Origenes Conhecer Deus

Orígenes — Contra Celso, VII, 42-44
El hombre, por sí solo, no puede llegar a conocer a Dios.
Platón, maestro [acreditado] en cuestiones teológicas [dice] las siguientes palabras en el Timeo: «Es trabajoso encontrar al hacedor y padre de todo este universo, y es imposible que quien lo haya encontrado pueda darlo a conocer a todos» (Tim. 28c). Este texto es ciertamente admirable e impresionante: pero hay que considerar si la palabra divina no muestra mayor atención a lo que requieren los hombres cuando nos presenta al Logos divino, el que en el principio estaba en Dios, haciéndose carne, a fin de que este Logos, del que decía Platón que el que lo encontrare no lo podría dar a conocer a todos, pudiera hacerse asequible a todos. Platón puede decir que es cosa trabajosa encontrar al hacedor y padre de todo este universo, dando a entender al mismo tiempo que no es imposible a la naturaleza humana hallar a Dios de una manera digna o, por lo menos, más de lo que alcanza el vulgo. Pero si esto fuera verdad, Platón o algún otro de los griegos hubiera encontrado a Dios, y no hubieran dado culto, ni invocado, ni adorado a otro fuera de éL abandonándolo y asociándolo con cosas que no pueden asociarse con la majestad de Dios.

Por nuestra parte, nosotros afirmamos que la naturaleza no es en manera alguna capaz para buscar a Dios y hallarlo en su puro ser, a no ser que sea ayudada de aquel mismo que es objeto de la búsqueda. Llegan a encontrarlo los que después de hacer lo que está en su mano confiesan que necesitan de su ayuda, y él se manifiesta a los que cree conveniente, y en la medida en que una alma humana, estando aún en el cuerpo, puede conocer a Dios.

Además, al decir Platón que si uno hallare al hacedor y padre del universo sería imposible que lo diera a conocer a todos, no afirma que sea inexpresable e innominable, sino que, aun siendo expresable, sólo se puede dar a conocer a unos pocos… Pero nosotros afirmamos que no sólo Dios es inexpresable, sino también otros seres que son inferiores a él. Pablo se esfuerza por indicarlo cuando escribe: «Oí palabras inefables, que no es lícito al hombre pronunciar» (2 Cor 12, 4)…

También nosotros decimos que es difícil ver al hacedor y padre del universo: sin embargo, puede ser visto, no sólo según el dicho: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8), sino también según el dicho del que es «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15): «El que me ve a mí, ve al Padre que me ha enviado» (Jn 14, 9). Nadie que tenga inteligencia dirá… que aquí se refiere a su cuerpo sensible, el que veían los hombres, pues en este caso habrían visto al Padre los que gritaron: «Crucifícalo, crucifícalo» (Lc 13, 21), lo mismo que Pilato, que tenía autoridad sobre lo que en Jesús había de humano (cf. Jn 19, 10). Esto no puede ser. Las palabras «el que me ve a mí, ve también al Padre que me ha enviado», no deben entenderse en su sentido material… El que ha comprendido cómo se ha de concebir el Dios unigénito, Hijo de Dios, primogénito de toda la creación, y cómo el Logos se hizo carne verá que es contemplando la imagen del Dios invisible como se llega a conocer al Padre y hacedor del universo.

Celso opina que a Dios se le conoce o bien por composición de varias cosas—a la manera de lo que los geómetras llaman síntesis—o por separación—análisis—de varias cosas, o también por analogia como la que usan los mismos geómetras: de esta suerte se llegaría por lo menos a los «umbrales del Bien» (Plat. Fileb. 64c). Sin embargo, cuando el Logos de Dios dice: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo revelare» (Mt 11, 27), afirma que Dios es conocido por cierta gracia divina, que no se engendra en el alma sin intervención de Dios, sino por una especie de inspiración. Lo más probable es que el conocimiento (gnosis) de Dios está por encima de la naturaleza humana, y esto explica que haya entre los hombres tantos errores acerca de Dios. Sólo por la bondad y amor de Dios para con los hombres, y por una gracia maravillosa y divina, llega este conocimiento (gnosis) a aquellos que la presciencia divina previó que vivirían de manera digna del Dios al que llegarían a conocer. Éstos son los que por nada renegarán de sus deberes religiosos para con él, aunque sean conducidos a la muerte por los que ignoran lo que es la religión e imaginan que es lo que no es, o aunque se les tenga por objeto de mofa.

Yo diría que Dios, al ver que los que alardean de haberle conocido y de haber aprendido de la filosofía lo que se refiere a él se muestran arrogantes y desprecian a los demás, y, sin embargo, casi como los incultos se entregan a los ídolos y a sus templos y a sus famosos misterios, «escogió lo necio del mundo», es decir a los más simples de los cristianos pero que viven con más moderación y pureza que los filósofos, «para confundir a los sabios» (cf. 1 Cor 1, 27), los cuales no se avergüenzan de dirigir la palabra a cosas inanimadas, como si fueran dioses o imágenes de los dioses. El que tenga entendimiento, ¿cómo no se reirá de aquel que, después de tantos y tan prolijos discursos filosóficos acerca de Dios o de los dioses, se queda en la contemplación de las estatuas y dirige a ellas su plegaria (euche), o al menos la dirige por medio de la vista de ellas al dios que es conocido espiritualmente, imaginando que ha de levantarse hasta él a partir de lo que es visible y mero símbolo? El cristiano, en cambio, por muy ignorante que sea, tiene la convicción de que todo lugar es parte del universo, y de que todo el mundo es templo de Dios. Y así, orando en todo lugar, cerrados los ojos de los sentidos y abiertos los del alma, se levanta por encima del mundo todo: no se para ni ante la bóveda del cielo, sino que con su entendimiento llega hasta la región supraceleste (cf. Plat. Fedr. 247a-c), guiado por el espíritu de Dios. Y así, estando como fuera del mundo, dirige su oración a Dios, no sobre cosas triviales, pues ha aprendido de Jesús a no buscar nada pequeño, es decir, sensible, sino sólo las cosas grandes y verdaderamente divinas, que son los dones que Dios nos da para el camino que lleva a la felicidad que hay en él, por medio de su Hijo, que es el Logos de Dios… (cf. Oríg. De Oral. 16-17).