Silouane do Monte Atos
Evolución de los pensamientos
El pecado se actualiza a través del proceso interior de una serie de estadios.
El primer estadio consiste en el surgimiento a partir de lo “exterior” de un cierto influjo espiritual que, en sus comienzos, puede ser indistinto e informe. El primer momento de su formación es la aparición de una imagen en el campo visual interno; al no depender, sin embargo, esta aparición, de la voluntad del hombre, no se le imputa a éste como pecado. Las imágenes tan pronto se revisten de aspecto visible como de estructura mental; las más de las veces, son de naturaleza mixta. Siendo así que las primeras apariciones, imágenes visibles, se traducen en tal o cual representación intelectual, el asceta da el nombre de pensamiento a todas las imágenes.
El intelecto «soberano» de un hombre purificado de las pasiones puede, en tanto que facultad cognoscitiva, detener el flujo de los pensamientos sin perder el control propio y a resguardo de su influjo. Pero, si hay “lugar” en el hombre para el pensamiento, si éste encuentra en aquél un terreno abonado a su desarrollo, su energía tiende a apoderarse del mundo psíquico, es decir, del alma. Lo logra suscitando en el alma, predispuesta at vicio, un cierto “deleite”, correspondiente a tal o cual pasión. Es en el deleite en donde reside la tentación”. Este instante de satisfacción, si bien manifiesta la imperfección dei hombre, no es considerado todavía como culpa, a tenor de la sagrada Escritura: “El pecado se agazapa a la puerta y sus deseos se lanzan sobre ti, pero tú domínalo” (Gn 4,7).
El desarrollo ulterior del pensamiento puede ser descrito sumariamente como sigue: el deleite propuesto por la representación pasional atrae la atención del intelecto. Es un momento muy importante, pues el hombre a partir de ahora se convierte ya en responsable, conforme a la pregunta propuesta por Cristo a sus discípulos: «¿Por qué suben a vuestro corazón esos pensamientos?» (Lc 24,38). La “complicidad» entre el intelecto y el pensamiento favorece el desarollo de este último. Si el intelecto, mediante un acto interior de la voluntad, no se aparta del deleite propuesto, sino que permite, al contrario, que la atención se fije en él, la propensión a deleitarse crece y se va convirtiendo en un entretenimiento agradable; el «trato» inclina al «consentimiento”, que puede desembocar en “acuerdo» total y activo. Después, sin cesar de evolucionar, el deleite pasional puede apoderarse del intelecto y de la voluntad; se produce enton ces la “Cautividad». Tras esto, todas las fuerzas del “Cautivo» convergen en una realización más o menos inmediata y deliberada del pecado actual o, si un obstáculo exterior le pone trabas, en la búsqueda de una posibilidad de realizarlo.
La «cautividad» a la que nos referimos puede quedar en algo aislado y no repetirse más; sucede así cuando es fruto de la falta de experiencia y cuando el hombre persevera en la tensión y en el combate. Pero si la «cautividad» se repite, engendra el «hábito» de la pasión; todas las fuerzas naturales del hombre se ponen entonces a su servicio.
El combate debe empezar a la primera seducción de la representación pasional, llamada anteriormente «sugestión»; puede y debe entablarse, por lo demás, en cualquier estado del desarrollo de la representación pecaminosa, porque ésta puede ser vencida en todos ellos y no llegar a actualizarse. La materia de pecado, sin embargo, se da a partir del momento en el que la voluntad vacila y será necesario hacer penitencia para no perder la gracia.
A una conciencia inexperta, el mal pensamiento le pasa inadvertido en los primeros estadios; sólo es discernible cuando ya ha adquirido cierto poder, cuando el peligro de pecado actual es inminente.
Para no llegar hasta este punto, es necesario fijar, mediante la oración, el intelecto en el corazón. Esto se impone a todo asceta que desea afianzarse mediante la oración en la vida espiritual, por cuanto un comportamiento tal permite sofocar el pecado en el origen. Conviene recordar aquí las palabras del Profeta: «Hija de Babilonia, la devastadora… Feliz quien coge a tus niños y los aplasta contra la roca» (Sal 136,8-9); la roca es el nombre de Jesucristo.
Cerrando la entrada del corazón y colocando como un centinela al espíritu, despojado de cualquier imagen y reflexión, pero armado de la oración y del nombre de Jesús, el asceta lucha contra toda influencia y contra todo pensamiento proveniente del exterior. En esto consiste la sobriedad espiritual, cuyo objetivo es la lucha contra las pasiones.
En un sentido más amplio y universal, la victoria sobre las pasiones se logra por el cumplimiento de los mandamientos de Cristo. Pero en nuestro caso nos estamos refiriendo a una forma particular de sobriedad espiritual, que comienza después de que el asceta ha franqueado ciertas etapas del desarrollo espiritual y ha abandonado la oración según sus dos primeros modos, tras conocer por experiencia los límites de éstos.
Para guardar su corazón y su intelecto libres de cualquier pensamiento, el asceta entabla un largo combate, extremadamente arduo y sutil. El hombre que vive inmerso en la multitud de influencias e impresiones de lo más variadas no puede distinguir su naturaleza ni calibrar su fuerza, a causa del constante desfile de éstas en el torrente de la vida. El asceta, por el contrario, practicando el silencio del intelecto y apartándose de lo exterior, se concentra con todas sus fuerzas en su vida interior y emprende desde allí un singular combate contra el pensamiento. El hombre cuya atención interior es insuficiente, cae fatalmente bajo el influjo de un pensamiento y se convierte en su esclavo. Al permitir que su voluntad se doblegue ante sus sugestiones, el hombre se asemeja espiritualmente e incluso se identifica con la energía de la que el pensamiento se alimenta. Aceptando en su alma un pensamiento que con mucha frecuencia proviene de una influencia demoníaca, el hombre se convierte en víctima suya.