Ruysbroeck — Tratado do Reino dos amadores de Deus
Prefácio (R. CHAMONAL)
Justum deduxit Dominus per vias rectas et ostendit illi regnum Dei. (Sap., X, 10.)
Un sublime comentario de estas palabras sagradas es lo que J. Ruysbroeck, el divino contemplador, nos da en su libro místico del Reino de los amadores de Dios: El Señor condujo al justo por el camino recto, y le mostró el reino de Dios. Este reino está dentro de nosotros, y doquiera la mano creadora y rectora de Dios se hace sentir con su providencia, su misericordia o su justicia: Regnum Dei intra vos est. Se halla en todo hombre de buena voluntad que se somete al suave yugo de Dios y se presta a su propia santificación por la gracia, en plena colaboración con el mismo Dios, pues Dios reina verdaderamente en él, y en el don mutuo que se hacen de sí mismos el dominio del hombre se convierte en el de Dios y el reino de Dios en el del hombre. Si, la realeza de Dios se ejerce sobre todo hombre que le sirve con el celo que ha de mostrar toda criatura inteligente para con su creador todopoderoso; y esta realeza tiende a divinizar al hombre, separándolo de todo cuanto no es Dios para acercarlo a Dios mismo. Dioses sois —Vos dii estis. Ahora bien, para lograr ese fin es menester no oponerse a la acción de Dios, que se ejerce por la gracia, sino colaborar con Dios en nuestra propia santificación, porque Dios no quiere salvarnos sin nosotros, es decir, sin que nuestra voluntad libre nos dirija hacia él y nos adhiera a él con exclusión de todo cuanto no es él; porque es un Dios celoso de su gloria. Suble-varse contra Dios, luchar contra el Todopoderoso, querer impedir que llegue su reino, es estrellarse uno mismo y entregarse encadenado a Satanás, el eterno enemigo de Dios, para sufrir como él el castigo supremo.
Pues siempre es Dios quien triunfa: cuando no es su amor, es su justicia. ¡Guay de los individuos y de las sociedades que quieren sustraerse al dominio benéfico de Dios! Ya aprenderán a conocer su omnipotencia.
¿Cómo reina Dios? ¿Cómo se establece su realeza en nosotros y sobre todas las cosas? Descubriéndonos los horizontes infinitos del cielo y los caminos por los cuales podemos subir hasta él: vías rectas, los caminos rectos y no tortuosos, los caminos de la razón iluminada por Dios, de la justicia, de la equidad: la observación de los preceptos trazados por él, de los preceptos que siguió su Hijo muy amado y que nos ha dado para que nos sirvan de guía. No hay que deformar esos preceptos; no hay que desviarse de ese camino. Todas nuestras facultades son resortes del alma que debemos mover en el sentido de la equidad natural, de la justicia y de la verdad divina, sin dejarnos turbar por las sugestiones del espíritu del mal, que multiplica a nuestro paso las trabas para hacernos caer en el abismo y recoger él los beneficios de nuestra caída, que son para nosotros, ya desde aquí abajo, la vergüenza, los remordimientos, el dolor, en espera del castigo eterno, si no queremos levantarnos con la ayuda de Dios, que nunca nos falta con tal que se la pidamos y que correspondamos a la gracia.
Ahora bien, el camino recto es duro, pedregoso, sembrado de obstáculos. Se tropieza allí a cada paso, se cae cubierto de heridas, se desgarra a veces el vestido de inocencia, se magulla la carne fatigada y sangrante, se muere a si mismo y al mundo. Pero con tal que uno se levante sin quejarse, con tal que cure sus heridas en las ondas regeneradoras de los sacramentos, de la oración y de la gracia, todas esas llagas sangrientas se cierran, todas esas heridas se cicatrizan y se hacen luminosas; nuestras fuerzas se reaniman, encontramos una nueva juventud, aspiramos con delicia un aire más puro y hasta los sufrimientos de esa vía dolorosa se convierten en gozos; y exclamamos entonces con los santos: ¡Siempre sufrir, no morir nunca! Potius pati quam mori.
Pero al término de esta vía sangrienta, de esta subida del calvario, hállase el triunfo; y en la misma muerte, la vida gloriosa. ¿Ubi est mors victoria tua? Muerte, ¿dónde está tu victoria? ¡Más sufrimiento entonces, más dolor! La muerte, vencida, cede su cetro; el alma, sacudiendo el polvo de la tierra, se transfigura en la claridad de Dios, no la del Tabor, que no era más que un pálido destello de la gloria divina, sino en todo el esplendor de la divinidad, en cuanto la naturaleza, siempre creada y limitada, aunque glorificada y espléndidamente dotada, puede soportar, reflejando sin quebrarse, como espejo purísimo, la luz increada, en medio de la corte del eterno Rey de los siglos, en indecibles delicias.
Tal es la meta a donde lleva el camino recto, que es el camino doloroso trazado por el mismo Cristo cuando vino a morar con los hijos de los hombres y a seguir el primero ese camino real hasta su fin. ¿Acaso el discípulo es superior al maestro? Si quieres, pues, ser perfecto, toma tu cruz y síguele. Si vis esse perfectus, tolle crucem tuam et sequere me. Y es así como Dios reina sobre nosotros y nosotros reinamos por él sobre todas las criaturas que, lejos de sujetarnos, se sujetan ellas a nuestro dominio que es el de Dios, pues que él mismo nos comunica su poder por su gracia, para que, elevándonos por encima de las cosas que pasan, vayamos al encuentro de nuestro Padre que está en los cielos y cuyo nombre hemos glorificado sobre la tierra.
Ahora bien, el camino recto no es el del mundo que conduce a los honores, a los placeres por medio de la fortuna; ese mundo en el que se suprime toda sujeción impuesta por la ley divina para gustar las satisfacciones de la carne. No, el camino de los amadores del mundo no es el de Dios, pues se aleja de él. Cuanto más se avanza en esta vía de perdición, más se aparta uno del verdadero fin. Pero este camino es hermoso, ancho, espacioso, sombreado; en él se huye del sufrimiento, que os aguarda más punzante aún; se sumerge uno en falsas delicias, que engendran el hastío; se revuelve en el vicio, que acarrea enfermedades vergonzosas; hace callarla voz del remordimiento, que le persigue lo mismo; se endurece en el crimen, que se hace partícipe de su propio ser; muere casi siempre impenitente, pues el árbol cae hacia donde se inclina; y acaba en el castigo eterno, reservado a todos los que no han querido someterse a Dios, formar parte de su dominio de gracia y de gloria, participar de su realeza y divinizarse a sí mismos.
¿Pero qué es, de suyo, la realeza de Dios? y ¿cuál es la vida que se lleva en ese reino?
El reino de Dios es su reinado, es la vida de Dios mismo, que se da a los que le aman: in ipso vivimus, movemur et sumus. Es la voluntad de Dios siempre obedecida, es Dios siempre adorado y glorificado en todas las cosas. Es la paz del cielo extendiéndose en la tierra sobre los hombres de buena voluntad, según la palabra de los ángeles: Pax hominibus bonae voluntatis. Es, desde aquí abajo, un pregusto de los gozos paradisíacos, la posesión de Dios mismo por los que buscan su gloria: Quae sursum sunt. Han encontrado al verdadero médico de las almas, que pone bálsamo a todos los dolores. Han conquistado la victoria suprema, que consiste en vencerse a sí mismo para darse a Dios en los éxtasis del amor.