Nicoll Invisibilidade Si Mesmo

Nicoll — Tempo Vivo
Excertos da versão espanhola “/2”, do livro “/2”
LA INVISIBILIDAD DE UNO MISMO
Todos podemos ver directamente el cuerpo de otra persona. Podemos ver el movimiento de sus labios, sus ojos que se abren y se cierran, las líneas de su boca y los cambios que ocurren en su rostro; su cuerpo expresándose como un todo en la acción. La persona en sí es invisible.

Podemos ver su exterioridad mucho más comprensivamente de lo que puede verse ella misma. Ella no se ve en la acción. Y si se observa ante un espejo cambiará psicológicamente, se inventará a sí misma. Para nosotros es muy precisa y visible, muy definida y muy clara a la vista y al tacto, aun cuando para sí misma no lo sea. Y nosotros igualmente somos algo preciso y claro’ para ella; parecemos tener una existencia real y sólida, aun cuando a nosotros no nos parece que tengamos semejante existencia real y sólida.

Los unos parecemos más precisos a los otros de lo que podemos ver de nosotros mismos, debido a que vemos claramente el aspecto visible de las gentes, así como ellas ven el nuestro. Si pudiésemos discernir el aspecto invisible de los demás con la misma facilidad con que discernimos el visible, viviríamos en una nueva humanidad. Tal cual somos, vivimos en una humanidad visible, en una humanidad de apariencias. En consecuencia, es inevitable que exista un extraordinario número de mal entendidos.

Consideremos los medios de comunicación que tenemos. Están limitados a los músculos, principalmente a los más pequeños. Hacemos señales por medio de los músculos, ya sea hablando o gesticulando. A fin de que pueda llegarle a otra persona, todo pensamiento, todo sentimiento, toda emoción ha de transmitirse por medio de movimientos musculares; así se hacen visibles, audibles o tangibles. Nuestras comunicaciones son malas, en parte porque nunca advertimos cómo lo hacemos, y, en parte, porque es sumamente difícil comunicar cosa alguna, salvo las observaciones más simples, sin correr el riesgo de que las señales sean mal interpretadas. También ocurre muy a menudo que no sabemos a ciencia cierta que es lo que estamos tratando de comunicar. Finalmente, todo cuanto en verdad es importante no puede expresarse.

Tan inagotable caudal de malentendidos y de infelicidad existen debido a que nuestra manera de comunicarnos es tan mala, y a que los demás comprenden nuestras señales a su modo, agregándoles sus propios pensamientos y sentimientos. Pero esto es ver el asunto desde un solo punto de vista, pues si pudiésemos mostrar más fácilmente a los otros nuestro aspecto invisible, surgirían nuevas dificultades.

Ahora bien; todos nuestros pensamientos, todas nuestras emociones, sentimientos; toda nuestra imaginación; todos nuestros ensueños, ambiciones, fantasías; todos son invisibles. Todo cuanto pertenece a nuestros proyectos, planes secretos, ambiciones, todas nuestras esperanzas, temores, dudas, perplejidades; todos nuestros afectos, especulaciones, ponderaciones, vaciedades, incertidumbres; todos nuestros deseos, aspiraciones, apetitos, sensaciones; todos nuestros gustos, disgustos, aversiones, atracciones, amores y odios; todo ello es invisible. Todo ello es lo que constituye la suma de uno mismo.

Pueden o no delatar su existencia. Por lo general le delatan mucho más de lo que suponemos. Todos somos más o menos obvios para los demás, más de lo que creemos. Pero todos estos estados internos, todas estas modalidades, pensamientos, etc., son invisibles en sí, y todo cuanto de ellos podamos advertir los unos en los otros lo advertimos mediante la expresión del movimiento muscular.

Nadie puede ver el pensamiento. Nadie sabe lo que nosotros estamos pensando. Creemos conocer a otras personas, y toda la fantasía que tenemos los unos acerca de los otros forma un mundo de gente ficticia, gente que ama y que odia.

Me es imposible decir que conozco a alguien, y es igualmente imposible decir que haya alguien que me, conozca a mí. Puedo ver fácilmente todos vuestros movimientos corporales y vuestra apariencia externa, tengo cien impresiones que no existen en vuestras mentes; os he visto como parte del panorama, parte de la casa, parte de la calle, y tengo un conocimiento de vosotros que quisierais conocer; quisierais saber la impresión que producís, cómo os veis. Pero no puedo veros por dentro y no se lo que sois; no lo podré saber nunca. Y aun cuando yo tengo este acceso directo a vuestro aspecto visible, vosotros tenéis acceso a vuestra propia invisibilidad. Este acceso directo a vuestra propia invisibilidad lo podéis tener únicamente vosotros, si es que aprendéis a usarlo. Yo y cualquiera otra persona pueden veros y oíros. Todo el mundo puede veros y oíros. Pero solamente vosotros podéis conoceros a vosotros mismos.

De esta suerte somos como dos sistemas de palancas, uno que trabaja con todas las ventajas en un sentido, y el otro con todas las ventajas en otro.

Es posible que todo esto le resulte sumamente obvio al lector, pero le aseguro que no todo es tan obvio. Es algo sumamente difícil de captar, ya trataré de explicar por que lo es. Nosotros no captamos el hecho de que somos invisibles. No nos damos cuenta de que vivimos en un mundo de gentes invisibles. No comprendemos que antes que cualquiera otra definición que se le pueda dar, la vida es un drama de lo visible e invisible.

La razón porqué no podemos captarlo, es que se trata de una idea. En este libro, que trata acerca de una o dos ideas, significo por ‘idea’ aquello que tiene el poder de alterar nuestro punto de vista y cambiar el sentido que tenemos acerca de las cosas. Una idea es, por supuesto, invisible; y bien podemos pasar la vida sin tener una sola idea en el sentido que significo. Pensamos que tan sólo el mundo visible tiene realidad y estructura, y no concebimos la posibilidad de que el mundo psicológico, ese mundo interior que conocemos como nuestros pensamientos, sentimientos e imaginación, puede también tener una estructura real y existir en su propio ‘espacio’, aun cuando no se trata de ese espacio con el que tenemos contacto a través de los órganos de los sentidos.

A este espacio interior es a donde pueden llegar las ideas. Pueden visitar la mente. Lo que vemos mediante el poder de una idea no podemos verlo cuando ya hemos perdido el contacto con ella. Todos hemos pasado por aquella experiencia de ver repentinamente la verdad de cualquier cosa en que nos fijamos por primera vez. En tales momentos somos diferentes, y si estos momentos pudiesen permanecer en nosotros, viviríamos permanentemente alterados. Pero llegan a nosotros como relámpagos con sus huellas de un conocimiento directo.

La descripción de una idea es muy distinta de su conocimiento directo. Lo primero requiere tiempo, lo segundo es instantáneo. La descripción de la idea de nuestra invisibilidad es muy distinta de nuestra vivencia de ella; únicamente pensando de una manera diferente acerca de esta invisibilidad de todas las gentes y de nosotros mismos, podemos atraerla, de suerte que nos ilumine directamente.

Semejantes ideas actúan directamente sobre la substancia de nuestra vida, como si fuesen una combinación química; y el ‘shock’ del contacto con ellas puede, a veces, ser tan poderoso que efectivamente cambie la vida del hombre y no sólo su comprensión del momento. Nuestra preparación para disfrutar de las posibilidades de nuevos significados, que es lo más deseable que pueda darse, ya que la falta de significados es una enfermedad, es algo que no puede separarse del contacto con las ideas que tienen un poder transformador.

En este sentido, podemos pensar acerca de una idea como si fuese algo que nos pusiese en contacto con otro grado de comprensión, sacándonos de la rutina interior y del habitual estado de indolencia de nuestro ser consciente. O sea, como algo que nos aleja de nuestra ‘realidad’ No podemos tener una comprensión diferente sin ideas.

Fácil es decir que somos invisibles. Pero así como algunas veces captamos el significado de alguna frase corriente que hemos usado a menudo, así podemos también captar el significado de nuestra propia invisibilidad. Lo podemos captar repentinemente si repetimos a menudo la frase: Yo soy invisible. En este punto es donde uno comienza a darse cuenta de que tiene una existencia separada.

Pero esta no es una idea ‘natural’ porque no deriva de la experiencia sensoria ni del hecho perceptible. Aun cuando ya la sepamos en un sentido, no la sabemos con la autoridad que emana de la percepción interna de su verdad. Este conocimiento, discernido a medias y que llevamos en pos de nosotros, no puede,, según mi opinión, quedar expuesto a la luz, salvo mediante el poder de las ideas. Porque, por encima de todo y más que cualquier otra cosa, lo que ordinariamente nos influencia es el mundo visible, el mundo de las apariencias, el mundo que percibimos a través de los sentidos.

Este enorme mundo sensorio, con toda su algarabía, color y movimiento, y que fluye hacia nosotros por los canales siempre abiertos de la vista y del oído, es lo que abruma nuestra débil comprensión. Si logro darme cuenta de mi propia invisibilidad y por un momento logro también un nuevo sentido de mi propia existencia, al momento siguiente ya estoy perdido en los efectos de las cosas externas. Sólo percibo el bullicio de la calle y no puedo lograr de nuevo la experiencia. Y vuelvo otra vez a mi mente ‘natural’, que se siente llamada por todo lo perceptible y para la cual las pruebas que procuran los sentidos constituyen el principal fundamento de su criterio de la verdad. Habiendo experimentado algo ‘interno’, me encuentro nuevamente en lo ‘externo’. Y aquella verdad que me fue demostrada directamente como verdad interna, no me la puedo demostrar a mí mismo con mi razón natural, a menos que lo haga como teoría o como una concepción.

Diría que todas las ideas que tienen el poder de modificarnos y de permitir que a nuestra vida penetren nuevos significados, son ideas que tratan acerca del aspecto invisible de las cosas. No se las puede demostrar directamente como tampoco se puede llegar a ellas tan sólo mediante el razonamiento, pues, siendo relativas a lo invisible de las cosas, no es posible acercarse a ellas mediante el razonamiento que hacemos de acuerdo, y en base, a la evidencia de los sentidos. Antes de poder llegar a la idea del Tiempo, que es el tema principal de este libro, y que puede entenderse únicamente apartándonos de las apariencias y pensando acerca del ‘mundo invisible’ desde el ángulo de las dimensiones, es preciso que hagamos algún esfuerzo a fin de captar nuestra propia invisibilidad. Pues creo que no podremos entender nada acerca del mundo ‘invisible’ si antes no captamos nuestra propia invisibilidad.

Esto exige cierta clase de esfuerzo, un esfuerzo similar al que se requiere para darse cuenta, en algún grado, de la invisibilidad esencial y de la incognoscibilidad de otra persona. En este sentido creo que jamás podremos darnos cuenta de la existencia de otra persona de un modo real y efectivo, a menos que, ante todo, nos demos cuenta de nuestra propia existencia. Darse cuenta de la propia existencia, como una experiencia real, es darse cuenta de la propia invisibilidad esencial.

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El sentido que ordinariamente tenemos de nuestra propia existencia deriva de las cosas externas. Tratamos de presionar sobre el mundo visible, procuramos sentirnos a nosotros mismos en lo que yace fuera de nosotros: en el dinero, en las posesiones, en las ropas, en la situación. En una palabra, tratamos de salir fuera de nosotros. Sentimos que aquello de que carecemos se encuentra fuera de nosotros, en el mundo que nos muestran los órganos de los sentidos. Y es solamente natural que así sea, por cuanto el mundo de los sentidos es tan obvio. Pensamos en términos de este mundo, por así decirlo, y pensamos hacia él. Nos parece que la solución de nuestras dificultades yace en el mundo exterior, en la adquisición o en el logro de algo, en recibir honores, etc. Lo que es más, ni siquiera accedemos fácilmente a apoyar una insinuación acerca de nuestra invisibilidad. Ni reflexionamos que a la vez de que estamos relacionados a un mundo obvio y a través de los sentidos, podemos, también, estar relacionados a otro mundo no tan obvio a través de la ‘comprensión’. Y este mundo es tan complejo y tan diverso como el que nos presentan los sentidos. Y también tiene muchos lugares deseables e indeseables.

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Nuestros cuerpos se yerguen en el mundo visible. Están ubicados en el espacio de tres dimensiones, en el espacio accesible a los sentidos de la vista y el tacto. En sí mismos nuestros cuerpos son tridimensionales; tienen largura, altura y grosor. Son ‘sólidos’ en el espacio. Pero nosotros, en nosotros mismos, no estamos en este mundo de tres dimensiones.

Por ejemplo, nuestros pensamientos no son sólidos tridimensionales. Un pensamiento no se encuentra ni a la derecha ni a la izquierda de otro pensamiento. ¿Y no son acaso muy reales para nosotros? Si decimos que la realidad que existe en el mundo tridimensional, en el mundo exterior, es la única realidad, entonces preciso es que nuestros pensamientos y sentimientos, que están en nuestro mundo interior, sean irreales.

Nuestra vida interior, o sea nosotros mismos, no tiene ubicación alguna en el espacio perceptible por medio de los sentidos. Pero aun cuando el pensamiento, el sentimiento y la imaginación no ocupan lugar alguna en el espacio, podemos pensar acerca de ellos como si tuviesen un lugar en alguna otra clase de espacio. Un pensamiento sigue a otro en el tiempo que pasa. Un sentimiento dura cierto tiempo y luego desaparece. Si pensáramos acerca del tiempo como de una cuarta dimensión, o como una dimensión superior del espacio, nuestra vida interior nos parecería entonces relacionada a este espacio ‘superior’ o mundo con un mayor número de dimensiones que las accesibles a nuestros sentidos. Si concebimos un mundo de dimensiones superiores, podemos también considerar que no vivimos propiamente en el de sólo tres que tocamos y vemos, y en el que conocemos a otras personas, sino que tenemos un contacto más íntimo con una forma de existencia más dimensional y que comienza con el tiempo.

Pero antes de abordar el tema de las dimensiones, consideremos el mundo de las apariencias, o sea aquél que nos muestran los sentidos. Hagamos algunas reflexiones acerca de dos maneras de pensar, una que parte del aspecto visible de las cosas, y otra que parte del aspecto ‘invisible’.

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Todo cuanto vemos cae sobre la retina del ojo, al revés, como en una cámara fotográfica. Nuestra imagen del mundo, refractada, a través del lente del ojo, cae sobre la superficie de la retina donde la recibe un gran número de terminales nerviosas o puntos sensibles. El cuadro es bidimensional, como los que vemos en el telón del cine, al revés, y se distribuye sobre muchos y separados puntos de registro. Sin embargo, para nosotros, este cuadro queda transformado en aquel suave y sólido mundo que vemos. Viendo cuadros he imaginado sólidos. Del espacio de dos dimensiones, según lo llamamos, he producido espacio de tres dimensiones’. (W. K. Clifford: Conferencias y Ensayos. Conf: ‘Filosofía de las Ciencias Puras’).

El mundo exterior nos parece algo allegado a nosotros, pero no como si estuviésemos en contacto con él, sino como si estuviéramos en él. No advertimos que estamos en contacto con él por medio de los órganos de nuestros sentidos ubicados sobre toda la superficie de la carne. No tenemos la impresión de estar mirando hacia el mundo a través de aquella maquinaria viva que son los nervios de nuestros ojos. Nos parece que el mundo está ahí, y que nosotros estamos en medio de él. Tampoco nos parece ser una cantidad de impresiones separadas que nos llegan a través de los diversos sentidos y que se combinan, en un compuesto total, por la acción de la mente. Sin embargo, bien sabemos que si no tuviésemos ojos ni oídos, no podríamos ver ni oír nada. Las sensaciones simultáneas que penetran a través de los diferentes sentidos, una vez combinadas en la mente, nos dan la apariencia y las cualidades de una rosa. Y todas estas impresiones separadas son las que efectivamente crean la rosa — para nosotros. Pero es prácticamente imposible darse cuenta del asunto en esta forma. Para nosotros, la rosa sencillamente, está ahí.

Cuando nos detenemos a considerar que la imagen del mundo que cae sobre la retina es bi-dimensional, y que tal es la fuente del contacto con la escena exterior, no nos es difícil comprender que Kant llegase a la conclusión de que el mundo físico lo crea la mente, y que establezca las leyes de la naturaleza debido a ciertas disposiciones que le son innatas y que ordenan el influjo de las impresiones externas, creando un sistema organizado. Los sentidos únicamente nos proporcionan mensajes. Con ellos creamos el mundo visible, audible y tangible, mediante alguna acción interna de la mente, mediante algo que, en sí, es algo más que los mensajes. Pero es sumamente difícil persuadirse de que esto es así, pues, para poder hacerlo, tendríamos que desprendernos de la abrumadora impresión inmediata de una realidad externa en la que estamos invariablemente sumidos. Este esfuerzo es de la misma naturaleza peculiar que aquél que se precisa para darse cuenta de la propia invisibilidad de los demás.

Estamos sumidos en apariencias. Este es uno de los significados tras la idea de maya del pensamiento filosófico de la India. No estamos separados de lo externo porque lo damos como hecho real. Estamos entremezclados con él a través de los sentidos, y sobre este hecho se moldea nuestro pensamiento, o sea sobre los sentidos. Y aquí tenemos dos ideas: la primera es que en nuestras formas de pensamiento vamos en pos de aquello que los sentidos nos muestran acerca del mundo; la segunda, que tomamos lo externo como una realidad en sí misma y no como algo que tiene una conexión con la naturaleza de nuestros sentidos. ¿Qué es lo que significa el hablar de apariencias? Incluyamos en este término todo cuanto nos muestran los sentidos. Nos muestran el cuerpo de una persona, su apariencia exterior. No nos muestran su ser consciente, su espíritu o su alma; no nos muestran su historia, su vida, todo cuanto ha pensado, hecho, amado y odiado. No nos muestran casi nada acerca de ella. Pero nos aferramos al aspecto aparente como si fuese lo principal. No nos muestran ni el aspecto invisible de la persona, ni el aspecto invisible del mundo. Pero todo cuanto consideramos real y existente está permanentemente confundido con lo que nos revelan los sentidos.

Consideremos un cuadro compuesto del mundo, un cuadro construido interiormente y, de acuerdo con algunos antiguos pensadores, un cuadro construido por medio de la imaginación. Lo que vemos, lo vemos por medio de la luz, lo transmite el ‘éter’; lo que oímos, lo oímos por medio del sonido que transmite el aire. El tacto ocurre por el contacto directo. Cada uno de los sentidos trabaja de una manera singularmente separada, de una manera dispuesta únicamente por su propio medio y que responde sólo a su particular combinación de estímulos. Sin embargo, todos estos mensajes que llegan de fuentes tan varias quedan aunados en un significado unitario. Vemos a una persona, la oímos, la tocamos y no recibimos la impresión de tres personas, sino de una. Y esto es verdaderamente extraordinario.

Sobran razones para afirmar que nuestros sentidos responden tan sólo a una muy limitada parte del mundo exterior. Tomemos los ejos por ejemplo. Responden a vibraciones de luz que viajan a una velocidad de unos trescientos mil kilómetros por segundo en el éter’; pero lo que nosotros llamamos luz es tan sólo una octava de vibraciones, de entre lo menos cincuenta octavas conocidas de vibraciones que viajan por el éter a la misma velocidad y que llegan, hasta nosotros, desde el sol y las estrellas y, quizás, hasta de las galaxias.

De suerte que nuestros ojos están abiertos solamente a esta octava, única entre todas las demás. Vista como unidad, como un todo, la luz nos parece blanca; pero dividida en notas separadas nos parece ser una serie de colores. El violeta del arco iris es la sede de vibraciones de más o menos doble frecuencia de las que hay en el rojo, de suerte que, grosso modo, podemos decir que entre ambos colores media una octava. Pero más allá del violeta hay tres octavas — ascendentes — de luz ultra-violeta, o sea de una frecuencia que va en aumento. Más allá aún, hay siete octavas que conocemos como rayos-X. Y todavía más allá, hay octavas superiores, de frecuencias mucho más altas y de onda más y más corta, a tal extremo que pueden fácilmente atravesar la densidad del plomo.

Y por debajo del rojo del arco-iris hay octavas descendentes que son los rayos infra-rojos, las ondas de radio, etc. Pero, en medio de todas estas octavas, nuestros ojos solamente pueden percibir una.

La imagen que nosotros tenemos del mundo exterior, y que tomamos como nuestro criterio de lo real, es algo relativo a las formas de nuestros sentidos externos. Pero en sí mismo no existe necesariamente como nosotros lo vemos, y no puede existir así. Cualquiera que fuere su realidad, el hecho es que nosotros lo vemos de cierto modo. Su-apariencia está condicionada por nuestros órganos de percepción. Hay un vasto aspecto invisible al que jamás podremos penetrar mediante una experiencia directa de los sentidos, como ocurre con nuestra experiencia de la luz. La luz penetra directamente a nuestra conciencia, pero no así los rayos X, ni las vibraciones de la radio. Posible es que hayan insectos o plantas conscientes de una u otra forma de energía radiante aparte de la luz y que, por lo mismo, vivan en un mundo distinto al nuestro. También es posible que nuestros sesos sean órganos receptivos de algo distinto a aquel aspecto siempre abierto a la experiencia sensoria que proviene de la piel, de los ojos, nariz, oído, etc. La extensa arborización de células nerviosas que yacen en la superficie de la corteza cerebral pueden sugerir arreglos para una recepción muy especial, así como las ramas de los árboles que se expanden al sol. Pero no podemos aducir prueba alguna para esto.

Considerando la gran escala de vibraciones que es el Universo, en términos de energía, no podemos decir que nuestros sentidos nos revelan la totalidad de las cosas. Nuestros ojos únicamente responden a una limitada gama de vibraciones en el éter. ‘Podemos concebir el universo como si fuese un polígono de mil o cien mil aspectos o facetas; cada uno de estos aspectos o facetas puede concebirse como la representación de alguna modalidad especial de existencia. Ahora bien; de entre estos miles de aspectos o modalidades, y que todos bien pueden ser esenciales por igual, únicamente tres o cuatro pueden volcarse hacia nosotros, o ser análogos a nuestros sentidos. Un aspecto o una faceta del universo, y que tenga relación con los órganos de visión, es la modalidad de una existencia luminosa o visible; otra, proporcionada al órgano del oído, es el modo de la existencia sonora o audible’. (Sir William Hamilton: Conferencias sobre Metafísica).

Este pasaje fue escrito antes de que la investigación científica penetrase en el mundo de las energías radiantes. Sea que la conciencia constituya una respuesta a la energía, o que sea energía en sí misma, el hecho evidente es que vivimos en un mundo lleno de diferentes energías y que sólo somos conscientes de unas cuantas. Ya que la física ha resuelto la materia en formas de energía, no podemos, en la actualidad, continuar pensando crudamente acerca de un universo material o de simples trozos de materia. Parece ser un hecho bastante obvio que vivimos en un universo de energías a distintos grados o niveles. Y lo que nos ha sido dado naturalmente es el poder de responder únicamente a una fracción de ellas.

Ya he dicho que es cosa bastante extraordinaria el que los estímulos que nos llegan de fuera, a través de los sentidos y de fuentes tan ampliamente separadas en la escala natural, se unan tan fácilmente en un compuesto. Pero esta composición es de una validez relativa.

Si muy cerca de nosotros disparamos un arma de fuego, veremos la llamarada y oiremos la detonación simultáneamente, y así conectaremos una cosa con la otra. Pero si se dispara un cañón en alta mar, a gran distancia de nosotros y de noche, veremos primero el brillante fogonazo y muchos segundos después oiremos el aire sacudido por la detonación, porque, comparado con la luz, el sonido viaja muy lentamente. El sonido se arrastra en medio del aire a una velocidad de más o menos 330 metros por segundo, en tanto que la luz, viaja, a través del éter, a razón de trescientos mil kilómetros por segundo. Y si no tuviésemos una experiencia previa del hecho ni siquiera podríamos establecer la relación entre el fogonazo y la detonación. A distancia, esa imagen compuesta del mundo que nos presentan los sentidos lleva muchas trazas de estar cayendo a pedazos; o, más bien, parece asumir otro aspecto con relación al tiempo. Y aun cuando los mensajes de la luz viajan tan velozmente, cada vez que miramos hacia el firmamento vemos que hay estrellas que brillan ahí donde, en términos ordinarios, ellas mismas no están. Nosotros vemos las estrellas en su pasado; las vemos en lo que fueron hace miles de años. El pasado de las estrellas es el presente para nosotros. Aun el sol, que tan cerca está de nosotros, no se encuentra ahí donde lo vemos en el espacio, porque su luz demora ocho minutos en llegarnos. De modo que lo vemos ahí donde estaba hace ocho minutos.

Por lo tanto no podemos tener certeza alguna de que lo que vemos es la indiscutida realidad de las cosas. Si nuestros sentidos trabajasen de un modo diferente, si tuviésemos más sentidos, o menos, lo que acostumbramos a llamar realidad sería diferente. Kant ha expresado este asunto en varios de sus escritos. En uno de ellos dice que si, ‘en una forma general, se retirase la constitución subjetiva de los sentidos, desaparecería toda la constitución y todas las relaciones entre los objetos en el espacio y el tiempo, y hasta el mismo espacio y tiempo desaparecerían’. Y si nuestros sentidos cambiasen también cambiaría la apariencia de los objetos, pues ‘como apariencias, no pueden existir en sí mismas sino en nosotros. Lo que las cosas son en sí mismas aparte de toda la receptividad de nuestros sentidos, sigue siendo, para nosotros, una desconocida realidad. Nada sabemos fuera de nuestro modo de percibirlas, un modo que nos es peculiar únicamente a nosotros y que, por cierto, no es cosa que compartan todos los seres’.

¿Qué es lo que en nosotros comienza a hacer semejantes objeciones a este punto de vista sobre la realidad relativa del mundo visible? Estamos firmemente anclados en aquello que los sentidos nos muestran. El punto de partida de nuestro pensamiento es la realidad perceptible. El pensamiento sensorio es lo que caracteriza la acción natural de la mente, y nosotros siempre apelamos a nuestros sentidos para obtener una prueba final.

No es menester pensar que las apariencias en sí mismas sean ilusiones, o que los sentidos nos muestran un mundo ilusorio. Nos muestran una parte de la realidad. ¿Y acaso la ilusión no comienza ahí donde tomamos las apariencias por la realidad final? ¿No es el comienzo de la ilusión el creer que la percepción sensoria es la única medida de lo real? Por cierto que el mundo visible es real, pero no abarca toda la realidad. Está hecho de realidades invisibles que le rodean por todos lados. El mundo visible está contenido en un mundo invisible — pero invisible tan sólo para nosotros — , mucho más grande. Y al estudiar el uno no tenemos porqué perder el otro, sino que agrandamos aquél dentro de éste. Pero como la lógica natural de todos los días está tan estrechamente conectada con el pensamiento sensorio, lucha contra esta expansión del mundo. Su forma de comprensión se convierte en una barrera psicológica que impide una mayor comprensión.

Si en alguna forma, que ignoramos, nos fuese posible captar la totalidad de las cosas, si pudiésemos captarla abstraídos de los sentidos, podríamos, según algunas autoridades antiguas, percibir el universo como la unidad que originalmente implica la palabra. ‘Si los sentidos fuesen eliminados, el mundo aparecería como una unidad’ (Literatura Sufí). Mas adelante daremos un ejemplo de la experiencia del universo como una gran coherencia.

Los sentidos dividen la totalidad de las cosas, y, al guiarnos por las pruebas que nos ofrecen, reunimos una enorme cantidad de pequeños hechos aislados. Olvidamos que son trozos de un gigantesco sistema. Estos pequeños hechos nos intoxican muy fácilmente. No sólo nos limitamos a pensar que algo hemos descubierto, sino que hasta llegamos a pensar que lo hemos creado. Olvidamos que partimos de un mundo ya preparado y conexo, que yace tras de aquellos pequeños hechos aislados que podemos ir descubriendo acerca de él. Fácilmente olvidamos que partimos de un mundo ya dado. Estos pequeños hechos parecen explicar las cosas, debelar el misterio, de suerte que, en medio de nuestro engreimiento, comenzamos a pensar de cierto modo, y vemos la vida como si fuese asunto de innúmeros hechos insignificantes y hasta creemos que la existencia humana puede regularse por medio de los hechos. Trabajamos muchísimo para ir acopiando más hechos hasta que parece que toda esta enorme colección de hechos fuera a reemplazar toda la vida real y toda experiencia viva.

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La búsqueda de los hechos comenzó con el estudio del mundo fenomenal, del mundo exterior, o sea con la ciencia. Hizo que la verdad pareciese estar tan sólo fuera de nosotros, en los hechos acerca de la materia. Trató de hallar el principio básico del universo, la solución de las interrogantes que sugería y su descubrimiento, en algo externo, en el átomo, creyendo que así todo quedaría ‘explicado’ y que todo sería descubierto, y que la fundamental causa del universo y de cuanto contiene, quedaría al desnudo. Todo fue sometido al peso y la medida. Comenzó el tratamiento de los fenómenos. Predominó una sola manera de pensar, una manera que, partiendo de lo visible, se dedicó únicamente a lo que puede calificarse de verdad exterior y que concernía particularmente a la cantidad.

El pensamiento antiguo, el pensamiento pre-científico, se dedicó pricipalmente a la calidad.

Si vemos al hombre como únicamente el cuerpo físico, es una cantidad infinitesimal de materia en un universo material. Si lo tomamos como una cantidad conmensurable en un universo de cantidades conmensurables, el hombre queda eliminado de la escena. ¡Tratemos de concebir su masa en comparación con la masa de la Tierra! Desaparece. De suerte que el pensamiento cuantitativo acerca de nosotros mismos y del universo, como el partir de lo visible, de lo demostrable y pesable de las cosas, es orientarse hacia la propia aniquilación como individuos.

El hombre está compuesto de cualidades, y éstas no se prestan a ninguna medida ni a ningún tratamiento matemático, a menos que sea ficticio. Es imposible decir de un hombre que su valor es igual a x y que su capacidad de afecto es igual a y, representándolo mediante símbolos matemáticos.

Con el creciente predominio de la verdad ‘externa’ sobre la ‘interna’, todo lo que verdaderamente pertenecía al hombre comenzó a verse como secundario, como lo irreal. Y el principal y verdadero campo de investigación quedó así circunscrito a lo que existe fuera de la mente del hombre, en el mundo exterior. La transición entre el punto de vista cuantitativo y cualitativo se expresa muy bien en el siguiente pasaje:

“Hasta los tiempos de Galileo — Siglo XVII — se dio siempre por sentado que el hombre y la naturaleza eran partes integrantes de un gran todo, y en él el hombre tenía el lugar fundamental. Cualquiera que haya sido la distinción hecha entre ser y no ser, entre lo primario y lo secundario, se consideró al hombre como algo fundamentalmente aliado a lo positivo y a lo primario. Esto es bastante obvio en la filosofía de Platón y de Aristóteles; no obstante, esto también es verdad en lo que atañe a los antiguos materialistas. Para Demócrito, el hombre era una composición de los más finos y móviles átomos de fuego, y esta declaración la unió inmediatamente al elemento más activo y causal del mundo exterior. Para todos los pensadores importantes de la antigüedad y del medioevo, el hombre era, en realidad, un genuino micro-cosmos, en él se ejemplarizaba tal iinión de las cosas primarias y secundarias que realmente tipificaban sus relaciones en el vasto macro-cosmos, ya fuese que lo real y primario se considera es como ideas o como alguna substancia material. Ahora bien, al traducir esta distinción entre lo primario y lo secundario a términos adecuados a la nueva interpretación matemática de la naturaleza, nos encontramos con que el primer paso que se da en el estudio del hombre ocurre fuera del mundo de lo real y primario. Obvio es que el hombre no es un sujeto adecuado para verlo como un estudio matemático. No podían sus acciones tratarse por el método cuantitativo salvo de la manera más mezquina. Su vida era una vida de color y sonido, de placeres o dolores, de amores apasionados, de ambiciones y de esfuerzos. Por lo tanto, se comenzó a pensar que el mundo de lo real tenía que estar fuera del hombre, que era el mundo de la astronomía y el mundo de las cosas visibles y terrestres”. (E. A. Burt: Los Fundamentos Metafísicos de la Física Moderna).

Ya que la realidad y la verdad final se convirtieron en motivo de una búsqueda externa, fuera del hombre, la investigación pasó naturalmente al mundo de los átomos. Pero sucedió que el átomo resultó ser algo bastante alejado de una base simple, de una base ‘fácil’, de una base ‘no-ética’, para ‘explicar’ el universo. Resultó ser un sistema de extraordinaria complejidad, un pequeño universo en sí mismo. Al buscar más y más en lo pequeño, y siempre en pos de una explicación del todo mediante las partes, la ciencia llegó a otros misterios. En su aspecto filosófico, la ciencia ahora comienza a volcarse hacia ideas similares a aquéllas que eran motivo del pensamiento pre-científico. Pero lo que debemos notar muy especialmente es que aquella forma de pensamiento que parte de lo visible, del hecho, tiende a hacer desaparecer al hombre. Las gentes albergan la ilusión de que lo coloca más definidamente en el cuadro total, y esto se debe parcialmente a que no se comprende que, en sí mismo, el hombre es esencialmente invisible. Lo que le es más real yace en su vida invisible. Relativamente, lo visible no le es tan real que digamos, aun cuando el poder de la apariencia le haga pensar lo contrario.

Si partimos de lo visible, tendremos que pasar a las partes a fin de poder explicarlo. Si queremos explicar al hombre a través de sus órganos, y sus órganos a través de las células que los componen, a los átomos por medio de los electrones, etc., perderemos de vista al hombre como una totalidad. Bajo el microscopio el hombre en sí desaparece por completo.

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Es evidente que estudiando sus partes podremos explicarnos una silla; pero esto es sólo una manera de pensar acerca de la silla, es sólo una forma de la verdad. La silla también ha de explicarse por la idea en la mente que la concibió. Ninguna investigación cuantitativa, ningún análisis químico o microscópico puede captar esta idea ni darnos el significado completo de una silla. Si nos preguntamos cuál es la causa de la silla ¿cómo podremos responder?

La silla existe ante nuestros ojos como un objeto visible. Su causa tiene dos aspectos. En, la visible, la causa de la silla son las partes de madera de que está hecha. En lo invisible, es una idea que existió en la mente de alguien. Y tenemos tres términos: idea, silla, madera.

El naturalismo, o el materialismo científico, subraya el tercer término. Subraya las diferentes partes materiales que entran en la composición de cualquier objeto, y en ellas busca la ‘causa’. Y pasa por alto la idea que se encuentra tras de toda materia organizada. Su atención queda sujeta a aquello que se manifiesta en el tiempo y en el espacio, de tal suerte que no puede menos que buscar el origen causal en las partes constituyentes más pequeñas de cualquier organismo, y también en el tiempo precedente, o sea en el pasado.

El momento del origen de la silla en el tiempo y en el espacio puede tomarse como el momento en que el primer trozo de madera recibe una forma para su construcción. Visiblemente, la silla empieza con el primer trozo de madera, así corno una casa empieza con el primer ladrillo. Pero antes del principio de la silla, o de la casa, en el tiempo y en el espacio, existió la idea en la mente de alguien. Antes de que se coloque el primer ladrillo, el arquitecto ya tiene, en la mente, toda la concepción de la casa.

Pero al trasladar esta idea a su visible expresión, la parte más pequeña de la casa aparece primero en el tiempo que pasa. El arquitecto piensa primero acerca de la idea como un todo, piensa acerca de la casa como una totalidad, y de aquí parte la sucesión de detalles cada vez más y más pequeños. Pero al manifestarse en el tiempo, este proceso se revierte. A fin de poder manifestar sti expresión, la fuerza de la idea tiene que pasar primero al detalle más pequeño, o sea que un simple ladrillo es el primer punto de la manifestación de la idea de la casa. La primera expresión de una idea en el tiempo y en el espacio es un solo constituyente de la materia elemental. Sin embargo, en la mente del arquitecto la idea es un todo completo, pero lo es de un modo invisible. La casa terminada expresa la idea en forma visible. La casa ha crecido, por así decirlo, como algo intermedio entre el primer término, la idea, y el tercero, la parte de materia elemental.

Cuando como segundo término la casa queda completa, los términos primero y tercero, mediante los cuales se efectuó la construcción, desaparecen. La idea ha hallado su expresión en el tiempo y en el espacio y se deja de pensar acerca de los ladrillos, separados como ladrillos, pues devienen un conjunto que es la casa en sí. Se puede analizar la casa por medio de los ladrillos y la mezcla que la componen, y siempre es posible decir que los ladrillos son los que la causan. Pero esto es muy poco adecuado, pues toda la estructura de la casa, su forma y la integración de sus partes separadas, tiene su origen fundamental en la idea que el arquitecto tenía en la mente; y esta idea no está ni en el tiempo ni en el espacio. Quiero decir que no se encuentra en el mundo fenomenal o visible.

Es obvio que los términos primero y tercero, o sea la idea y el ladrillo elemental, son ambos causales, y que hemos de pensar acerca de la causalidad en dos categorías. Todo lo que el materialismo científico califica de causal es lo correcto por lo que respecta al lado fenomenal; pero es fundamentalmente insuficiente. Por sí misma, una idea no puede ser una causa. Se precisa tanto del primer como del tercer término, obrando en conjunción.

En un sentido más amplio, puede decirse que existen dos tipos de mente: una que argumenta partiendo del primer término, y la otra que argumenta partiendo del tercero. Lo que es necesario es la unión de ambos puntos de vista.

La dificultad estriba en que, debido a las leyes del tiempo, aun la idea más completa y acabada debe necesariamente expresarse en una secuencia, en una manifestación visible y, antes que nada, en su forma más elemental. Posible es que sea necesario pasar por un largo período de alzas y bajas, de aciertos y de errores, antes de que se pueda llevar a cabo debidamente la idea en la manifestación. Y siempre parecerá — a los sentidos — que el primer material elemental, que no fue sino el punto de partida de la idea en su tránsito a la manifestación visible, es en sí mismo la causa de todo cuanto le sigue. Parece que así fuera. Y es debido a esta apariencia que ha nacido la moderna doctrina de la evolución.

Consideremos los elementos plásticos de la materia viva organizada: el mundo de los átomos, del carbono, del hidrógeno, del .nitrógeno, del oxígeno, del sulfuro y del fósforo; consideremos esta maravillosa caja de pinturas en la que la valencia es el poder que mezcla, y la de la cual surgen una infinita diversidad de combinaciones y agrupaciones, y una infinita variedad de productos. Constituyen el tercer término, son los elementos materiales de los que está hecho el mundo y su vida. El hombre tiene un campo mucho más limitado, mucho más denso, de material plástico, que puede usar directamente. Si su idea pudiese obrar directa y fácilmente sobre el mundo atómico, ¿qué transformaciones materiales no podría hacer? Si mi mente pudiese obrar directamente sobre el mundo atómico de esta mesa de madera sobre la que estoy escribiendo, podría convertirla en innumerables substancias sin la menor dificultad, por el mero hecho de reorganizar las combinaciones de átomos que la componen. Y si tuviese semejante poder sobre el mundo atómico y conociese la idea de la vida, podría crearla. Pero la verdadera causa de semejante magia sería la mente y la idea, y no los elementos materiales en sí.

He dicho que el materialismo subraya la causa en el tercer término. A través de los ojos del materialismo nos inclinamos a verlo todo como una cantidad y un arreglo de materiales más que como calidad, significado o idea. El énfasis se da en un solo lado, en el externo, en el lado extendido, en aquel lado o aspecto del universo que nos muestran los sentidos. Corresponde a una actitud que cada uno debe conocer y reconocer en sí mismo. El mundo es tal cual lo vemos, y de un modo u otro deriva de sí mismo. De un modo u otro los átomos que lo comprenden fueron arreglados de cierta manera, y de un modo u otro aparecieron las visibles masas de materia y las criaturas vivientes. ¿Qué es lo que nos arrebata el materialismo? Nos conduce, naturalmente, a una visión muerta de las cosas. En su forma más extrema asume el punto de vista de que vivimos en un gigantesco universo mecánico, en medio de una insensata máquina de planetas y de soles y en la cual apareció el hombre accidentalmente, como una motita de vida insignificante y efímera. Si nos limitamos a subrayar el tercer término, esta idea es bastante cierta. Significa que si el hombre va a mejorar su vida, tiene únicamente que ocuparse del mundo externo y visible. Nada habrá que sea ‘real’ fuera de aquello que pueda alcanzar por medio de los sentidos. De esta suerte, el hombre debería inventar y construir nuevas maquinarias y reunir cuantos hechos le sea posible acerca del mundo visible, y dedicarse a ‘conquistar la naturaleza’.

Con este punto de vista el hombre queda volcado hacia fuera. Este punto de vista le hace ver su campo de acción fuera de sí. Le hace pensar que el descubrir un hecho nuevo acerca del universo material podrá mitigar su infortunio y su dolor. Hoy en día la humanidad muestra una inclinación extraordinaria a volcarse hacia fuera, mediante el desarrollo científico y la creciente esperanza de que los nuevos descubrimientos y las nuevas invenciones puedan solucionar los problemas del hombre. La actitud del materialismo científico, que caracterizó de un modo tan especial la última parte del Siglo XIX, ya ha llegado a las masas. También ha llegado al Oriente.

La humanidad ve ahora la solución de sus problemas en algo que yace fuera de sí misma. Y con esta actitud invariablemente va la creencia en la organización en masa de las gentes y la correspondiente pérdida del sentido interno de la propia existencia, la destrucción de las diferencias individuales y la gradual obliteración de la riquísima variedad de costumbres y distinciones locales que pertenecen a una vida normal. El mundo se hace cada vez más pequeño a medida que deviene más uniforme. Las gentes pierden el poder de cualquier sabiduría separada. En vez de disfrutar de la propia sabiduría, se imitan los unos a los otros cada vez más. Y justamente esto es lo que hace posible la organización de las masas. Junto con esto va la unión del mundo por medio de los veloces transportes y de las comunicaciones por radio, de tal modo que todo el mundo responde anormalmente a un estímulo local único.

Y por encima de todo esto ronda una extraña quimera que parece resplandecer en la imaginación de toda la humanidad actual, la fantástica idea de que la ciencia descubrirá algún secreto, alguna solución que librará a la tierra de su brutalidad y de la injusticia, y que restaurará la Edad de Oro. La noción de que podemos descubrir soluciones finales para todas las dificultades de la vida, la noción que la humanidad en masa, como un todo, podrá alcanzar la verdad en alguna fecha futura, es una noción que ignora el hecho de que cada persona que nace en este mundo es un nuevo punto de partida. Cada persona ha de descubrir por sí misma todo lo que ya haya sido descubierto antes. Cada persona ha de encontrar la verdad por sí misma. Aparte de esto ¿qué es lo que vemos actualmente, como resultado de la creencia de que el hombre puede organizar su vida tan sólo mediante el conocimiento científico?

Visto por el lado práctico, sólo podemos advertir cómo el hombre queda bajo la potestad de sus propias invenciones. Vemos que la moderna maquinaria no guarda ninguna proporción con la vida humana. Seguramente que para todos es evidente el hecho de que el desarrollo de la maquinaria no es el desarrollo del hombre, y que es igualmente obvio que la máquina lo está esclavizando y que. grado a grado, lo aleja de las posibilidades de una vida y de un esfuerzo normales, y del normal uso de sus funciones. Si se utilizase la máquina en una escala proporcional a las necesidades del hombre, sería en realidad una bendición. Si las gentes tan sólo pudiesen comprender que el más reciente de los descubrimientos no es necesariamente lo mejor para la humanidad, si tan sólo tomasen el concepto de progreso con escepticismo, podrían insistir en que se produzca un mejor equilibrio. Lo que no alcanzamos a captar en nuestro entendimiento es que la presión de la vida exterior no disminuye en virtud de los nuevos descubrimientos. Únicamente complica nuestras vidas más y más. No sólo vivimos de pan, sino del Verbo. Lo que necesitamos no es únicamente nuevos hechos y mayores comodidades, sino ideas y estímulos de los nuevos significados. El hombre es su comprensión, es aquello que comprende; el hombre no es la posesión que tiene de los hechos ni el cúmulo’ de invenciones y de comodidades. Únicamente a través de su propia comprensión, de una comprensión que haya obtenido mediante su propio y duro esfuerzo, podrá sobrellevar la presión de las cosas externas. Sin embargo, es evidente que nada puede detener el impulso general de los acontecimientos actuales. En la civilización occidental no hay ninguna fuerza discer-nible que sea lo suficientemente poderosa para sobreponerse a este impulso, y el mundo moderno tiene aún que aprender a entender que el punto de vista del naturalismo es, a la larga, el peor enemigo del hombre. Parece suficientemente lógico subrayar tan sólo el tercer término, el visible y tangible. Pero el hombre es algo más que una máquina lógica. Nadie puede entenderse a sí mismo ni comprender a los demás únicamente por medio del ejercicio de la lógica. En verdad poco es lo que podemos comprender por medio de la lógica. Pero la tiranía de esta facultad puede convertirse en algo tan poderoso y grande que puede llegar a destruir mucho de lo emocional e instintivo en el hombre.

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Contrastando con el naturalismo, existe el antiguo punto de vista que sitúa al hombre en un universo creado, en un universo que es parcialmente visible y parcialmente invisible, que por una parte está en el tiempo y, por otra, fuera del tiempo. Tal cual lo vemos, el universo es sólo un aspecto de la realidad total. Como criatura de los sentidos, el hombre únicamente sabe de apariencias y estudia apariencias. El universo no es tan sólo una experiencia sensoria, sino que es también una experiencia interna. O sea que así como hay una verdad externa, también la hay interna. El universo es tanto visible como invisible. En el aspecto visible — el tercer término — se encuentra él mundo de los hechos. En el invisible — el primer término — se encuentra el mundo de la idea.

El hombre se encuentra entre los aspectos visible e invisible del universo; está relacionado con uno por medio de los sentidos, y con el otro por medio de su naturaleza interior. Al llegar a cierto punto, el aspecto externo y visible del universo queda abandonado, por así decirlo, y pasa a la experiencia interior del hombre. Dicho de otro modo, el hombre es una cierta relación o cierta proporción entre lo visible y lo invisible.

Debido a esto es que el sentido externo de la vida no le basta y las mejoras externas para su existencia jamás le dejarán satisfecho. El hombre tiene necesidades internas. Su vida emocional no se satisface mediante las cosas externas. Su organización no puede explicarse únicamente en términos de adaptación a la vida externa. Necesita ideas que le den algún significado a su existencia. Hay en el hombre algo que puede crecer y desarrollarse, hay un estado por venir de sí mismo, y esto no se encuentra en ningún ‘mañana’, sino que está por encima de él. Existe cierto conocimiento que lo puede cambiar, un conocimiento de una realidad muy distinta a aquel que únicamente trata de los hechos relativos al mundo fenomenal, un conocimiento que cambia su actitud y su comprensión, que puede obrar sobre él internamente y producir una armonía entre los elementos discordantes de su naturaleza.

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En muchas de las filosofías antiguas se dice que esta es la principal tarea del hombre, su verdadera tarea. Por medio del conocimiento interior es que el hombre encuentra la verdadera solución a todas sus dificultades. Es preciso entender que la dirección de este crecimiento no es hacia fuera, hacia los negocios, la ciencia o la actividad externa, sino hacia dentro, en la dirección del conocimiento de sí mismo; y es a través de esto que se produce un cambio en el ser consciente. En tanto el hombre esté vuelto tan sólo hacia fuera, en tanto sus creencias lo vuelquen hacia los sentidos como único criterio de lo ‘real’, en tanto crea tan sólo en apariencias, no podrá cambiar en sí mismo.

No podrá crecer en su sentido interno. A través del punto de vista naturalista se priva a sí mismo de todas las posibilidades de un cambio interior. Tiene que relacionarse con el ‘mundo de la idea’ antes de poder comenzar a crecer. Tiene que poder sentir que en el universo hay algo más que lo que es aparente a los sentidos. Tiene que sentir que hay otros significados posibles, otras interpretaciones, pues únicamente de esta manera podrá su mente ‘abrirse’. Tiene que haberle llegado el sentimiento y la sensación de que hay algo más. Tiene que haberse preguntado ‘¿qué soy?’, y qué puede significar la vida y qué sentido tiene su propia existencia. Tiene que haberse producido cierta clase de interrogantes en su alma. ¿El significado de la existencia es algo más de lo que aparenta ser? ¿Vivo en medio de algo más grande que lo que revelan mis sentidos? ¿Son todos mis problemas únicamente externos? ¿Es el conocimiento del mundo exterior el único conocimiento posible?