Origenes Cantico Prologo 4

Orígenes — Comentários ao Cântico dos Cânticos

Y aunque sea propio de otra ocasión el decir algo de lo que como ejemplo hemos aducido de Juan, sin embargo no nos ha parecido fuera de lugar tocar aquí algo brevemente. Amémonos los unos a los otros—dice—porque el amor viene de Dios; y poco después: Dios es amor. En esto demuestra que Dios mismo es amor, y también que el que viene de Dios es amor. Ahora bien, ¿quién viene de Dios si no es aquel que dice: Salí de junto al Padre y vine a estar en el mundo? Porque, si Dios Padre es amor y el Hijo es también amor, y por otra parte amor y amor son una sola cosa y en nada difieren, se sigue que el Padre y el Hijo son justamente una sola cosa. Y por esta razón es pertinente que Cristo, igual que se llama sabiduría, fuerza, justicia, palabra y verdad, se llame también amor. Y así la Escritura dice que si el amor permanece en nosotros, Dios permanece en nosotros’: Dios, esto es, el Padre y el Hijo, que viene al que es perfecto en el amor, según la palabra del Señor y Salvador, que dice: El Padre y yo vendremos a él, haremos morada en él. Por tanto debemos saber que este amor, que es Dios, cuando está en alguien, no ama nada terrenal, nada material, nada corruptible, y por eso va contra su naturaleza el amar algo corruptible, ya que él mismo es fuente de incorrupción. Efectivamente, él es el único que posee la inmortalidad, puesto que Dios es amor, el único que posee la inmortalidad y habita en una luz inaccesible. ¿Y qué otra cosa es la inmortalidad más que la vida eterna que Dios promete dar a los que creen en él mismo, único verdadero Dios, y en su enviado, Jesucristo, su Hijo? Por esta razón se dice que ante todo y sobre todo es caro y grato a Dios el que uno ame al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. Y como quiera que Dios es amor, y el Hijo, que procede de Dios, también es amor, está exigiendo en nosotros algo que se le asemeje, de modo que por medio de este amor que hay en Cristo Jesús, que es amor, nos unamos a él con una especie de parentesco de afinidad por el amor, en el sentido de aquel que, ya unido, le decía: ¿Quién nos separará del amor manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro?. Ahora bien, este amor ama a todo hombre como prójimo, y esa es la razón por la que el Salvador reprendió a uno que se figuraba que el alma justa no debe tener en cuenta los derechos que da el ser prójimo, cuando se trata de un alma envuelta en maldades, y por eso compuso la parábola que narra cómo un hombre cayó en manos de salteadores cuando descendía de Jerusalén a Jericó. El Salvador culpa al sacerdote y al levita porque, aunque le vieron medio muerto, pasaron de largo; en cambio aplaude al samaritano, porque se había compadecido de él; y que este samaritano fue su prójimo, lo confirma con la respuesta del mismo que le hiciera la pregunta, al que dice: Vete y haz tú lo mismo. Efectivamente, por naturaleza todos somos prójimos unos de otros, sin embargo, por las obras del amor, el que puede hacer el bien se convierte en prójimo del que no puede. De ahí que también nuestro Salvador se hiciera prójimo nuestro y que no pasara de largo cuando yacíamos medio muertos por las heridas de los salteadores. Por consiguiente debemos saber que el amor de Dios siempre tiende hacia Dios, del que se origina, y mira al prójimo, con el que tiene parte por estar asimismo creado en incorrupción. Así pues, todo lo que está escrito sobre el amor tómalo como dicho del deseo, sin preocuparte en absoluto de los nombres, porque, de hecho, en los dos se pone de manifiesto el mismo valor. Y si alguien dice que se nos acusa de amar el dinero, a la ramera y otras cosas tan malas como ellas, utilizando el mismo vocablo que deriva de amor, preciso es saber que en tales casos se nombra al amor, pero no en sentido propio, sino impropio. Así, por ejemplo, el Nombre de Dios se aplica primera y principalmente a aquel de quien, por quien y en quien son todas las cosas, lo que expresa bien claramente el poder y la naturaleza de la Trinidad; pero en segundo lugar y, por decirlo así, impropiamente, la Escritura llama dioses también a aquellos a quienes se dirige la palabra de Dios, según confirma el Salvador en los Evangelios. Además, también a las potestades celestes se les llama, al parecer, con este nombre, cuando se dice: Dios se alza en el consejo de los dioses, y en el medio juzga a los dioses, y en tercer lugar, ya no impropiamente sino sin razón se llama dioses de los gentiles a los demonios, cuando dice la Escritura: Todos los dioses de los gentiles son demonios. Pues, de modo parecido, también el nombre de amor se aplica en primer lugar a Dios, y por eso se nos manda amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas, como origen que es de nuestra misma capacidad de amar. Y sin duda alguna, en ese mismo amor va ya incluido también nuestro amor a la sabiduría, a la justicia, a la piedad, a la verdad y a todas las virtudes, pues una sola y misma cosa es amar a Dios y amar el bien. En segundo lugar y en sentido impropio y derivado, se nos manda amar al prójimo como a nosotros mismos. En tercer lugar, sin embargo, está lo que sin razón alguna se expresa con el nombre de amor: amar el dinero, los placeres o todo lo que tiene que ver con la corrupción y el error. No hay, por tanto, diferencia en decir que se ama o que se desea a Dios, y no creo que se pueda culpar a nadie que llame deseo a Dios, lo mismo que Juan le llamó amor. Por lo menos yo recuerdo que uno de los santos, llamado Ignacio, dijo de Cristo: Mi deseo está crucificado, y no creo que merezca ser censurado por ello. Ahora bien, debemos saber que todo aquel que ama el dinero o cuanto en el mundo hay de materia corruptible abaja la fuerza del amor, que proviene de Dios, hasta lo terrenal y caduco, y abusa de las cosas de Dios para cosas que Dios no quiere. Efectivamente, Dios no concedió a los hombres el amor de tales cosas, sino el uso. Hemos tratado esto algo más ampliamente porque queríamos distinguir con mayor claridad y cuidado lo referente a la naturaleza del amor y del deseo, no fuera que, al decir la Escritura que Dios es amor, se llegase a creer que de Dios viene todo lo que se ama, aunque sea corruptible, y que esto es amor. Ciertamente se demuestra que el amor es cosa de Dios y que es don suyo, pero también que no siempre los hombres lo ponen en práctica para las cosas que son de Dios y para las que Dios quiere.

Sin embargo es preciso también saber que es imposible que la naturaleza humana no ame siempre algo. Efectivamente, todo el que alcanza la edad que llamamos de la pubertad ama algo, ya sea menos rectamente cuando ama lo que no debe, ya sea recta y provechosamente, cuando ama lo que debe. Ahora bien, este sentimiento de amor, que por favor del Creador fue entrañado en el alma racional, algunos lo desvían hacia el amor del dinero y a la pasión de la avaricia, bien para lograr fama, y se hacen ávidos de vanagloria, bien para frecuentar a las rameras, y se ven cautivos de la impudicia y la sensualidad, o bien derrochan la fuerza de este bien tan grande en otras cosas parecidas a esas. Pero incluso cuando este amor se ordena hacia las diversas artes de tipo manual, o por causa de actividades de la presente vida—no las necesarias—se aplica, por ejemplo, a la gimnasia o a las carreras, o también a la música o a la aritmética, además de a otras disciplinas de parecida índole, ni siquiera entonces opino que se le utiliza de manera digna de aprobación. Efectivamente, si lo bueno es también lo que es digno de aprobación, y por bueno se entiende propiamente, no lo que mira a los usos corporales, sino ante todo lo que está en Dios y en las potencias del alma, la consecuencia es que amor digno de aprobación es aquel que se aplica a Dios y a las potencias del alma. Y que esto es así lo demuestra la definición del mismo Salvador, cuando, al preguntarle alguien cuál era el mandamiento supremo y el primero en la ley, respondió: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y añadió: De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profotas, con lo cual demostraba que el amor justo y legítimo subsiste por estos dos mandamientos y que de ellos penden la ley entera y los profetas. Y también está lo que dice: No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no levantarás testimonio falso y cualquier otro precepto, todos se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo, lo cual tendrá más fácil explicación como sigue.