(14) La invocación del Nombre de Jesús cumple todos estos prerrequisitos en un grado muy notable. Es a la vez una Doctrina y un Método, y es simultáneamente un canal eficacísimo para la efusión de la gracia. No hay que sorprenderse entonces de que, como dice el Padre Schwertner en su artículo sobre “La Devoción al Adorable Nombre de Jesús”, “no hay ninguna devoción a nuestro Señor —excepto al Santísimo Sacramento mismo— que tenga mejores garantías Escriturales, ninguna más rígidamente dogmática, ninguna más rica en sus sanciones y apoyos patrísticos” (Holy Name Society Publication).
(15) “Y el Verbo se hizo carne” (Juan I, 14). Estas palabras pueden aplicarse con aptitud suma al Nombre que es, por así decir, el aspecto o la manifestación auditiva de la esencia divina. Ciertamente, S. Bernardino de Siena nos enseña esto en su sermón sobre “El Glorioso Nombre de Jesucristo”, y el Apóstol Juan da testimonio de esto en el Apocalipsis diciendo “Su Nombre se llama el Verbo de Dios” (XIX, 13). Jesús mismo dice “He manifestado Tu Nombre a los hombres que Tú me has dado… porque yo les he comunicado las palabras que Tú me diste” (Juan XVII, 6), Orígenes nos dice en su Comentario sobre el Cantar de los Cantares que “Dios se vació a Sí mismo, para que Su Nombre fuera como bálsamo derramado, para no morar ya más en la luz inaccesible y permanecer en la forma de Dios, sólo para que el Verbo pudiera hacerse carne.”
(16) Que no haya ninguna confusión en cuanto a lo que se entiende por el Nombre. A Él se le ha dado un “Nombre que es sobre todos los nombres” Es un Nombre “sobre todo principado, y potestad y virtud, y dominación, y sobre todo nombre que se nombra, no sólo en este mundo, sino en ese que ha de venir”. Ahora bien, esto implica no sólo que Jesús es un Nombre más apropiado para Dios que todo otro —aunque tal es así, sino que también nos instruye que este Nombre significa “la economía entera de la Encarnación y de la Redención… la Sabiduría, el Poder, la Bondad, la Majestad y todos los atributos de Dios” (S. Agustín). Como dice el Padre Thomas de Jesús: “Isaías Le llamó por los nombres de Maravilla, Consejero, Dios Todopoderoso, el Padre del mundo por venir, el Príncipe de la Paz y muchas otras cosas, todas las cuales se encierran en el Nombre de Jesús, del cual éstos otros son solamente explicaciones” (Sufrimientos de Jesucristo). Santo Tomás de Aquino nos dice que “nosotros no podemos nombrar un objeto excepto cuando lo comprendemos, no podemos dar nombres a Dios excepto en los términos de las perfecciones percibidas en otras cosas que tienen su origen en Él” (Compendium). Sin embargo, Él es “nombrado el Verbo de Dios” (Apoc. XIX, 13) y Santo Tomás nos dice también que “el Verbo único de Dios expresa, por así decir, en un instante único, todo lo que es en Dios” (de diff. divini Verbi et humani). S. Dionisio el Areopagita dice que muchos nombres son atribuidos a Dios en una “revelación simbólica de Sus beneficientes emanaciones” y enumera la perfusión de éstos incluyendo “Verdad”, “Sabiduría”, “Verbo”, “Antiguo de los Días”, “Sol”, “Brisa”, pero, por encima de todos, dice, este Nombre secreto se hace manifiesto ahora en “ese Nombre que es sobre todos los Nombres”. Se sigue así que el Nombre de Jesús es un nombre revelado, un Nombre existente en la mente y en el seno del Padre antes de todos los tiempos, un Nombre de Poder, un “Nombre Maravilloso” como dice el salmista David, y un “Nombre inexplicable” como dice Santo Tomás en su comentario sobre el Padre Nuestro. San Bernardino de Siena dice que “el Nombre de Jesús es Dios mismo, a través del cual, Dios Padre y el Espíritu Santo comunican en la Unidad Divina” (Sermón sobre el Nombre). Tanto Jeremías como Amós afirman claramente “Dominus nomen eius—el Señor es Su Nombre” (Jer. XXXIII, 2; Amos, IX, 6). Así, Cornelius Lapide, en su comentario sobre la carta de S. Pablo a los Filipenses, dice que, “Nomen ergo Dei, est ipse Deus et divinitas —en verdad, el Nombre de Dios es Dios y divino”. Más recientemente el Padre Prat S. J. ha dicho en su Vida de Cristo que “en la Sagrada Escritura el ‘Nombre’ de Dios es Dios mismo, hecho manifiesto al hombre en la voz de la creación, revelado a los cristianos a través de la instrumentalidad de Cristo”. Y así, “El Verbo se hizo carne”.
(17) “Y se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su hijo primogénito… y Su Nombre fue llamado Jesús, que le fue dado por el ángel antes de que fuera concebido en el seno” (Lucas II). S. Atanasio dice que “el Verbo se manifestó” en la creación, y prosigue diciendo que “La renovación de la creación ha sido hecha por el mismísimo Verbo que la hizo en el comienzo” (De Incarnatione Verbi Dei). Ahora bien, “en el comienzo” no implica un origen en el tiempo, sino un origen en el Primer Principio, y de aquí se sigue la deducción lógica de que Dios (el Eterno) está creando el mundo ahora, de la misma manera que fue siempre. Es así como dice Eckhart que “el comienzo de Dios es principial, no procedente”; y también que “el Verbo eterno está naciendo dentro del alma, su verdadero sí mismo, no menos incesantemente”. Dice además, citando a S. Agustín, que “este nacimiento está aconteciendo siempre. Pero si no acontece en mí, ¿de qué me aprovecha?”. Y si esto acontece en la plenitud del tiempo, debemos recordar que “el tiempo está cumplido cuando está acabado, es decir en la eternidad… aquí no hay ningún antes ni después; todo es presente…. A obtener esta plenitud del tiempo, ayúdanos Señor” (Eckhart nuevamente).
(18) Pero este nacimiento sólo puede “consumarse en el alma virtuosa; pues es en el alma perfecta donde Dios habla Su Verbo” (Eckhart). Prosigue más y dice, “Es más precioso para Dios Su ser parido espiritualmente en el alma individual virgen o buena, que el haber nacido de María corporalmente”, pues “Dios creó el alma según Su propia naturaleza perfectísima a fin de que pudiera ser esposa de su Hijo Unigénito… de manera que levantando la tienda de Su gloria eterna, el Hijo procedió del Altísimo para ir y recoger a Su Señora, que Su Padre Le había dado eternamente como esposa, y restaurarla a su elevado estado anterior”. Es así como nuestra Co-redentora es a un mismo tiempo Su Madre, Su Hija, y su Esposa, coronada en el cielo como Su Reina. ¡Y todo esto es posible para nosotros!. Por esto es por lo que dice S. Buenaventura: “Oh alma devota, si te regocijas en el feliz nacimiento, recuerda que primero debes ser María” (Opuscula II). Por esto es por lo que dice Angelus Silesius: “Debo ser María y dar nacimiento a Dios” (El Peregrino Querubínico). Por esto es por lo que dice S. Luis María Griñón de Montfort: “Cuanto más encuentra el Espíritu Santo… a María, Su querida e inseparable esposa, en un alma, tanto más activo y poderoso deviene en producir a Jesucristo en esa alma”; y también, “Dios Padre quiere tener hijos de María hasta la consumación del mundo” (De la verdadera Devoción a María). Nuestra Señora encarna en ella, en su plenitud, todas esas virtudes que nosotros debemos hacer nuestras, si, como ella, hemos de ser también portadores de Cristo. Como Ella, debemos ser capaces de decir: “Hágase en mí según Tu Palabra” (Magnificat). Pues, como dice Eckhart, cuando “el Padre habla Su Verbo dentro del alma, y cuando nace el ‘Hijo’, el alma deviene María”.
(19) Ahora Bien, la “Esposa de Cristo es una virgen”. Esto es sumamente extraño, pues como dice Teofilacto según S. Juan Crisóstomo: “Las esposas no permanecen vírgenes después del matrimonio. Pero las esposas de Cristo, del mismo modo que antes del matrimonio no eran vírgenes, así después del matrimonio devienen vírgenes, purísimas en la fe, enteras, e incorruptas en vida” (citado por Cornelius Lapide). Como dice S. Agustín, “La virginidad del alma consiste en una fe perfecta, en una esperanza bien fundamentada y en un amor sin fisuras” (Tract. XIII sobre S. Juan). Es significativo que la Fiesta del Santo Nombre de Jesús esté establecida en el segundo Domingo después de Epifanía, el cual recuerda las Bodas de Caná. Esto se debe a que “es en el día de la boda cuando el Novio da su Nombre a la esposa, y eso es un signo de que, desde ese día en adelante, ella Le pertenece a Él sólo” (Gueranguer, el Año Litúrgico). Como dice Cornelius Lapide: “aquellos cuyas almas arden de la caridad, y que siempre están dándose a ella, saborean la beatitud de los esponsales con Dios y la posesión de Sus dones nupciales plenos de alegrías divinas. Pues la caridad es una unión matrimonial, la fusión de dos voluntades, la Divina y la humana, en una sola, en donde Dios y el hombre concuerdan mutuamente en todas las cosas”. “Seamos virginizados”, entonces, como dice Santa Teresa de Lisieux en una carta a Celine, a fin de que podamos devenir en estado de preñez. “Yo no soy casta a menos de que Tu me raptes” (John Donne)
Que María Magdalena
Salvo una.
John Cordelier.
(20) No se pregunte si el alma debe ser virginal antes de que pueda devenir en estado de preñez del Verbo Divino, ni se plantee tampoco la cuestión de si es posible que el alma sea virginal a menos de que esté en este estado de preñez. Esta es la misma cuestión que planteaba San Agustín en sus Confesiones: “¿Qué debe ser primero, conocer-Te o invocar-Te?”. Esto es como preguntar en cuanto a cuál miembro de la pareja es más activo en el abrazo conyugal. La respuesta es simple, pues todo esto acontece en la plenitud del tiempo que se ha tratado más atrás. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con la invocación del Nombre?. S. Efren nos da la respuesta: “Jesús, Tu glorioso Nombre, Tu puente oculto que va de la muerte a la vida, a Ti he llegado y permanezco firme!…Sé un puente para mi lengua a fin de que pueda pasar a Tu verdad” (Ritmo VI).
(21) No hay mucho trastorno en creer que un hombre llamado Jesús nació hace dos mil años. Podemos asumir que todo el que es Católico aceptará a este Jesús como Dios Encarnado. Hay una dificultad mucho mayor en creer en la transubstanciación (la palabra ya no es usada siquiera por los teólogos corrientes), pero ésta es también una “En-carnación”. Tengo la sospecha de que la increencia corriente en la transubstanciación, y en el poder del Nombre de Jesús, no es diferente de la increeencia de los contemporáneos de Cristo en Su Mesianeidad. La perfidia de los judíos no está en sus orígenes raciales (¿pues no eran de la “raza escogida” casi todos los primeros Cristianos?) sino en su increencia. Similarmente, casi nadie cree en Su Advenimiento final (excepto quizás en algún tipo de vago “Punto Omega” ligado al concepto del perfeccionamiento evolucionista del hombre), pues creer es temer, y el “temor del Señor es el comienzo de la sabiduría”. A aquellos que piensan que el temor ya no se estila, les haría bien saber que S. Francisco suplicaba en su bendición final antes de morir que éste don les fuera dado a sus hermanos.
(22) La Misa recapitula todo esto, pues es el eterno sacrificio siempre recurrente en el cual Él se hace carne repetidamente y en cada momento del día en alguna parte del mundo. Cuando S. Hugo de Lincoln alzaba la Eucaristía, las gentes veían que sostenía al niño Jesús en sus manos, una experiencia repetida en muchas vidas de santos, incluyendo la del Padre Lame en Francia en el siglo presente. El Nombre también “En-carna”, por así decir, la Presencia Divina en el alma de la persona que le invoca, y así tenemos muchos santos, tales como S. Juan de Capistrano, que entraban en éxtasis (y levitación) oyendo pronunciar simplemente el Nombre de Jesús.
(23) La relación entre el Nombre y la Eucaristía está implícita así mismo en la Escritura, pues de la misma manera que la Eucaristía representa “el sacrificio incruento de la cruz”, así también el Nombre es, por así decir, “el sacrificio incruento de la Circuncisión”. S. Bernardo nos dice en Tu Vino Místico que, “leemos sobre la primera efusión de la sangre de Cristo en el tiempo de Su Circuncisión, cuando nuestro Señor Jesucristo recibió el Nombre de Jesús, un misterio que ya indicaba que por el derramamiento de Su sangre, Él devendría para nosotros un verdadero Jesús, un Salvador”. Un testimonio adicional de esto nos ha sido dado por la Beata María de Agreda, quien en sus visiones dice que los Angeles Miguel y Gabriel instruyeron a Nuestra Señora antes del rito de la Circuncisión, diciendo: “Señora, éste es el Nombre de tu Hijo, que está escrito en la mente de Dios por toda eternidad y que la Santísima Trinidad ha dado a tu Hijo Unigénito y Señor nuestro, como la señal de la salvación para toda la raza humana; estableciendo-Le al mismo tiempo en el trono de David. Reinará sobre él, castigará a Sus enemigos y triunfará sobre ellos, haciéndoles el escabel de Sus pies y dictando juicio sobre ellos; elevará a Sus amigos a la Gloria de Su mano derecha. Pero todo esto ha de acontecer a costa de sufrimiento y de sangre, e incluso ahora Él ha de derramarla al recibir este Nombre, puesto que es el de Salvador y Redentor; será el comienzo de Sus sufrimientos en obediencia a la voluntad del Padre Eterno” (La Ciudad de Dios). Así, Él, que es “nombrado el Verbo de Dios” lleva “un manto empapado de sangre” (Apoc. XIX). Y nosotros debemos también ser “empapados con la sangre del Cordero” si hemos de ser incluidos entre los “ciento cuarenta y cuatro mil que tienen Su Nombre y el Nombre de Su Padre escrito sobre sus frentes” (Apoc. XIV). Por esto es por lo que S. Bernardo nos instruye en el Libro de las Sentencias que “hay tres circuncisiones, la de la carne entre Judíos, la del corazón como entre los Cristianos, y la de la lengua en el perfecto”. “La de la lengua en el perfecto” nos recuerda que el Profeta Isaías sólo anunció el nacimiento Virginal y la venida del Mesías después de que sus labios hubieron sido tocados por el carbón ardiendo. También trae a la mente la afirmación de Santo Tomás de Villanueva al efecto de que “en el cielo uno repite siempre, invoca siempre, y honra siempre el Nombre Jesús… en el cielo uno conoce toda la verdad y toda la fuerza de este Nombre” (Sermón para la Fiesta de la Circuncisión). No hay que sorprenderse entonces de que S. Bernardino de Siena sintiera que la visión de S. Pablo “en el tercer cielo” era la del Nombre en gloria. Es así como un santo oriental ha dicho: “Las luces de algunas gentes preceden a sus invocaciones, mientras que las invocaciones de algunos otros preceden a sus luces. Hay el invocador que invoca a fin de que su corazón sea iluminado, y hay el invocador cuyo corazón ha sido iluminado y por lo tanto invoca” (Ibn ‘Ata’ illah).
(24) S. Bernardo nos instruye en su quinto sermón para la estación de Adviento, conciernente a la Encarnación, que:
El Venerable Pedro de Blois dice:
El Abad Gueranguer (tan altamente recomendado como escritor espiritual por Santa Teresa de Lisieux) dice:
Juan de Ruysbroeck dice:
S. Luis María Griñón de Montfort dice:
Finalmente dice Angelus Silesius:
(25) Ciertamente uno puede llamar a la invocación del Nombre la “Plegaria de la Encarnación” pues el “Verbo hecho carne” se manifiesta de una manera singularísima en este Nombre. “En el Nombre de Jesús toda (la creación) se inclina en el cielo, sobre la tierra, y en el infierno” (Filip. II,10). “Ofrezcamos el sacrificio de alabanza a Dios continuamente, es decir, el fruto de nuestros labios dando gracias a Su Nombre” (Heb. XIII, 15). “Sea el deseo de nuestras almas Tu Nombre y la rememoración de Ti” (Isaías XXVI, 8), y así “levantémonos y caminemos en el Nombre de Jesucristo de Nazaret” (Hechos III, 6), a fin de que “creyendo, podamos tener vida a través de Su Nombre” (Juan XX, 31). ¿No se nos ha dicho que “si pedimos al Padre algo en Su Nombre, Él nos lo dará” (Juan XIV,14)?. “Alabemos Su Nombre grande y terrible, y démosLe gloria con la voz de nuestros labios, y con cánticos en nuestras bocas, y con arpas” (Ecccles. XXIX, 20). Pues su Nombre es “como óleo derramado” (Cant. I, 3) y “donde dos o tres se juntan en mi Nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mat. XVIII, 20). ¿Y quienes son los “dos o tres”?. Son, según Santa Catalina de Siena (Diálogos) y S. Juan de la Cruz (Subida al Monte Carmelo), la “inteligencia, la voluntad y la memoria”.
(26) En el Antiguo Testamento, se nos dice que si el Nombre Divino es invocado sobre un país o una persona, en adelante pertenece a Dios; deviene estrictamente Suyo y entra en relaciones íntimas con Él (Gen. XLVIII, 16; Deut. XXVIII, 10; Am. IX, 12). Es así como en el oficio de Completas, decimos cada noche “Tu autem in nobis es, Domine, et Nomem sanctum tuum invocatum est super nos…” (“Tú estás, en verdad, en nosotros, oh Señor, y Tu Santo Nombre es invocado sobre nosotros…”). En Génesis (IV, 26) leemos: “Y a Seth a su vez le nació un hijo y él le nombró Enoch. Fue entonces cuando los hombres comenzaron a invocar al Señor por el Nombre” (Jewis Publication Soc. Trans.), “¡Y Enoch andaba con Dios!”. “Moisés y Aaron invocaban el Nombre del Señor” (Salmos). El profeta Ageo hablaba “en el Nombre del Señor” y Job “bendecía Su Santo Nombre”, Abraham “invocaba el Nombre” como hicieron Isaías, Ezequiel, Daniel y Jeremías. Miqueas y Zacarías “caminaban arriba y abajo en Su Nombre”. Como ha dicho el Apóstol Santiago, “todos los profetas han hablado en el Nombre del Señor” (Epis. V. 10). Y todo esto es sumamente razonable, pues como canta David, el Salmista, “Bonum est celebrare Domine, et psallere Nomini tuo Altissime —pues es bueno celebrar oh Señor, y cantar tu Nombre Altísimo”.
(27) La teología del Nuevo Testamento se basa principalmente en los escritos de S. Pablo, quien literalmente menciona el Nombre de Jesús cientos de veces. Y esto es sumamente apropiado pues Cristo mismo dijo de Pablo “tú eres un vaso de elección para llevar mi Nombre” (Hechos IX, 15). Y él fue quien nos enseñó “todo cuanto hagáis de palabra u obra, hacedlo en el Nombre del Señor Jesucristo” (Col. III, 17). Fue él quien dijo “Ningún otro Nombre bajo el cielo ha sido dado a los hombres por el cual podamos ser salvados” (Hechos IV, 12). Y nuevamente, fue él quien dijo “quienquiera que invocare el Nombre del Señor será salvado” (Rom. X, 13). Esta última promesa reitera lo que “La palabra del Señor” habló por la boca del profeta Joel (Joel II, 32) y que es confirmado también por Cristo mismo cuando Él dice “si pidiereis al Padre alguna cosa en mi Nombre, Él os lo dará” (Juan XVI, 24). No es sorprendente entonces que, como nos informa Santo Tomás de Aquino, “S. Pablo llevaba el Nombre de Jesús en su frente porque le glorificaba proclamándole a todos los hombres, le llevaba en sus labios porque amaba invocarle, en sus manos porque amaba escribirle, y en su corazón, porque su corazón ardía de amor de Él” (citado en las maravillas del Sagrado Nombre). S. Pablo no sólo vivió con este sagrado Nombre en sus labios y en su corazón; también murió repitiendo con su aliento final el Nombre JESÚS, JESÚS, JESÚS.
(28) En la Iglesia primitiva no era necesario organizar la devoción al adorable Nombre de Jesús de una manera sistemática, pues aquella era una época en que, como dice S. Jerónimo, “la sangre de Cristo estaba todavía caliente en los corazones de los fieles”. Que su uso era común, está bien demostrado por el hecho de que muchos de los mártires murieron invocando el Nombre de Jesús de cara a horrendas torturas (Gesta Martyrum). Su uso por los padres del desierto es bien conocido; su inclusión en los prefacios y otras fórmulas litúrgicas de los primeros siglos está bien documentada. Los antiguos escritores eclesiásticos tales como S. Justino, Tertuliano, Orígenes, S. Cipriano y S. Clemente de Roma aprovechan toda oportunidad para alabarle en los términos más luminosos.
(29) S. Ignacio de Antioquía, que sucedió a S. Pedro en la sede, fue a su martirio invocando el Nombre Divino y las letras JESÚS se encontraron inscritas en letras de oro en su corazón cuando murió. Esto impresionó tanto a S. Ignacio de Loyola que cambió su nombre de Iñigo a Ignacio (Biografía del Padre Laturia). Se han hecho afirmaciones similares sobre S. Camilo de Lelis y el Beato H. de Suso. El Pastor de Hermas (circa 150 D.C) dice: “recibir el Nombre del Hijo de Dios es escapar a la muerte y dar vía a la vida”; dice también, “nadie puede entrar al Reino de Dios excepto a través del Nombre del Hijo”. Continua y dice también, “el Nombre del Hijo de Dios es grande e inmenso, y éste es el que soporta el mundo entero” (Pastor, Libro III). Orígenes (circa 215) dice “el Nombre de Jesús calma a las almas turbadas, pone en fuga a los demonios, cura al enfermo; su uso infunde un tipo de dulzura maravillosa; asegura la pureza de las costumbres; inspira bondad, generosidad, benignidad…” (Contra Celso, Libro I). S. Ambrosio (circa 370) amaba enormemente el Nombre y sentía que mientras éste estuvo contenido en Israel como un perfume en un vaso cerrado, el Nuevo Testamento era un vaso abierto desde el cual se derramaba ex abundantia superfluit quidquid effunditur—se derramaba de su abundancia casi como una inundación (de Spiritu Sancto, I, 8). S. Paulino de Nola (354-431) se refería al Nombre como “una ambrosía viva… si uno la saborea tan solo una vez, ya no será capaz de separarse de ella… es para los ojos una luz serena, para los oídos el sonido mismo de la vida” (Carmina IV). S. Juan Crisóstomo (circa 370) nos instruye a “permanecer así constantemente con el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, a fin de que el corazón trague al Señor y el Señor al corazón, y los dos devegan uno”. S. Agustín dice de este Nombre que es “quod est nobis amicus et dulcius nominare —es tan agradable y dulce de pronunciar” (La Ciudad de Dios). S. Juan Clímaco (siglo VI) nos dice que “fustiguemos a nuestros adversarios con el Nombre de Jesús, pues no hay ningún arma más poderosa sobre la tierra ni en el cielo” (La Escala de Ascenso Divino). S. Patricio abogaba por el uso de la plegaria de Jesús, según se cuenta en la leyenda Dorada —y ésta en la forma Hesiquiasta exacta: “Señor Jesucristo, ten misericordia de mí, pecador”. Santo Tomás de Aquino, como se ha visto en el párrafo precedente, habla del uso de la invocación del Nombre por S. Pablo. El Concilio de Lyon, en 1274, resultó en que Gregorio X escribió una carta a Juan de Vercelli, el entonces Superior General de los Dominicos, donde declaraba, “nos, hemos prescrito a los fieles… reverenciar de una manera particular ese Nombre que está por encima de todos los nombres…”. Este acto resultó en la fundación de la Sociedad del Santo Nombre —una organización que continúa existiendo en una forma algo diluida hasta los tiempos presentes.
(30) Cuando llegamos a los tiempos medievales, encontramos una extensión aún mayor de la devoción al Nombre. Fue así como el Nombre de Jesús estaba en la boca de S. Francisco “como la miel en el panal” (Tomás de Celano, biografía); y S. Francisco mismo escribió, “ningún hombre es digno de decir Tu Nombre” (alabanzas compuestas cuando el Señor le aseguró Su Reino). S. Bernardo escribió sermones enteros sobre el Nombre y dijo: “Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, un canto de delicia en el corazón” (Coment. Cantar de los Cantares). S. Buenaventura exclama, “Oh, alma, si escribes, lees, enseñas, o haces cualquier otra cosa, que nada tenga sabor alguno para ti, que nada te agrade excepto el Nombre de Jesús” (Opuscula). Richard Rolle dice, “Oh buen Jesús, Tú has sujeto mi corazón al pensamiento de Tu Nombre, y ahora no puedo sino cantarle: ten por tanto misericordia de mí, haciendo perfecto lo que Tú has ordenado” (Fuego de Amor). Angelus Silesius dice, “el dulce Nombre de Jesús, es miel en la lengua: para el oído es un canto nupcial, en el corazón un salto de alegría” (El Peregrino Querubínico). El Maesto Eckhart dice que “creyendo en el Nombre de Dios, nosotros somos hijos de Dios”. Richard de Saint Victor dice que “La invocación del Nombre es la posesión de la salvación, la recepción de los besos, la comunión del lecho, la unión del Verbo con el alma en la cual se salva cada hombre. Pues con una luz tal, nadie puede ser ciego, con un poder tal, nadie puede ser débil, con una salvación tal, nadie puede perecer” (Escritos Selectos). Tomás de Kempis nos instruye que “puesto que estás viajando en esta peregrinación terrenal, tómate como provisión (viaticum), como báculo de pastor tenido firmemente en la mano, esta breve plegaria, “JESUS-MARÍA”… donde quieras que vayas, donde quiera que camines o te detengas o descanses, invoca a Jesús e invoca a María” (El Valle de los Lirios). El Nombre de MARÍA es también “divino” y de aquí que Dante escriba en el Paraíso:
(31) La Salutación Angélica incorpora en ella el Nombre de Jesús como una “perla de gran precio”. Es de interés destacar que el Rosario sólo entró en el uso común en la Iglesia en su forma presente después de que el Papa Urbano ordenara que “el adorable Nombre de Jesús” fuera agregado a la Salutación en el año 1262. Tanto a Santa Gertrudis como a la Bienaventurada Juana de Francia, Nuestra Señora les aseguró que ésta era su plegaria favorita. Tomás de Kempis afirma que siempre que decía el “Ave María” —“El cielo se regocija, la tierra se maravilla, el demonio se estremece, el infierno tiembla, la tristeza desaparece, la alegría retorna, el corazón sonríe de caridad y es penetrado con un santo fervor, la compunción se debilita y se reaviva la esperanza”. La Salutación Angélica invoca también el “Glorioso Nombre de MARÍA”, Nombre que puede ser invocado en aislado o en conjunción con otras fórmulas litúrgicas. El Nombre de María es también divino, pues ella es la pureza, la belleza, la bondad y la humildad de Dios manifestada en el plano humano. Ella ejemplifica todas las cualidades del alma en un estado de gracia bautismal, por lo cual dice S. Luis María Griñón de Montfort: “viéndola, vemos nuestra naturaleza pura” (La Verdadera Devoción a María). La bendición de la Virgen está sobre aquel que purifica su alma para Dios, pues esta pureza del estado Marial es la condición esencial para la actualización espiritual de la Presencia real del Verbo. Haciendo la salutación a la Santísima Virgen, el alma se conforma a sus perfecciones mientras que al mismo tiempo implora la ayuda de María que personifica estas perfecciones. El Nombre de María reverbera con el mismo poder y belleza que el de su Hijo, el Hijo de quien ella es simultáneamente madre, esposa, e hija. Es así como los santos han invocado su Nombre y dicho de él todo cuanto han dicho del de Jesús. S. Antonio de Pádua, invocaba el Nombre de María constantemente. Henry de Suso decía de él : “¡Oh dulce Nombre! ¡qué debes ser tú en el cielo, cuando tu Nombre inspira tanto amor sobre la tierra!”. El Abad Franconus dijo que junto al Sagrado Nombre de Jesús, el Nombre de María es tan rico en gracia y dulzura que ni en el cielo, ni sobre la tierra, hay ningún otro Nombre que llene así el alma del hombre de gracia, esperanza y dulzura”. S. Anselmo dice: “El dulcísimo Nombre de María es un bálsamo que exhala el aroma de la gracia divina; que este bálsamo de salvación entre en los entresijos más profundos de nuestras almas”. S. Alfonso María de Ligorio prorrumpe así: “Dichosos repetirán mis labios, a cada momento, tu querido Nombre” (Las Glorias de María). Invocar el Nombre de María es invocar las virtudes Marianas resumidas también en el Magnificat —virtudes que hacen al alma receptiva a las virtudes Crísticas. El que dice Jesús, dice Dios, e igualmente, el que dice María, dice Jesús.
(32) El Ave María se llama acertadamente la Salutación Angélica, pues incorpora la economía entera de la vida espiritual dentro de sus confines. Abarca dentro de un solo aliento los dos Nombres Divinos de Jesús y María, y por así decir, resume todo lo que llevamos dicho y mucho más. El Nombre de Jesús reside en el seno virginal, un seno que ha sido llamado por los santos a la vez “horno” y “cámara nupcial”. Verdaderamente Él es “la Joya en el Loto”. Para aquellos que querrían menospreciar el Rosario, las palabras de Nuestra Señora al Beato Alan de la Roche (citado en la obra La verdadera Devoción a María de S. Luis María Griñón de Montfort), deberían actuar como un poderosísimo contrapeso “Sabe hijo mío” dijo Nuestra Señora, “y haz que lo sepan todos los demás, que es un signo probable y próximo de condenación eterna tener aversión, tibieza, o negligencia a decir la Salutación Angélica, la cual ha reformado el mundo entero”. Considerar esto como una exageración piadosa es ocultar la propia incredulidad de uno bajo un manto de hipocresía y, para citar a Pío XI, “salirse de la senda de la verdad” (Encíclica “Ingravescentibus Malis”).
(33) Uno debe preguntarse por qué santos como el Bienaventurado H. de Suso, S. Camilo de Lelis, S. Isaac Jogues, el Jesuita martirizado por los Hurones, Santa Juana de Arco, S. Luis María Griñón de Montfort, Tomás de Kempis, S. Francisco de Sales, y en nuestros propios tiempos, la Hermana Consolata Betrone y el Padre Pío el Estigmatizado, para mencionar solamente a unos pocos y para no decir nada de toda la tradición Hesiquiasta del Monte Athos que continúa hasta el presente día, se han dedicado así a la Invocación del Nombre de Jesús. Parte de la respuesta está en el hecho de que sólo el hombre, al estar hecho a la “Imagen de Dios” de una manera directa e integral, tiene el don del habla. Siendo esto así, el habla tanto como la inteligencia y la voluntad deben jugar una parte en la salvación y liberación. Ciertamente, tanto la inteligencia como la voluntad, se actualizan con la plegaria, la cual es habla a la vez divina y humana, el acto que vincula la voluntad y su contenido a la inteligencia. El habla es por así decir el cuerpo inmaterial, aunque sensorial, de nuestra voluntad y de nuestra comprensión. Pero el habla no se exterioriza necesariamente, pues el pensamiento articulado implica también el lenguaje. Si esto es así, aparte de las plegarias canónicas impuestas a la Iglesia Universal, nada puede ser más importante que la repetición del Nombre de Dios. Eckhart dice “Dios es el Verbo que se pronuncia a Sí mismo. Donde Dios existe, Él está diciendo este Verbo; donde Él no existe, Él no dice nada. Dios es hablado e in-hablado… Padre e Hijo expiran su santo soplo, y una vez que este sagrado soplo inspira a un hombre, permanece en él, pues él (el hombre) es esencial y neumático”. “Pues el Verbo de Dios es raudo, y poderoso, y más agudo que una espada de doble filo, que penetra hasta la división de alma y espíritu, y de las coyundas y la médula, y es un discernidor de los pensamientos e intenciones del corazón” (Heb. IV, 12). ¿No nos asegura Joel en el Antiguo Testamento como lo hace S. Pablo que “quienquiera que invocare el Nombre del Señor será liberado” (Joel II, 32)?. Hemos visto ya, que los Profetas y los santos consideran que el Nombre es uno con Dios; que los santos en el cielo, como dice Santo Tomás de Villanueva, le invocan constantemente, y ahora Eckhart nos dice que “el Verbo eterno es hablado en el alma virginal por Dios mismo”. Así, la invocación del Nombre en el corazón, encarna en nosotros la plenitud de la Trinidad en la medida en que nosotros podemos acogerla. Lentamente nos transforma hasta que finalmente, a través de la gracia de Dios, nosotros y el Nombre devenimos como uno. Si parte del misterio de la Encarnación reside en la afirmación de S. Ireneo (y de muchos otros) de que “Dios ha devenido hombre a fin de que el hombre pueda devenir Dios”, entonces podemos decir ciertamente que Dios nos ha dado Su Nombre a fin de que nosotros podamos incorporarle en nuestros corazones, y con nuestra memoria, inteligencia y voluntad absorbidas en el Nombre, seamos capaces de decir con la Beata Angela de Foligno: “Tú eres yo y yo soy Tú” (Visiones e Instrucciones); y con S. Pablo: “Vivo, pero no yo, sino Cristo en mi” (Gal.II, 20).
(34) Dios al nombrarse a Sí mismo, primeramente se ha determinado a Sí mismo como ser y en segundo lugar, a partir del Ser, se manifiesta a Sí mismo como Creación —es decir, Él se manifiesta a Sí mismo “dentro del marco de la nada” y así “en modo ilusorio”. El hombre, por su parte, describe el movimiento inverso cuando pronuncia el mismo Nombre, pues este Nombre no es sólo Ser y Creación, sino también Misericordia y Redención. En el hombre, el Nombre no crea, sino que por el contrario “deshace”, y eso de una manera divina, puesto que hace regresar al hombre al Principio. Si Dios “se derrama a Si mismo en Su Nombre” (S. Bernardo), el hombre, al invocar este Nombre, alcanza la “totalidad de la plenitud”. Visto por Dios, el Nombre Divino es una determinación, una limitación y un “sacrificio”. Visto por el hombre, es una liberación, una ilimitación y una plenitud. El Nombre, aunque es invocado por el hombre, siempre es pronunciado por Dios, pues la invocación humana es sólo el efecto “externo” de la invocación “interna” y eterna por la Divinidad. Lo que es sacrificial para lo divino es liberador para el hombre. Toda revelación, cualquiera que pueda ser su modo o su forma, es un “descenso” o “encarnación” para el Creador, y un “ascenso” o “ex-carnación” para la criatura.
(36) Santo Tomás de Kempis dice que “cuando el devoto comulga, o cuando el sacerdote celebra la Misa con devoción y reverencia, así como cuando una persona bendice a Jesús y a su Madre, invocando sus Nombres, participan del pan y del vino consagrado” (El Valle de los Lirios). La relación entre la Eucaristía y el Nombre es ciertamente estrecha. Así, en la antigua liturgia, nosotros solíamos decir “Panem celestam accipiam et nomem domini invocabo” y “Caelicem salutaris accipiam et nomen domini invocabo”. Ciertamente, se puede decir que la invocación del Nombre tiene la misma relación con las demás formas de plegaria que la Eucaristía tiene con los otros sacramentos. Es así como S. Bernardino de Siena dio a su cifra del Nombre de Jesús, la forma de una custodia; el Nombre divino llevado en el pensamiento y en el corazón por el mundo y por la vida, es como la Santísima Eucaristía llevada en procesión. El Maestro Eckhart dice así lo siguiente del Nombre y podría haber dicho la misma cosa del Santísimo Sacramento: “El Padre ni ve, ni oye, ni habla, ni desea nada sino Su propio Nombre. Es por medio de Su Nombre como el Padre ve, oye y se manifiesta a Sí mismo. El Padre te da Su Nombre eterno, y es Su propia vida, Su ser y Su divinidad lo que Él te da en un único instante por Su Nombre” (Comentario. sobre S. Juan). Similarmente, lo que S. Eymard dice de la Santísima Eucaristía, bien podría decirse del Nombre: “La Eucaristía es el Reino de Dios en la tierra. Mi cuerpo deviene Su templo, mi corazón Su trono, mi voluntad Su dichoso y humilde siervo, mi vida Su victoria” (Retiros Eucarísticos).
(37) No hay que sorprenderse entonces de que S. Juan Eudes soliera plegar a la Bendita Virgen diciendo “sea mi muerte con estas divinas palabras en mi corazón y en mis labios —JESÚS-MARÍA; y que yo las pronuncie en unión con todo el amor que siempre ha estado, que está ahora y que estará siempre en todos los corazones que aman a Jesús y María” (Vida). No hay que sorprenderse entonces de que tantos santos, como S. Vicente de Paul, el Padre Pío y S. Francisco Javier, hayan muerto con el Nombre de Jesús en sus labios. La Santa Madre Iglesia nos enseña que, incluso en ausencia de un sacerdote, si morimos con el Nombre de Jesús en nuestros labios, dicho con amor y verdadera contrición, nuestra salvación está garantizada. Cada vez que invocamos el Nombre de Jesús, hacemos un acto de Fe, Esperanza y Caridad. Como dice S. Buenaventura, el Nombre está “Lleno de Gracia, pues en él se funda la fe, se confirma la esperanza, se aumenta el amor y se lleva a la perfección la justicia” (Opuscula). No es un accidente que las principales plegarias de la Iglesia recomienden esta forma de plegaria. La primera petición del Padre Nuestro pide “Santificado sea Tu Nombre” —es decir, como dice Santo Tomás de Aquino, “manifestar y hacer conocido Su Nombre entre nosotros” (Comentario. sobre el Pater Noster). El alma en un estado de gracia responde en las palabras del Magnificat “Santo es Su Nombre”; y los fieles exclaman en su plegaria de amor: “Ave María, llena eres de gracia, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, JESÚS”. Es imposible decir los Nombres de Jesús y María sin que el alma asuma una actitud que es a la vez resignada, compungida, resuelta y llena de alabanza. Y si invocamos el Nombre dignamente, llegará a ocurrir que nuestros corazones serán Su Reino, que nuestra voluntad se transformará poco a poco en Su voluntad; será para nosotros un alimento constante (como dice S. Bernardo); cancelará nuestras deudas con Dios y con el hombre (“el Rey se adelantó a nosotros, borró nuestras cuentas, y escribió otra cuenta a Su propio Nombre a fin de poder ser Él nuestro deudor” —S. Efren, Ritmo IV) ; y finalmente, será para nosotros una protección contra la tentación, pues “Los demonios huyen al sonido de este Nombre”. No hay que sorprenderse entonces de que S. Buenaventura dijera “¡Oh cuán fructífero y bendito es este Nombre dotado con un poder y una eficacia tan grandes!” (Opuscula).
(38) En el Antiguo Testamento se nos instruye “Que nada os impida plegar siempre” (Sirach XVIII, 22), y en el Nuevo Testamento S. Lucas nos dice “velad, plegando en todo tiempo” (Lucas XXI, 36). Este consejo evangélico puede cumplirse de muchos modos acordemente a la manera en la cual el alma es llamada por Dios, pues como dice el mismo Cristo, “Yo os he escogido” — es siempre Dios quien nos llama, y no nosotros quien Le llamamos. Para aquellos que son llamados a invocar el Nombre, ninguna forma de plegaria es más simple, más directa y más apropiada para los tiempos presentes que ésta. Leemos en Zacarías (XIII, 8 y 9):
Este pasaje es parte de la profecía concerniente a los “últimos tiempos”. ¿Y quiénes son esa tercera parte que son atraídos con el fuego?. Son, según Cornelius Lapide, esa porción de la humanidad que permanece fiel a Dios e invoca Su Nombre.
(39) Para aquellos cuya vocación (vocare—llamar) es invocar el Nombre, todo acto necesario, sea profesional o social, es un aspecto de esta invocación. Dios quiere que Le invoquemos no sólo con nuestras lenguas, sino con nuestro cuerpo entero —con cada miembro— y con todo nuestro ser; ciertamente, con toda nuestra vida y con nuestra existencia misma. Si Dios quiere que invoquemos Su Nombre, o más bien, si quiere invocar Su Nombre en nosotros, entonces cada acto necesario —puesto que refleja por nuestra parte una conformidad a Su voluntad con nosotros— deviene por su naturaleza misma una invocación del Principio Supremo. La invocación es una forma de “recordación”, un modo de practicar y de “recordar” la “Presencia de Dios” (Hermano Lorenzo)… Y si Dios invoca Su Nombre en nosotros, que nosotros permitamos que las facultades de nuestra alma se con-formen a esta Presencia Divina en nosotros es precisamente lo que nos transforma —tanto en nuestra naturaleza como en nuestras acciones— en una “Manifestación” del Nombre Divino. Lo que anteriormente era central para nuestras vidas —es decir, nuestro apego al ego y al mundo— ya no existe. Lo que anteriormente era apenas una realidad para nosotros —es decir, la Presencia Divina— deviene ahora la única realidad. El “recuerdo de Dios” es al mismo tiempo un “olvido de sí mismo”, pues el ego es la sede del orgullo y una cristalización del olvido de Dios. En la invocación, el ego, por así decir, ya no existe, pues el Nombre le ha “absorbido” en su propia realidad, en su propia pureza, en su absoluteidad y esencia. Como ha dicho Cristo a Sor Consolata Betrone: “La Santidad consiste en el olvido de ti misma, en tus pensamientos, en tus actos, en tus palabras, ciertamente en todas las cosas” (La Toute Petite Voie d’Amour). Como ha dicho Cristo a Santa Catalina de Siena: “Tu eres quien no es, mientras Yo soy EL QUE ES” (Vida, Beato Raimundo de Capua). De la misma manera, la persona que invoca el Nombre Divino llegará a un punto donde pueda decir “Yo (el ego) no existo, sólo el Nombre existe, pues Él y Su Nombre son Uno”.
(40) La invocación del Nombre no es per se una garantía mecánica de salvación, pues no todo el “que llame, Señor, Señor, será salvado”. Un burro que lleva perfume en su lomo, a pesar de ello, seguirá siendo un burro, aunque entonces, todavía es posible que algo del aroma se le pegue. Los Nombres Divinos no son inmunes al abuso o incluso a la profanación. Un medio espiritual sólo puede ser efectivo dentro del marco de la tradición que le ofrece. “No tomarás el Nombre de Dios en vano” (Exodo XX, 7; Deut.V, 11). Si se tiene por verdadero en lo que toca a la Eucaristía que “quienquiera que coma de este pan (divino)… indignamente… come… condenación para sí mismo” (I Cor. XI, 27-29), eso es verdadero también en lo que toca al uso temerario de los Nombres Divinos. Uno debe invocar el Nombre para los propósitos adecuados y en un estado de alma adecuado. Uno debe estar en un estado de gracia (o al menos debe desear estarlo) pues “invocar al Señor” mientras uno se apega obstinadamente a lo que el Señor prohibe es absurdo. Si tenemos, ciertamente, un Cristo que es Amor, tenemos también un Dios colérico. Si tenemos un Nombre de Amor, tenemos también un Nombre que es “terrible”. Si invocamos el Nombre, debemos hacerlo dentro del seno de la Esposa de Cristo, dentro del marco de la “Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica” con todos sus sacramentos y todas sus tradiciones. “Y he aquí que Tu cólera ha llegado, y el tiempo de los muertos, a fin de que sean juzgados, y de que Tú recompenses a Tus siervos, los profetas y los santos, y A AQUELLOS QUE TEMEN TU NOMBRE” (Apoc.XI, 18).
(41) Aún peor que el abuso es la blasfemia. “Todos los pecados son odiosos a los ojos de Dios; pero el pecado de la blasfemia debe llamarse más propiamente una abominación para el Señor” (S. Antonio María de Ligorio). Como dice S. Gregorio Nazianceno, “el diablo tiembla al Nombre de Jesús y nosotros no tememos profanarlo” (Orat. XXI). “El que blasfema —dice S. Atanasio— actúa contra la Deidad misma”. El blasfemo, dice S. Benardino, hace de su lengua “una espada que traspasa el corazón de Dios”. Y continúa, “todos los demás pecados proceden de la flaqueza o de la ignorancia, pero el pecado de la blasfemia procede de la malicia”. S. Juan Crisóstomo dice “no hay ningún pecado peor que la blasfemia” porque, como dice S. Jerónimo, “todo pecado comparado con la blasfemia es pequeño”. Santo Tomás de Aquino dice que al igual que los santos en el Cielo, después de la resurrección, alabarán a Dios con sus lenguas, así también, los réprobos en el Infierno blasfemarán de Él con sus lenguas (Summa II-II, 13), y S. Antonio dice que el que consiente en el vicio de la blasfemia pertenece ya, al número de los condenados, a causa de que practica su arte. (Tomado en su mayor parte del Sermón de S. Antonio María de Ligorio).
(42) Finalmente, debemos advertir contra el uso de esta forma de plegaria (o lo que sería lo mismo contra cualquier esfuerzo serio en la vida espiritual) sin la dirección adecuada. La idea misma de una metodología en la vida espiritual ofende a la “mente moderna”, la cual está en rebelión contra la autoridad, contra la razón, y contra la disciplina. La mente moderna, por encima de todo, desea “sentir”, pues al sentir hace de si misma —de su egoidad— el criterio de su propio estado de alma, y la sensación no requiere ni pensamiento ni disciplina. De gustibus non est disputantum —uno no puede disputar sobre cuestiones de gusto personal. El modernista olvida que S. Juan Bautista clamaba (como en el desierto del mundo moderno) “preparad la vía del Señor”. Olvida que el Adviento debe preceder a la Navidad, y que el Adviento es una estación penitencial. Puede admitir la necesidad de una metodología en la ciencia, en los negocios, o incluso en la locura, pero niega su papel en la religión. El amor y la fe son reducidos a “sentimientos” y el sentimiento nunca puede ser metódico. ¿Cuál es entonces esta preparación que debe preceder a la venida de Cristo?. Es el entrenamiento de la voluntad, el cual requiere obediencia, disciplina y virtud. Es el entrenamiento del intelecto, el cual requiere el abandono del Orgullo (de la egoidad), de la Ignorancia y de la Pereza intelectual. Y si no tiene que haber ningún método, tampoco tiene que haber ninguna dirección. Cada quien tiene que ser su propio director espiritual, y se ha olvidado enteramente el hecho de que una persona que es su propio legislador, tanto en este mundo como en el otro, “tiene a un necio por abogado”. (Un adagio oriental afirma que “un hombre que es su propio director espiritual tiene al Diablo por guía”). Entrar en la vida espiritual sin un guía es ignorar las palabras de Cristo —que el ciego no puede conducir al ciego; es ignorar las repetidas advertencias de casi todos los santos, incluyendo a S. Juan de la Cruz y a Santa Teresa de Avila; es ignorar los consejos evangélicos incorporados en todos los catecismos tradicionales. Todo esto resulta, como dice Filon, en una persona “que vaga en el laberinto de sus propias opiniones personales”. Ciertamente, es jugar el papel de Eva en el Jardín del Edén y en todo el sentido de la palabra, “jugar con fuego”. “Todo cuanto se hace sin la aprobación de tu padre espiritual” —como dice S. Bernardo— “debe ser imputado a la vanagloria y por lo tanto no tiene ningún mérito” (Comentario. sobre el Cantar de los Cantares).
(43) Concluyamos incluyendo la plegaria del Nombre de Jesús de S. Anselmo, tomada de su Segunda Meditación:
Líbrate del temor entonces, oh pecador, respira libremente y no desesperes. Espera en Aquel a quien temes. Vuela a Aquel de quien has surgido. Invoca asiduamente a Aquel contra quien has pecado en tu orgullo. Oh Jesús, Jesús, haz en mi acordemente a tu Nombre. Oh Jesús, puedas Tú perdonar a este pecador lleno de orgullo, ten piedad de esta miserable persona que invoca tu dulce Nombre; oh Nombre delectable, Nombre de bienaventurada esperanza, Nombre que es el confortador de los pecadores. ¿Pues qué es Jesús, si Él no es un Salvador?. Por lo tanto, oh Jesús, muéstrate por lo que Tú eres y sé para mi un Salvador. Tú no me has hecho a fin de que yo perezca; Tú no me has redimido a fin de que yo sea condenado; Tú no me has creado por Tu bondad infinita a fin de que Tu obra sea destruida por mi iniquidad. Te suplico, oh Bondadosísimo, que no permitas que perezca a cuenta de mis pecados. Muéstrate, oh benignísimo Jesús, por lo que Tú eres y oblitera en mi todo cuanto es extraño a Ti. Oh Jesús, Jesús, ten piedad de nosotros mientras hay todavía tiempo para la misericordia, a fin de que no seamos condenados el día del juicio. ¿De qué te sirve a Ti mi sangre?. ¿De qué te sirve a Ti que yo sea condenado a la condenación eterna?. “Los muertos no te alaban, oh Señor, ni ninguno de los que bajan al infierno” (Salmo XCIII). Si Tú me admites a la plenitud de Tu seno misericordioso, por eso no devendrá menos capaz a causa de mí. Por lo tanto, admíteme, oh deseabilísimo Jesús, admíteme a la compañía de Tus elegidos, a fin de que yo pueda alabar-Te, saborear-Te, y dar-Te gloria junto con aquellos que aman tu Nombre. Tú, oh Jesús, que con el Padre y el Espíritu Santo reinas por los siglos de los siglos, Amén.
JESÚS-MARÍA.