Rama Revelatio

Rama Coomaraswamy — A destruição da tradição cristã
LA NATURALEZA DE LA REVELACIÓN

¿Cuáles son entonces las fuentes primarias a las cuales nosotros en tanto que católicos debemos asentimiento, y con las cuales los Papas y sus obispos deben estar ellos mismos en unión? Son las fuentes de la Revelación, las cuales son, según una afirmación de fide, la Escritura y la Tradición. «Sería verdadero en un sentido, decir que no hay sino una sola fuente de Revelación (aparte de Dios mismo), a saber, la divina Tradición —comprendiendo por esta el cuerpo de la Verdad Revelada transmitida desde los apóstoles… No obstante, puesto que una parte grande e importante de esta tradición fue confiada a la escritura y está contenida en los libros inspirados de la Sagrada Escritura, es la costumbre de la Iglesia distinguir dos fuentes de Revelación: la Tradición y la Escritura» (Canon George D. Smith, The Teaching of the Catholic Church, McMillan, Nueva York, 1949.). Ciertamente, el hecho de que los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento son «inspirados», y los índices del «canon» o lista de los libros admitidos como Escritura (en tanto que opuestos a los Apócrifos), no puede ser demostrado a partir de la Biblia, y se basa enteramente en la Tradición (Exposition of Chistian Doctrine, op. cit.). Como dijo S. Agustín, «Yo no creería en el Evangelio, a menos de haber sido impelido a ello por la autoridad de la Iglesia Católica» (Contra ep. Fundament., c. 5: Los protestantes que pretenden que la Escritura es la única fuente de la Revelación cristiana están en la posición anómala de negar la autoridad misma que da a la Escritura su autenticidad, a saber, la Tradición y la Iglesia «visible» que ha «canonizado» y conservado intactos los libros sagrados. Esto aconteció en el año 317.). El caso sólo debería ser justamente este, pues la Iglesia existía mucho antes de que las Escrituras fueran escritas (el Evangelio de S. Mateo, el más antiguo, fue escrito ocho años después de la muerte de nuestro Señor; y el Apocalipsis muchos años después), y como el mismo apóstol Juan nos cuenta, no era razonable ni posible que hasta la última palabra y obra de nuestro Salvador fueran confiadas a la Escritura («Pero hay también muchas otras cosas que Jesús hizo, las cuales, si fueran escritas todas, el mundo mismo, pienso yo, no sería capaz de contener los libros que deberían ser escritos». — Juan XXI, 25). El Cardenal Manning lo señala bien diciendo:

«Nosotros no derivamos nuestra religión de las Escrituras, ni la hacemos depender de ellas. Nuestra fe estaba en el mundo antes de que el Nuevo Testamento fuera escrito».

La primacía de la Tradición ha sido una enseñanza constante de la Iglesia, y ciertamente como afirma Tanquerey, es la «fuente principal de la Revelación» (Se ha argumentado que la insistencia en la Tradición es un fenómeno «postridentino». Escuchemos las palabras de S. Epifanio (circa 370): «Debemos apelar también a la ayuda de la Tradición, pues es imposible encontrar todo en la Escritura; pues los santos apóstoles nos transmitieron algunas cosas por escrito y otras por Tradición». S. Basilio habla similarmente de dogmas que se encuentran — «algunos en los escritos doctrinales, otros transmitidos desde los apóstoles… los cuales tienen ambos la misma fuerza religiosa».). Él resume esta enseñanza diciendo:

«La tradición es más extensa que la Escritura, y abarca verdades que no están contenidas en la Escritura o están contenidas en ella solo obscuramente; la Tradición es así más esencial para la Iglesia que la Sagrada Escritura, pues la verdad revelada al comienzo fue transmitida oralmente por los apóstoles, fue siempre proclamada oralmente, y siempre por todas partes ha de ser proclamada…»

La Escritura es, por supuesto, una de las fuentes primarias a partir de la cual podemos llegar a conocer la Tradición cristiana. Como tal, siempre ha sido grandemente venerada por la Iglesia Católica. Si las grandes Biblias manuscritas e iluminadas estaban «encadenadas» en las Iglesias en los tiempos medievales, esto es similar a las prácticas de hoy en día en toda colección o biblioteca de libros raros; si se conservaban en el original latín (Vulgata), esto era solo para prevenir la introducción de errores en el texto establecido. Desde los días más antiguos de la Iglesia, la Biblia era leída tanto en la lengua litúrgica como en la lengua vernácula —sabemos esto por la historia de S. Procarpo que fue martirizado en el año 303, y cuya función era traducir en la Misa el texto sagrado a la lengua hablada —una costumbre que prevalece hasta este día siempre que se dice la Misa tradicional. Tampoco es verdadero, como pretenden Lutero y los protestantes, que la Iglesia «haya escondido la Biblia a los seglares». Por ejemplo, hubo al menos nueve ediciones alemanas de la Biblia publicadas antes del nacimiento de Lutero y muchas más en latín. Lo mismo era verdadero en los demás países (Cf. Catálogo de Biblias en la Caxton Exhibition en South Kensington en Inglaterra, 1877.). Lo que importaba e importa a la Iglesia a este respecto es que las traducciones sean exactas y fieles, no sea que se introduzca alguna distorsión del depósito original de la fe (W. Walker, un individuo escasamente amistoso hacia la Iglesia, califica la traducción de Lutero como «muy libre… juzgada por los cánones de exactitud modernos» (The Reformation) Zuinglio fue todavía más crítico, «Tú corrompes, oh Lutero, la palabra de Dios. Eres conocido como un notorio pervertidor de la palabra de Dios. Cuán avergonzados estamos de ti, a quien una vez tuvimos tanto respeto».). ¡Y ciertamente es sabia! La «Nueva Biblia Americana», la versión inglesa de las Escrituras que la nueva Iglesia posconciliar recomienda que se use en todas las Iglesias de América del Norte (y que es plenamente aceptable para los protestantes y lleva la «bendición Papal» de Pablo VI), traduce siempre la frase resurrexit y surrexit (voz activa) como «Cristo ha sido resucitado», en vez del correcto «Cristo ha resucitado» (Ha de admitirse que S. Pablo usa la forma pasiva al menos en una ocasión. El defecto en la nueva traducción no está en decir que Cristo fue resucitado, sino en suprimir los textos que dicen que Él resucitó por Su propio poder. Podrían darse muchos otros ejemplos, tales como traducir Él gimió en Su espíritu y Se turbó (Juan XI, 33) por Él se estremeció con las emociones que se arrebataban dentro de Él, sugiriendo claramente que Cristo no tenía el control de su naturaleza pasional. Aquellos interesados en el problema de las falsas traducciones fomentadas entre los fieles por la nueva Iglesia pueden remitirse a «Experiment in Heresy» de Ronald D. Lambert, Triumph (Wash. , D.C) Marzo de 1968, y «The Liturgy Club» de Gary K. Potter, Triumph, Mayo de 1968. Se encontrará un excelente estudio por un no cristiano en «The Survival of English» por Ian Robinson, Cambridge University Press, Cambridge, Inglaterra 1977.). La distinción puede parecer mínima, pero Cristo no fue resucitado por otro. «Si Cristo no hubiera resucitado (siendo Dios, en y por Sí mismo)… entonces nuestra fe sería en vano» (1 Corintios XV). La otra cosa que importaba e importa a la Iglesia es que los pasajes obscuros de la Escritura sean comprendidos correctamente —es decir, según la manera de los Padres, de los Doctores y de los Santos. ¿Cómo podría la Iglesia tomarse tanto cuidado en preservar las Escrituras intactas y no interesarse también sobre su uso apropiado? ¿De qué otro modo querríamos nosotros que actuara una madre amorosa? (Fue en respuesta al grito lolardo (en la temprana Reforma) del siglo XV, en Inglaterra, —«¡Una Biblia abierta para todos!», entendiendo por una «Biblia abierta» las traducciones incorrectas y tendenciosas que se estaban extendiendo— por lo que Arundel, el Arzobispo de Canterbury, afirmó en el concilio de Oxford de 1406 que «nadie debería traducir por su propia autoridad al inglés ninguna porción de la Sagrada Escritura». Cualquiera que tenga un conocimiento aunque sea superficial de los sermones medievales, sabe cuán repletos están de citas Escriturarias —muchos no eran verdaderamente nada más que pasajes de esta fuente sagrada ensartados uno tras otro. «Esta fantasía, dice S. Juan Crisóstomo, de que solo los monjes deberían leer las Escrituras, es una peste que corrompe todas las cosas; pues el hecho es que tal lectura os es más necesaria a vosotros(los seglares) que a ellos» (In Matth. Hom. II). No obstante la Iglesia ha enseñado: «Que el lector se guarde de hacer que la Escritura se incline a su sentido, en lugar de hacer que su sentido se incline a la Escritura» (Regula cujusden Patris ap Luc. Hols. Cod. Reg.). Es digno de notar también que la traducción inglesa de la Biblia que Wycliffe (m.1384) usó, era de hecho una traducción católica que existía anteriormente a su movimiento. (Esta Biblia está guardada en el British Museum y el nihil obstat fue aprobado por el Cardenal Gasquet).).

Pero la Escritura no es en modo alguno el único canal a través del cual la Tradición es conservada y transmitida a nosotros. Los demás órganos del Magisterio sirven también a esta función — sobre todo la Liturgia (la Misa tradicional, el Breviario, los ritos Sacramentales y las plegarias tradicionales), los concilios, los escritos de los Padres sub-apostólicos y los documentos históricos de la Iglesia. Son las «tradiciones» de la Iglesia las que, tanto como la Escritura, conservan para nosotros el «depósito» original. De aquí se sigue que, como dijo S. Juan Damasceno, «el que no cree según la Tradición de la Iglesia Católica … es un descreído», y como dijo S. Agustín, «es una locura dejar las tradiciones de la Iglesia». Y cómo podrían estos santos decir otra cosa cuando el apóstol mismo nos instruye así:

«Permaneced firmes, y retened las tradiciones que habéis aprendido, bien por la palabra o por nuestra epístola… Retened la forma de las palabras salutíferas que habéis escuchado de mí con fe y con amor, que está en Cristo Jesús…»