Maurice Nicoll — A FLECHA NO ALVO
A metanoia e a epistrepho do Filho Pródigo
En esta parábola, que se toma a menudo al pie de la letra y da lugar a tantos comentarios sobre la injusticia del padre, aparece la misma idea que hemos comentado al tratar de las dos que la preceden. Se encuentra a uno que estaba perdido. Sólo que en este caso se le llama el menor de los hijos. En una parábola es una oveja entre den; en la otra, un dracma entre diez, y en ésta es uno de dos hermanos. Y aún cuando en esta última no se haga ninguna referencia explícita al “arrepentimiento”, como en las dos anteriores, no cabe duda de que toda la parábola representa el trabajo que ocurre en un hombre, y que este trabajo tiene que ver con el encuentro de ese uno, como se expresa tan claramente en las parábolas anteriores. Además, en ésta se vincula la idea del hallazgo con otra idea: la diferencia entre estar vivo y estar muerto: “… porque este tu hermano muerto era y ha revivido, habíase perdido y es hallado.” Es sumamente obvio que estar vivo o muerto no tiene en este relato un sentido físico y que se refiere únicamente al estado interior del hombre. Es decir, el estado en que lo uno perdido representa algo que todavía no pasa por la metanoia. A esta condición se la compara con estar muerto. Es menester tomar nota de que cuando se ha producido este cambio, se dice que la persona no solamente está viva, sino que ha revivido, o que vive de nuevo (άνεξησε). ¿Por qué de nuevo? Y ¿por qué el tema es el hijo menor? ¿Por qué, según lo hemos visto en otras citas, es necesario que el hombre se vuelva pequeño como un niño? ¿Hacia qué aspecto de sí mismo ha de volverse? ¿Qué es este ‘algo’ perdido en él, este uno en pos de lo cual se deja todo lo demás?
Lo evidente es que si hay ‘algo’ que se ha perdido en el hombre, tiene que ser ‘algo’ que hubo en alguna forma, cuando no estaba perdido. Y si el hombre puede vivir, quiere decir que alguna vez estuvo vivo.
En todos nosotros hay algo eternamente joven y capaz de entender lo que existe por encima del mundo visible, más allá de la realidad fenoménica. Por esto, lo eternamente joven, lo perdemos en el mundo de los objetos y de las exterioridades de los sentidos. Al emplear la lógica sensual se malgasta en especulaciones inútiles y que no significan nada; pues es algo capaz de entender una lógica superior y un mundo nuevo, totalmente distinto a este obscuro mundo de los sentidos y de lógica temporal hacia el cual cae y en el que se pierde. Esto es todo lo mágico que sentimos en la niñez y que luego se pierde o se destruye en la vida. Permanece en nosotros como un recuerdo que percibimos vagamente a veces, cuando en un momento fugaz sabemos que lo tuvimos, pero que salió de nuestra vida.
Esto es ese uno en nosotros que ha de volver a encontrarse a sí mismo porque se ha perdido. Acerca de ese uno tratan todas estas parábolas. Su verdadero destino es rescatarlo de la vida, librarlo del poder de las exterioridades y de los sucesos externos. Así revive el hombre. Pues en la condición en que estamos actualmente, condición en que este uno anda perdido, todos vivimos erradamente, por muy grandes que sean nuestros deseos de obrar bien, y sean cuales fueren nuestros hechos. Este uno ha perdido su verdadero contacto, y en tanto se encuentre el hombre en semejante condición, no habrá logrado un estado elevado de sí y desde el cual pueda empezar su evolución. No se ha “arrepentido”, o sea que no ha pasado por la metanoia. Y así parece. Y en tanto este uno -siga perdido en él, todo lo que haga estará mal hecho. Pues cuando el hombre se halla dominado por la vida exterior e influye en él únicamente lo que le llega de fuera y apoya todos sus argumentos en lo que ve, será sólo una máquina gobernada por los sentidos, interiormente estará al revés. Le domina la vida externa y no tiene vida en sí mismo. Aquella faz o aspecto que realmente es él, y desde el cual puede empezar a tener una existencia individual y un crecimiento, está perdido. No se encuentra en su verdadero lugar. Y todo esto es pecado. Dicho de otro modo, esa condición es aquella en la que todos han errado el blanco, no han dado con la verdadera idea de la propia existencia. Muy a menudo ocurre que las gentes sienten esto por sí mismas; saben que el sentir excesivamente las cosas, o angustiarse en demasía por ellas, estar siempre trastornados, preocupados y a merced de la vida, es algo que está mal. No podrán definirlo, pero lo sienten. Esto nada tiene que ver con la moralidad ni el mal moral. Saben que no deben permitir que el mundo ejerza semejante poder sobre ellas y que, al permitirlo, se hacen culpables de algún crimen que sienten de una manera instintiva, pero que no pueden entender. Y no echan de ver que a través de todo el contenido de los Evangelios se habla precisamente de este mal estado del hombre, y que en vista de ello nada puede tener importancia. A menos que el hombre se dé cuenta de este malestar, y a menos que comience a buscar aquella parte de sí que yace perdida en el tumulto de las exterioridades, de todo cuanto no le importa y que tampoco le pertenece; a menos que se recoja en sí mismo y empiece a cambiar su relación con la vida, habrá fallado en su verdadero propósito y no habrá entendido el secreto de su existencia. La mayoría de las personas creen que los Evangelios tratan de la vida exterior y de una relación moral hacia ella. No advierten que tratan acerca del hombre mismo y de su posible renacimiento. No hay frase, casi, que no se refiera al estado interior del hombre, a su mal estado y a la necesidad de cambiarlo. No se refieren ni a la vida exterior ni a la moral exterior, sino al hombre en sí y la condición de si en la vida. No hablan de que el hombre ha de ser solamente bueno y moral, sino de que cambie, de que sea un hombre distinto. Tal es todo el mensaje del Evangelio; que el hombre puede y debe cambiar en sí mismo, ser una persona diferente, por ‘buena’ o ‘mala’ que sea en la vida ordinaria. Y el primer paso que hay que dar en este cambio es la metanoia.
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¿Cuál es la naturaleza de esta faz nuestra, de este aspecto que en verdad somos nosotros mismos? ¿Cuál es la naturaleza de esto que todos hemos perdido? ¿Podemos definirlo o esclarecerlo en nuestro entendimiento? Este uno, a guisa de hijo pródigo, se va a una provincia apartada. Malgasta su hacienda perdidamente y luego sobreviene un hambre grande en toda esa provincia. Comienza a sufrir necesidades, pero nadie le ayuda, nadie le da nada. Justo en ese instante vuelve en sí, recuerda: ‘¡Cuántos Jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan y yo aquí perezco de hambre P Esto es lo que exclama. ¿Qué hambre es esta, y qué esta necesidad? Y ¿qué es esta ‘grande hambre?’ Y ¿qué es este pan? Ha menester elevar la parábola totalmente, sacarla de su marco físico. No habla de un hambre física, ni de una necesidad física, ni de pan físico. Tampoco se refiere al dinero la frase: ‘como desperdició su hacienda viviendo perdidamente.’ Estaba muerto, pero volvió en sí y de este modo revivió o vivió de nuevo. Por el hecho de recordar le llegó una nueva verdad. En realidad, no pertenecía al lugar donde estaba, a esa apartada provincia a la que había viajado, donde nadie le daba nada y todo lo que podía comer era el alimento de los puercos. La vida había perdido todo sentido,, y cualquier significado que le pareciera, era como las algarrobas de los puercos: cáscaras vacías y desperdicios. Pues nada hay en la vida externa para que no pueda quedar totalmente vacía de sentido real. Y esta no es una verdad moral, sino que un hecho crudo, por amargo e incómodo que sea el afrontarlo. Como también es un hecho que corresponde al orden natural de las cosas el que todos busquen la propia plenitud y el logro de todos sus anhelos en la vida del mundo. Aun cuando se desilusionen, cada cual pensará que el suyo es un caso excepcional, o que con el tiempo hallará lo que busca; o bien, pensará que si las circunstancias fuesen distintas, o si la vida fuese diferente, todo sería como él lo desea. Pero la vida no puede ser sencillamente distinta. En su esencia, la vida siempre es la misma. Y el hombre siempre está preso en la cárcel de sí mismo. En la cárcel de sus celos, sus odios. No puede huir de lo que siente de sí mismo, sean cuales fueren las circunstancias y cambien lo que cambiaren. El hombre no sufre a causa de la vida, sino debido a sí mismo, a causa de lo que es o no es. Y mientras considere que todo lo que necesita o desee está fuera de si, en tanto trate de conseguirlo de esa manera, desperdicia significados y con el tiempo llegará a sentir esa grande hambre de espíritu, por muchas que sean las riquezas que haya acumulado. Mientras considere que él es todo eso, pecará. O sea que errará por completo en su idea de lo que el hombre ha de hacer o ser: errará el blanco.
No hay peor enfermedad que la falta de significado. Pero la vida puede convertirse en algo carente de todo sentido de dos modos distintos. Puede convertirse en algo sin el menor interés, de suerte que todo cuanto hace o ha hecho le parezca inútil, sin propósito, y que la propia existencia tampoco tiene sentido, que no significa nada. Mas hay también aquella otra experiencia, una muy diferente, en la que un significado mayor hace que todo significado corriente pierda su valor. En esta experiencia, que suele ocurrir a muchas personas, el hombre queda recogido, fuera de todo el sentido de la vida exterior. Y esta experiencia llega cuando el hombre siente que es distinto de todo cuanto ve, palpa y oye. Advierte que existe en sí mismo. Se distingue, se diferencia de todo lo que le rodea porque se da cuenta de que su verdadera existencia no está mezclada en la vida. Echa de ver que es él, que es sí mismo, y no lo que hasta entonces había creído ser. Deja de sentirse a sí mismo por medio de las comparaciones con los demás y de estimarse mejor o peor. Percibe que está solo, que es uno, totalmente desconocido para los otros y del todo invisible. Ve que es él, el sí mismo de si, y que los demás no pueden verle sino el cuerpo. Sabe que si pudiera conservar este estado, esta repentina conciencia de sí mismo, la vida jamás podría herirle y nada le parecería injusto; jamás sentiría celos, ni envidia, ni odio. Son estos los instantes en que el hombre vuelve en sí.
Pasa el momento y vuelve a hallarse en un estado corriente, be desvanece el significado intenso e interno de sí mismo, de sí como una creación separada, como un individuo, enteramente único y distinto a todo lo demás. Se encuentra otra vez bajo el dominio de los sentidos, sumido en la vida externa y en sus significados y en las cosas y finalidades y realidades que le ofrecen los sentidos. Empieza nuevamente a pensar desde los sentidos, y con la lógica de los sentidos, y a gratificar los apetitos que lo exterior satisface. Ha desaparecido el significado interno de sí. Pasa la realización de lo que es lo más real, lo más significativo, y lo reemplaza otra ‘realidad’, otra serie de significados que ahora ve fuera de sí. Ya no está diferenciado de sus sentidos ni de las imágenes que le presentan en la vida. Se olvida de sí y vuelve a estar perdido o muerto. Pero, si recuerda algo, sabrá que el estado de conciencia experimentado es el gran secreto de su vida y que si pudiera hallarlo otra vez, y conservarlo, nada más tendría importancia.
En su más acabado sentido, tal es la metanoia. Constituye un nuevo estado del ser consciente que se toca súbitamente y que súbitamente también desaparece. En él, el hombre se encuentra a sí mismo. Halla lo que había perdido. Encuentra el YO. Esta es la primera verdad, mejor dicho, el primer conocimiento (gnosis — episteme) de la verdad. Es el momento en que está vivo, y el punto de partida de su evolución interior. Todo cuanto el hombre intenta o hace en un estado de conciencia corriente, está necesariamente mal hecho, pues parte de lo que no es cierto, de lo que no es la verdad de sí mismo. De modo que Jesús repite: ‘Si no os arrepintiereis… (a menos que logréis la metanoia) .. .no podréis conocer el reino de los Cielos.’ Y en la parábola del hijo pródigo se presenta esta revulsión de la mente en forma dramática porque es, en su totalidad, una parábola íntima en su significación. En el hombre, aquello que es uno se retira, se aísla del poder de los sentidos, de las concepciones sensuales, y vuelve en sí y recuerda. Se encuentra lo perdido. El hombre despierta del sueño de los sentidos, de la muerte, y revive.