que contienen las mismas palabras o adoptan el mismo significado o la misma verdad que se expresa en la esencia de las Sagradas Escrituras, a través de las cuales habló la Sabiduría Eterna.
Las visiones que se describen aquí no ocurrieron en forma física; son sólo una parábola. Las palabras del Lamento de Nuestra Señora las tomó del tenor de las palabras de San Bernardo.
Presenta una doctrina en forma de diálogo, de modo que pueda resultar más atractiva; no es que sea él a quien se refiere, o quien pronunció las palabras que se consignan. Su intención aquí es sólo brindar algunas enseñanzas, de modo que él u otros hombres puedan hallar algo en ellas, cada uno de acuerdo a su necesidad.
Como debieran hacerlo los maestros, juega el papel de toda clase de personas. En un momento toma el rol de un pecador, luego el de un hombre perfecto, otras veces la imagen de un alma viviente, otras todavía, de acuerdo al tema, el aspecto de un siervo que habla a la Sabiduría Eterna.
Casi todo se expone de manera figurativa. La mayoría en forma de instrucciones en las que un hombre dispuesto puede elegir para sus oraciones devo-cionales. Las ideas que se expresan aquí son simples, y las palabras aún más simples, ya que proceden de un alma simple y están dirigidas a personas simples que tienen aún defectos que superar.
Cuando este fraile hubo comenzado a escribir sobre los tres temas, los, sufrimientos4 la imitación y todo lo demás que hay en este libro, hubo de llegar al pasaje sobre la contricción: “Ven, alma mía, etc.”, a partir del cual halló difícil seguir con su trabajo. Ahora bien, una vez al mediodía, se hallaba sentado en su silla cuando en un trance le pareció ver muy claramente dos hombres pecadores con ropas conventuales que se encontraban sentados frente a él; y los retó entonces muy severamente porque estaban ociosos y no hacían nada. De inmediato se le dio a entender que debía enhebrarles una aguja que se puso en su mano. Ahora bien, el hilo era triple5: dos de sus partes eran cortas, y la tercera un poco más larga. Cuando trató de retorcer las tres hebras juntas, no tuvo éxito. Vio entonces a su diestra, a Nuestro amado Señor tal como estaba cuando fue llevado al madero6. Se hallaba parado ante él observándolo tan bondadosa y paternalmente como si El fuera su padre. Notó entonces que Su tierno cuerpo tenía un color natural. No era exactamente blanco; tenía el color del cereal, esto es, blanco y rojo bien combinados: el color más natural. Y notó que todo Su cuerpo estaba traspasado de heridas, frescas y sangrantes; y algunas eran redondas, otras angulares; algunas muy largas, donde había caído el látigo. Mientras se hallaba allí ante él, tan amorosamente, y lo miraba con tanta bondad, el Predicador elevó sus manos, y las pasó sobre Sus heridas sangrantes, y luego tomó las tres hebras de hilo y rápidamente las unió. Y se le dio fuerza, y entendió que debía completar el libro incluso, y que Dios vestiría de belleza eterna, en un ropaje hermosamente tejido con Sus heridas, a los que pasan su vida meditanto en El.
Debería saberse esto: una cosa es oír un dulce laúd, tocado dulcemente, y otra oír meramente hablar de él. Del mismo modo hay gran diferencia entre escuchar palabras recibidas en pura gracia que fluyen de un corazón viviente a través de una boca viva, y leer las mismas palabras cuando están escritas en pergamino muerto, y especialmente en idioma alemán. Pues entonces de algún modo languidecen,, y se marchitan como rosas cortadas, pues la gozosa melodía que sobre todas las cosas mueve al corazón humano entonces muere siendo las palabras recibidas en la sequedad de los corazones apergaminados. Ninguna cuerda fue nunca tan dulce que no se silenciara si era tocada en un palo seco. Un corazón sin amor puede entender una lengua amable tanto como un alemán entiende a un italiano. Por ello que el hombre aplicado debería apresurarse a llegar a la fuente desbordante de esta dulce doctrina, para poder aprender a considerarlas en su origen, cuando se hallaba en su fuente viviente, en su maravillosa belleza. Belleza que era la emanación de la gracia real, con la que pudieron aun haber revivido corazones muertos. Y quienquiera que las contemple de esta manera por cierto no puede leer esto sin que su corazón se sienta profundamente movido, sea al ferviente amor, o a la nueva luz, o a anhelar a Dios y odiar el pecado, o a tender a algún otro deseo espiritual, en que el alma se renueva en la gracia.
Aquí termina el prólogo, esto es, la introducción a su pequeño libro.
Heinrich Suso
NOTAS
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