Origenes Liberdade Graça

Orígenes — DOS PRINCÍPIOS
Liberdade e Graça
De Principiis III, 1,18-19

18. Miremos ahora el siguiente pasaje: “No es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Rm 9,16), ya que quienes encuentran reparos dicen: “Si no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”, la salvación no depende de nosotros, sino del arreglo hecho por aquel que nos hizo tal como somos, o al menos proviene de la decisión suya de mostrarse misericordioso con quienes le parezca. Ahora, nosotros tenemos que hacer a esas personas las siguientes preguntas: ¿Si es bueno o vicioso desear lo que es bueno? O, ¿si el deseo de correr hacia la meta en el logro de lo que es bueno es digno de alabanza o de censura? Si responden que es digno de censura, ofrecerán una respuesta absurda, ya que los santos desean correr y, manifiestamente, al hacerlo así no hacen nada indigno. Pero si dicen que es virtuoso desear el bien y correr tras él, les preguntaremos cómo una naturaleza perdida desea cosas mejores, porque sería como si un árbol malo produjera frutos buenos, ya que es una acto virtuoso desear cosas mejores.

Quizás ofrezcan una tercera respuesta, que el deseo de correr tras lo que es bueno es una de las cosas que son indiferentes, ni buenas ni malas. A esto debemos decir que si el deseo de correr tras lo que es bueno es una cosa indiferente, entonces lo opuesto también es una cosa indiferente, a saber, desear el mal y correr tras él. Pero desear el mal y correr tras él no es una cosa indiferente. Por tanto, desear el bien y perseguirlo, tampoco es una cosa indiferente. Tal es, pues, la defensa que yo pienso que podemos ofrecer sobre la afirmación: “No es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Rm 9,16).

“Si el Señor no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican”

Salomón dice en el libro de los Salmos: “Si el Señor no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican” (Ps 127,1). La intención de estas palabras no es de apartarnos del esfuerzo por edificar, o de conseguir abandonar toda vigilancia y cuidado de la ciudad que es nuestra alma. Estaremos en lo correcto si decimos que un edificio es la obra de Dios más que del constructor, y que la salvaguardia de la ciudad ante un ataque enemigo es más obra de Dios que de los guardas.

Pero cuando hablamos así, damos por supuesto que el hombre tiene su parte en lo que se lleva a cabo, aunque lo atribuimos agradecidos a Dios que es quien nos da el éxito. De manera semejante, el hombre no es capaz de alcanzar por sí mismo su fin. Este sólo puede conseguirse con la ayuda de Dios, y así resulta ser verdadero, “que no es del que quiere ni del que corre”. De la misma manera nosotros debíamos decir lo que se dice de la agricultura, según está escrito: “Yo planté, Apolos regó; mas Dios ha dado el crecimiento. Así que, ni el que planta es algo, ni el que riega; sino Dios, que da el crecimiento” (1Co 3,6-7). Cuando un campo produce cosechas buenas y ricas hasta su madurez, nadie afirmará piadosa y lógicamente que el granjero produjo los frutos, sino que reconocerá que han sido producidos por Dios; así también nuestra obra de perfección no madura por nuestro estar inactivos y ociosos, y, sin embargo, no conseguiremos la perfección por nuestra propia actividad. Dios es el agente principal para llevarla a cabo. Podemos explicarlo con un ejemplo tomado de la navegación. En una navegación feliz, la parte que depende de la pericia del piloto es muy pequeña comparada con los influjos de los vientos, del tiempo, de la visibilidad de las estrellas, etc. Los mismos pilotos de ordinario no se atreven a atribuir a su propia diligencia la seguridad del barco, sino que lo atribuyen todo a Dios. Esto no quiere decir que no hayan hecho su contribución; pero la providencia juega un papel infinitamente mayor que la pericia humana. Algo semejante sucede con nuestra salvación, donde lo que Dios hace es infinitamente más grande que lo que hacemos nosotros y, pienso, que por eso se dijo: “No depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia”. Porque en la manera que ellos tienen de explicarlo, los mandamientos son superfluos y en vano Pablo culpa a los que se apartan de la verdad y alaba a los que permanecen en la fe, ni hay ningún propósito en dar ciertos preceptos e instrucciones a las iglesias si fuera vano desear y luchar por el bien. Pero es cierto que estas cosas no se hacen en vano y también que los apóstoles no dieron instrucciones en vano, ni el Señor leyes sin razón.

De aquí se sigue, pues, que declaremos que en vano hablan mal los herejes de estas buenas declaraciones.

19. Además de éstos, tenemos el pasaje que dice: “Dios es el que en vosotros obra así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Ph 2,13). Si esto es así, dicen algunos, Dios es el responsable de nuestra mala voluntad, y nosotros no tenemos verdadera libertad; y, por otra parte, dicen, no hay mérito alguno en nuestra buena voluntad y nuestras buenas obras, ya que lo que nos parece nuestro es ilusión, siendo en realidad imposición de la voluntad de Dios, sin que nosotros tengamos verdadera libertad.

A esto se puede responder observando que el apóstol no dice que el querer el bien o el querer el mal proceden de Dios, sino simplemente que el querer en general procede de Dios. Así como nuestra existencia como animales o como hombres procede de Dios, así también nuestra facultad de querer en general, o nuestra facultad de movernos. Como animales, tenemos la facultad de mover nuestras manos o nuestros pies, pero no sería exacto decir que cualquier movimiento particular, por ejemplo de matar, de destruir, o de robar, procede de Dios. La facultad de movernos nos viene de Él, pero nosotros podemos emplearla para fines buenos o malos. Así también, nos viene de Dios el querer y la capacidad de llevar a cabo, pero podemos emplearla para fines buenos o malos.108