Esta seguridad es mucho más grande, perfecta y genuina que la primera y no puede engañar. La intuición, en cambio, podría engañar y fácilmente podría tratarse de una iluminación falsa. Esta (seguridad), empero, se siente en todas las potencias del alma y no puede ser engaño en todos cuantos aman verdaderamente a Él; ellos lo dudan tan poco como dudan de Dios (mismo), ya que el amor expulsa todo el TEMOR. «El amor no tiene TEMOR» (1 Juan 4, 18), según dice San Pablo, y también está escrito: «El amor cubre la plenitud de los pecados» (1 Pedro 4,8). Pues allí donde se cometen pecados, no puede haber plena confianza ni amor; porque éste cubre por completo el pecado; no sabe nada de pecados. No es como si uno no hubiera pecado, sino que (el amor) borra completamente los pecados, y los expulsa como si nunca hubiesen existido. Pues todas las obras de Dios son tan completamente perfectas y de riqueza sobreabundante que Él, a quien perdona, lo perdona enteramente y sin reserva, y con mucho mayor agrado los (pecados) grandes que los pequeños y esto produce una confianza cabal. Considero que este saber es infinita e incomparablemente mejor y trae más recompensa y es más genuino que el primero; ya que para él ni el pecado ni cualquier otra cosa constituyen un estorbo. Porque, a quien Dios encuentra lleno de determinado amor lo juzga también de manera proporcional, no importa que haya pecado mucho o nada. Pero aquel a quien se le perdona más, también debe amar más, según dijo Cristo, Nuestro Señor: «Aquel a quien se le perdona más, que ame también más» (Cfr. Lucas 7, 47). ECKHART: TRATADOS PLÁTICAS INSTRUCTIVAS 15.
Algunas veces, caminando hasta acá, estuve pensando que el hombre en la existencia temporal podía llegar a ejercer coacción sobre Dios. Si yo estuviera parado aquí arriba y le dijera a alguien: «¡Sube arriba!», esto sería difícil (para él). Pero si dijera: «¡Siéntate aquí!», esto sería fácil. Así procede Dios. Cuando el hombre se humilla, Dios en su bondad, propia (de Él), no puede menos que descender y verterse en ese hombre humilde, y al más modesto se le comunica más que a ningún otro y se le entrega por completo. Lo que da Dios es su esencia y su esencia es su bondad y su bondad es su amor. Toda la pena y todo el placer provienen del amor. En el camino, cuando debía venir para acá, se me ocurrió que sería preferible no venir porque quedaría empapado (de lágrimas) por amor. Dejemos de hablar sobre cuándo vosotros (alguna vez) quedasteis empapados (de lágrimas) por amor. Placer y pena provienen del amor. El hombre no debe temer a Dios, pues quien lo teme, huye de Él. Este TEMOR es un TEMOR nocivo. (Pero) es recto el TEMOR cuando uno teme perder a Dios. El hombre no ha de temerlo sino amarlo, porque Dios ama al hombre con su entera (y) suprema perfección. Dicen los maestros que todas las cosas tienden voluntariamente a engendrar y a asemejarse al Padre, y dicen: La tierra huye del cielo; si huye hacia abajo, llega desde abajo al cielo; si huye hacia arriba, llega a la parte más baja del cielo. La tierra no puede huir a un lugar tan bajo que el cielo no fluya en ella y le imprima su fuerza y la fecundice, lo quiera ella o no. Así le sucede también al hombre que cree huir de Dios y, sin embargo, no puede huir de Él; todos los rincones lo revelan. Cree huir de Dios y corre a su seno. Dios engendra en ti a su Hijo unigénito, te guste o te disguste, duermas o estés despierto; Él hace lo que es propio. Pregunté el otro día qué es lo que tiene la culpa de que el hombre no lo sienta, y afirmé diciendo: La culpa reside en que su lengua lleva pegada otra suciedad, es decir, las criaturas; sucede exactamente lo mismo con una persona a la que cualquier clase de comida le resulta amarga y no le gusta. ¿Qué es lo que tiene la culpa de que no nos guste la comida? La falla reside en la falta de sal. La sal es el amor divino. Si tuviéramos el amor divino, nos gustaría Dios y todas las obras hechas por Él en cualquier momento, y recibiríamos todas las cosas de Dios y todos haríamos las mismas obras que hace Él. En esta igualdad somos todos un hijo único. ECKHART: SERMONES: SERMÓN XXII 3