Silouane Silêncio Intelecto

Silouane do Monte Atos
Silêncio do Intelecto
El espíritu de un hombre que ora profundamente siente a veces que un espíritu se le acerca desde fuera; pero, si no relaja la atención de su oración, el espíritu se aleja sin dejar huella. De este modo, después de la oración, el hombre no puede saber quién ha venido, ni por qué, ni con qué fin. Durante la oración profunda ocurren a veces fenómenos de difícil explicación. Apariciones luminosas atraviesan el horizonte del intelecto y pretenden atraer su atención; si el intelecto no se la presta, parecen decirle: «Yo te aporto sabiduría y comprensión; si no me aceptas ahora, ya no me volverás a ver», Pero, si el intelecto experimentado no les presta ninguna atención, entonces desaparecen sin haber sido aceptadas ni identificadas. El espíritu no sabe a ciencia cierta si era un ángel o un demonio; pero sabe por experiencia que, en cuanto pose su atención en la brillante idea que se le presenta, perderá la oración y no la recuperará si no es a duras penas. La experiencia enseña que durante la oración no es conveniente fijarse ni siquiera en los buenos pensamientos; el intelecto no dejará de encontrar a continuación otros pensamientos y, como el Stárets decía, «no saldrá indemne». La pérdida de la oración pura es un perjuicio que nada puede compensar.

En lucha por su libertad, el asceta declara una guerra tan intensa al pensamiento que quien no ha vivido la misma experiencia no logra imaginarlo. Es en esta lucha interior, en esta resistencia directa al pensamiento, donde el alma del principiante sufre, en ocasiones, una parcial derrota, pero, en otras, consigue también victoria. El asceta tiene la posibilidad de estudiar, con una finura sorprendente, la naturaleza del pensamiento. De este modo, sin llegar a cometer el pecado que se le brinda, conoce la energía de cada pasión con una profundidad y una sutileza que el hombre poseído por ella no tiene. Este último puede observar el efecto de tal o cual pasión sobre sí mismo o sobre los demás, pero para conseguir un conocimiento más profundo es necesario alcanzar el «lugar» espiritual en donde está el que ora según el tercer modo de oración; el asceta ve desde allí cualquier pasión en su génesis.

Esta obra admirable, desconocida salvo raras excepciones, desatendida incluso por la mayor parte de los que la conocen, no es realizable sino a costa de una dedicación asidua, y es adoptada tan sólo por una pequeña minoría: «estrecha es la puerta, angosto el camino que conduce a la vida, y son pocos los que lo encuentran» (Mt 7,14). Esta obra no es ni sencilla ni fácil, como pudiera parecer a simple vista; deberemos volver sobre ello una y otra vez en nuestro intento de dar una definición breve y clara, sin esperar agotarlo o exponerlo siquiera de modo mínimamente satisfactorio.

La esencia del camino ascético del Stárets Silouan puede resumirse brevemente así: mantener el corazón al abrigo de todo pensamiento exterior con la ayuda de la atención del intelecto en vistas a poder, una vez rechazadas las influencias exteriores, presentarse delante de Dios en oración pura.

A esta obra se la llama silencio del intelecto. Los Santos Padres nos lo han legado a través de la corriente de la Tradición viva y parcialmente escrita, que se remonta a los primeros siglos de la historia cristiana. Hablar por lo tanto del camino ascético del Stárets equivale, así él lo entendía, por lo demás, a hablar del monaquisino ortodoxo en general.

San Silouan decía:

«Si eres teólogo, tu oración es pura; si tu oración es pura, eres teólogo”.

Un monje asceta no es teólogo en la acepción académica del término; lo es en el sentido de que, a través de la oración pura, Dios le hace digno de la verdadera contemplación.

El camino de la oración pura comienza por la lucha contra las pasiones. A medida que se purifica el intelecto, se fortifica en el combate contra los pensamientos y se hace más estable en la oración. El corazón, liberado de la ceguera pasional, contempla las realidades espirituales con una claridad y pureza que van creciendo hasta la certeza de la intuición inmediata.

El monje prefiere este camino al de la ciencia teológica; a sus ojos, la especulación, sea teológica o metafísica en el sentido más elevado del término, conduce hasta aquel “límite» en el que aparece la imposibilidad de aplicar al ser divino conceptos nacidos de nuestros propios recursos; ello permite alcanzar aquel estado en el que el intelecto empieza a «enmudecer”; pero este «silencio” del intelecto» en el espiritual especulativo se queda muy por debajo de la auténtica contemplación de Dios, por más que se aproxime a ella.

No es posible, en efecto, llegar a la contemplación verdadera, que es «transformadora», sin haber purificado previamente el corazón. Sólo un corazón despojado de pasiones, incluida la pasión mental, está dispuesto al estado de «rapto», de “arrobamiento” o de «estupor» propios de la conciencia de la incognoscibilidad de Dios, del conocimiento del Incognoscible, de la suprema «nesciencia». En esta «nesciencia», el intelecto, inundado de gozo, queda reducido al silencio, anonadado ante la grandeza del Contemplado.

El espiritual especulativo y el teólogo pensador, por una parte, y el monje asceta, por otra, siguen caminos distintos. El intelecto de este último se abstiene no sólo del pensamiento discursivo, sino también de cualquier dialéctica especulativa, de toda teoría metafísica; se limita, como un guardián, a velar por que nada exterior se introduzca en su corazón. El nombre de Jesucristo y sus mandamientos, y ninguna otra cosa, constituyen en este “Silencio sagrado», el camino en el que corazón e intelecto viven al unísono de una sola vida; y lo hacen controlando todo lo que sucede en el interior, con una vigilancia que no es un examen lógico, sino una «sensación” espiritual sui generis.

El intelecto, unido al corazón, se encuentra en un estado que le permite seguir cada movimiento que se produce en la esfera del «subconsciente». (Tomamos el término de la moderna psicología, aunque ésta no se corresponde exactamente con la perspectiva ortodoxa). El intelecto, descendiendo al corazón, percibe una multitud de imágenes y de representaciones, provenientes del entorno cósmico de la realidad y que parece como si quisieran apoderarse del corazón y de la inteligencia del hombre. Bajo la forma de pensamiento asociado a tal o cual imagen, aparece la energía propia de cada una de las potencias del mundo ambiental. El asalto de los pensamientos, que vienen de fuera, es de una violencia extrema; para amortiguarlo, el monje es constreñido a vedarse, a lo largo del día, cualquier mirada y tendencia de índole pasional. Debe aspirar sin tregua a reducir al mínimum el número de impresiones «exteriores» (incluidas las especulativas); de no hacerlo a la hora de la oración contemplativa todo lo que ha sido acogido acosa al corazón, formando un muro infranqueable y sumiéndole en un funesto desasosiego.