Orígenes — Homilias sobre o Evangelho de Lucas
Hom. in Luc. I, 11.
Quiénes pueden ver a Dios
Sobre las palabras: «Se apareció a Zacarías el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso», Lc 1, 11.
Las cosas corporales e insensibles por sí mismas no hacen nada para ser vistas de otro, sino que el ojo ajeno las ve tanto si ellas quieren ser vistas como si no, cuando fija en ellas la mirada y las contempla. Porque, ¿qué puede hacer un hombre o cualquier otra cosa envuelta en un cuerpo material para no dejarse ver cuando está presente? Por el contrario, las cosas superiores y divinas aun estando presentes no se ven si ellas no quieren: el que sean vistas o no, depende de su voluntad. Fue gracia de Dios el dejarse ver de Abraham y de los demás profetas. No fue el ojo del alma de Abraham por sí mismo la causa de que viera a Dios, sino que Dios se dejó ver de un hombre justo que se había hecho digno de tal visión. No hay que entender esto únicamente de Dios Padre, sino también de nuestro Señor y Salvador y del Espiritu Santo, y aun, bajando a otro plano, de los querubines y serafines. Puede, en efecto, suceder que mientras nosotros estamos ahora hablando esté aquí presente un ángel, al que, sin embargo no podemos ver porque no merecemos tal visión. Pues aunque el ojo de nuestro cuerpo o de nuestra alma se ponga a mirarlo, si el ángel no se manifiesta por voluntad propia ni se deja ver, no lo verá el que quiero verlo. Así pues, dondequiera que está escrito «se apareció Dios», o, como en el pasaje que comentamos, «se apareció el ángel del Señor de pie a la derecha del altar del incienso» (Lc 1, 11), hay que entenderlo a la manera dicha. Tanto Dios como el ángel según quieran o no quieran son vistos o no por Abraham o por Zacarías. Hay que decir esto no sólo en lo que se refiere a este mundo, sino también en lo que se refiere al futuro: cuando dejemos este mundo no se aparecerán Dios y sus ángeles a todos, de suerte que el que dejó el cuerpo merezca inmediatamente ver los ángeles y el Espíritu Santo y nuestro Señor y Salvador y el mismo Dios Padre; sino que solo los verá aquel que tenga el corazón limpio (cf. Mt 5, 8) y que se haya mostrado digno de ver a Dios. Y aunque el que está limpio de corazón y el que todavía tiene alguna mancha estén en un mismo lugar, esta identidad de lugar no será ni ayuda ni obstáculo para la salvación: el que tenga el corazón limpio verá a Dios, y el que no lo tenga no verá lo que aquél puede ver. Y hay que pensar que sucedía algo semejante también con respecto a Cristo cuando se le pedía ver corporalmente: pues no has de pensar que todos los que le miraban veían a Cristo. Veían ciertamente el cuerpo de Cristo, pero a Cristo en cuanto era Cristo no le veían. Sólo le podían ver los que eran dignos de ver su grandeza. Los discípulos viéndole a él contemplaban la grandeza de su divinidad, Por esto, cuando Felipe habló y pidió: «Muéstranos al Padre y esto nos basta» (Jn 14, 8), le respondió el Salvador: «¿Tanto tiempo he estado entre vosotros y todavía no me conocéis? Felipe, el que me ve, ve al Padre.» Tampoco Pilato, que ciertamente veía a Jesús, podía ver al Padre; ni tampoco Judas el traidor. Porque ni Pilato ni Judas veían a Cristo en cuanto era Cristo, así como tampoco la multitud que le apretujaba. Sólo aquellos podían ver a Jesús que él mismo juzgaba dignos de que le vieran.
Trabajemos pues también nosotros para que ahora se nos aparezca Dios, pues nos lo promete la palabra sagrada de la Escritura: «Porque es hallado de los que no le tientan, y se manifiesta a aquellos que no desconfían de él» (Sab 1, 2). Y que en el mundo futuro no se nos oculte, sino que le veamos «cara a cara» (1 Cor 13, 12) y tengamos la esperanza de una vida buena y gocemos de la visión de Dios omnipotente, en Cristo Jesús y en el Espiritu Santo: de quien es la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amen.