Sebastian Franck Mal Pecado

Alexandre Koyré — Sebastian Franck
Mal e Pecado
Ya hemos visto que para Franck la «herejía predestinacionalista» implica la responsabilidad divina, implica que Dios es la fuente del mal. Ahora bien, Dios es bueno y todo cuanto hace, todo cuanto de él proviene es igualmente bueno. Como hemos visto, Franck acepta plenamente la teoría tradicional que identifica a Dios con el Ser, y reduce el mal a una negación. No hay en él, como en Lutero, el sentimiento agudo de la potencia y de la realidad del pecado; es el mal, no el pecado, lo que le preocupa y es la doctrina tradicional del mal-negación lo que invoca para explicar la posibilidad y la esencia. El pecado no es más que una negación, una perversión y una ausencia; el pecado no es nada; porque para Dios sólo hay el ser. Esta esencia negativa del mal es la que explica, por otra parte, que el hombre haya podido ser el autor. En efecto, el hombre, aunque libre, no puede crear; no puede conferir el ser a lo que no lo tiene, y si ha podido mediante su acción libre introducir el pecado y el mal en el mundo ha sido precisamente porque el pecado no es más que una disminución de ser, un «accidente».

He aquí cómo hay que entenderlo; el hombre ha sido creado de nada; pero en lugar de volverse hacia Dios y tender hacia el ser, se ha vuelto hacia sí mismo, hacia su propio yo, individual, y, por tanto, egoísta y carnal; sin embargo, incluso haciendo eso, no ha podido destruir su sustancia y no ha recaído en la nada; su sustancia ha permanecido buena. Vemos, por tanto, una vez más, y desde otro punto de vista, reaparecer la doctrina de Franck sobre la bondad esencial de la naturaleza humana y de la naturaleza en general. Tambien comprendemos por qué desde su punto de vista sería ridículo admitir que el pecado, una simple negación, ha podido provocar efectos reales, y especialmente un efecto como la cólera de Dios, como el proceso de la Redención.

El pecado, en suma, no ha sido más que una tentativa del ser finito, bajo especie de alma humana, de separarse de Dios, en lugar de reconocer en Dios su creador y su autor. Y dado que esta tentativa — unnützes Konat — no ha tenido éxito ni podía tenerlo, porque Dios, pese a la revuelta y a la rebelión del hombre, es quien lo ha creado y quien lo mantiene en el ser, ¿no resulta evidente que, en el fondo, metafísicamente hablando, no ha cambiado nada? El pecado existe para el hombre; no existe para Dios. El hombre se siente pecador y, al sentirse así, se cree separado de Dios y rechazado por él: justo desde el punto de vista del hombre que se separa de Dios, y falso desde el punto de vista de Dios, que no cesa de ser y de actuar en el hombre, Franck no distingue, como hacía Schwenckfeld por ejemplo, la acción de Dios en tanto que creador de su acción, en tanto que espíritu; la acción de Dios es una, porque Dios es uno e indivisible, y está siempre presente en nosotros. Basta, pues, que, reconociendo nuestro error nos volvamos de nuevo hacia Dios para que de nuevo estemos «en Dios», para que nuevamente participemos de su justicia, para que a sus ojos estemos renovados, regenerados (wiedergeboren).

No queda muy claro, sin embargo, por qué Dios admitió o permitió el pecado, y Franck, invocando todos los tópicos de la Teodicea se hace algún lío en sus respuestas, como siempre les ha ocurrido a los filósofos y a los teólogos. En primer lugar, dice, Dios no quería impedirlo, no podía incluso, porque quería ser servido por seres libres y no por esclavos. En segundo, porque precisamente pretendía que los hombres colaborasen en su salvación. Así lo dice el célebre pasaje de San Agustín: «Aquel que te ha creado sin ti, no quiere salvarte sin ti.» En la existencia del mal hay, según piensa Franck, cierta ventaja: sin mal y sin pecado Dios no habría podido revelar a la humanidad su amor y su gracia. Por último, en tercer lugar, Dios lo ha permitido para que el hombre, conociendo el mal, venga a desear el bien con mayor ardor, para que la alegría de los salvados sea tan grande como grande ha sido su miseria. El mal es, por tanto, un intento abortado, ein unnützes Konat, y su fiindamento es un error, pero no un error de doctrina, un error de ignorancia. Es un error moral, una acción errónea de la voluntad. Por eso sólo la voluntad puede salvarnos; sólo la voluntad, libre pese al pecado, puede «convertirse», «morir en sí misma», «en su propio yo», volver a Dios.

Esta insistencia sobre el papel de la libertad humana45 provocó por parte de los teólogos protestantes reproches de pelagianismo; luego se le acusó de sinergirmo. Pero Franck afirma al mismo tiempo la acción total de la gracia y la libertad completa del hombre. La voluntad, dice, es semper libera et semper serva, potens omnia e impotens tantum. La fórmula paradójica es digna de Franck. No sólo quiere decir que un sentimiento subjetivo de libertad es compatible con una determinación metafísica, ni que la voluntad, libre y activa en tanto que non coacta, es, sin embargo, capta porque sólo Dios es la actividad, y sólo él quiere y actúa realmente. Significa, además, que Dios actúa siempre en el hombre como el hombre quiere que actúe, o mejor, como el hombre quiere actuar. Ahí radica precisamente la razón por la que el hombre es libre de condenarse o de salvarse, porque aunque sea Dios, el Cristo interior, el Espíritu, el Logos, quien actúa es el hombre mismo quien le permite actuar. En efecto, el hombre solo, al volverse libremente hacia el yo profundo que es la expresión de Dios (imago Dei), permite a Dios actuar en él, encender en él esta luz interior que es Dios y así apartarse — o apartarle — del mal que él mismo, por su voluntad, había adoptado. Porque, aunque el mal tiene su fuente y su esencia en el egoísmo de la criatura, el hombre es libre y puede separarse de él. Puede convertirse, «hacer el vacío» en sí mismo y dejar en su alma sitio para Dios. Porque con mucha mayor fuerza que la naturaleza, Dios detesta el vacío, y en un alma «vacía» de «sí misma» es Dios quien habita. De este modo la acción del hombre no sería en cierto sentido más que preparatoria y negativa: debe destruir aquello a lo que él mismo da nacimiento.

Insistimos sobre el término destruir, porque no se trata de remontar la pendiente, ni de conquistar, mediante sus propias fuerzas, la plenitud de dones y de realidades que el hombre poseía antes de la caída. El hombre no lo pretende, Adán no puede hacerse Cristo; pero el hombre puede abandonar el «Adán», y entonces Dios mismo, naciendo en el alma, se encargará de su renacimiento espiritual, de su reintegración. Es preciso que el hombre haga el vacío, es decir, que destruya en sí todo lo que el pecado ha acumulado en su alma. Debe liberarse de las malas inclinaciones, del egoísmo, de los deseos, etc. Debe abandonarse (yon sich selbst a b las sen), es decir, abandonar y rechazar su «yo exterior», «adánico»; la doctrina clásica del «desprendimiento» (Gelassenheit) es la que aquí corresponde.

En efecto, aunque no posea realidad metafísica, el mal y el pecado y todos los habitus que crean en el alma tienen, sin embargo, una cierta realidad: la de accidentes; y esta realidad, disminuida y en cierto sentido subjetiva, ha sido creada por el alma: el pecado y el mal tienen realidad por el alma y por eso es ella la que puede reducirlos a la nada. Entonces es cuando el Espíritu, Cristo, Dios, se otorga a ella, la regenera, la esclarece y la hace vivir.

Tal proceso no debe ser comprendido como la acción trascendente de una causa exterior, extraña al hombre: aquí es precisamente donde Franck se separa otra vez de la ortodoxia luterana; ese quid divinum, esta gracia que regenera al alma, está en ella misma; el Cristo interior, el espíritu, es la imagen divina, la luz que le era natural e innata. Esta luz, apagada o al menos oscurecida en el alma, es encendida, reanimada, revivificada por Dios. Se puede decir, por tanto, que es la gracia la que lo hace todo, y que el hombre ni hace ni puede hacer nada, e incluso que, en tanto que hombre exterior, no quiere hacer nada.

Pero, por otro lado, si no es el hombre exterior y carnal — que debe su propia existencia al egoísmo que le vincula a sí mismo — quien se separa y se desvía de sí, no por ello resulta cierto que es el hombre interior, esa imagen de Dios, el verdadero hombre, quien por sí mismo se despoja de su sí mismo exterior, gracias precisamente a la luz que hay en él, que ha recibido de Dios, y que es.

Por tanto, se puede decir que es el hombre interior quien, victorioso del Adán, se identifica con Cristo; de igual manera que se puede decir que es Cristo quien actúa en él.

De este modo decir que es el hombre quien es wiedergeboren (regenerado, lo cual se aplica al hombre que está ya ahí, pero oculto, por así decir, por el viejo Adán), equivale a decir que es Cristo quien ha nacido en él.

En efecto, el hombre, o mejor dicho, el alma que alcanza el desprendimiento (Gelassenheit) abdica de su propia voluntad y se abandona completamente a la voluntad de Dios; pero la voluntad de Dios es en el fondo idéntica a la del alma espiritual misma.

Por tanto, al mismo tiempo y en el momento en que abdica de su voluntad, se hace libre, y por lo que se refiere al alma carnal o el hombre exterior, en el mismo momento en que ella la afirma se pierde.

Tales son, en suma, las teorías clásicas de la mística. La originalidad en Franck es una afirmación más neta aún que en cualquiera de sus predecesores sobre la innatez del Espíritu y del carácter divino de la naturaleza del alma. Acusarle por ello de naturalismo es, en nuestra opinión, casi lo mismo que acusarle de panteísmo porque afirma que la naturaleza es idéntica a Dios.