Daniel Bonet — SIMBOLISMO DO TEMPO
Excertos de “Iniciación al Simbolismo”
Simbolismo del Tiempo
Si las tres dimensiones del espacio definen la corporeidad en modo estático, el tiempo define su variabilidad dinámica.
El Tiempo, unido al Espacio y al Movimiento, es la medida del cambio. Si el Espacio es coexistencia, el Tiempo es sucesión irreversible (a diferencia de las direcciones del espacio que pueden recorrerse en uno u otro sentido).
Distinguía la Teología distintos modos de duración: una sin mudanza, divina (vida eterna perfecta y simultánea); otra, la de los seres espirituales (incluyendo el alma) que tienen principio pero no fin; y finalmente, la propia de los cuerpos y substancias materiales con principio y fin.
Las tres fases de la existencia se corresponden en el Hinduísmo con la Trimûrti (Brahmâ, Vishnú, Shiva). El sentido de la eternidad es simbolizado en el ojo frontal de Shiva, que «lo reduce todo a cenizas».
Cronos (Saturno) es el dios que personifica el Tiempo. Sus atributos son la guadaña y el reloj de arena. La representación egipcia de la divinidad del tiempo muestra 4 alas, dos desplegadas en actitud de volar y dos recogidas; también presenta 4 ojos en la parte anterior de la cabeza (presente) y dos en el cogote (pasado).
En el relato hesiódico el Tiempo presenta carácter ambivalente, pues en primer lugar convierte el caos en cosmos después de mutilar a Urano (el espacio), para convertirse después en el devorador de sus criaturas (las formas), hasta que es vencido por Zeus, el más joven de sus hijos.
El Tiempo sidéreo (consecuente a que la tierra gira alrededor de su eje con velocidad angular constante) da origen a los días y las noches. El simbolismo nictameral, claramente representado por la alternancia entre el yang y el yin en el Taoísmo, es de los más primarios.
Pero además de la alternancia de los días y las noches, los hombres al contemplar el horizonte, intersección del Cielo y la Tierra, veían que el sol surcaba con su barca el océano celeste de derecha a izquierda. Constataron el eje solsticial (de sol stare indicando la aparente detención del sol) marcado por la noche más larga (Solsticio de invierno) y la más corta (Solsticio de verano); así como el eje equinoccial (equinox, noches iguales a los días) de primavera y otoño. Esta cruz marca las 4 estaciones del año con todo su simbolismo y correspondencias relacionadas con el cuaternario universal (4 elementos, 4 puntos cardinales, 4 épocas de la vida, 4 partes del día, etc.).
Recordemos también que para calcular el cómputo de los días del año éste se basa en el movimiento solar, mientras que la luna determina los meses del año.
No podemos detenernos en la historia del calendario a través de las diferentes culturas, aunque sí hay que recalcar su gran importancia en todas ellas.
Mención especial requiere el simbolismo de la semana de 7 días. Tal como se comentó anteriormente respecto a las 7 direcciones del espacio, el tiempo se desarrolla en 6 fases más la vuelta al principio. Los 6 primeros días de la semana indican este proceso temporal, mientras que el Domingo, día de descanso y del Señor, representa el centro extratemporal, la «eternidad».
Al parecer, el origen de la semana de 7 días hay que buscarlo en Babilonia donde el Rey y otros miembros de la comunidad se abstenían de trabajar los días 7, 14, 21 y 28 de cada mes. Esta semana pasó a los judíos, cuyo día de descanso fue el Sábado. Junto a la semana judía que terminaba el Sábado, había una semana planetaria originada en Babilonia y traspasada a Egipto y Roma, que comenzaba el Sábado (el día de Saturno, el planeta más alejado). Los cristianos celebraron la fiesta en Domingo para diferenciarse de los judíos y para conmemorar la Resurrección de Cristo acontecida el primer día después del Sábado. Dentro del Cristianismo prevaleció la numeración judía, pero no las denominaciones planetarias, a excepción del Domingo, día del Señor (Dominica dies) y día del Sol.
El Domingo y las fiestas y celebraciones son modos de cualificar el tiempo, de vencer, en cierta medida, su ineluctable transcurrir. Dentro del cristianismo, el calendario litúrgico valoriza el tiempo de diversa manera y logra, para el creyente, que el soplo del Espíritu alcance la vida social. Incluso el Santoral, desprestigiado ahora, encierra misterios de sincronía y comunicación con fuerzas invisibles concentradas a lo largo de los siglos.
Esta recurrencia del Tiempo, que desde la perspectiva tradicional es considerado cíclico y no lineal como en la actualidad, hace que la figura geométrica que más le convenga sea la de la espiral. En efecto, la espiral, que une en sí la recta y la curva, expresa en su movimiento de rotación, de alejamiento y retorno, de prolongación al infinito del movimiento circular, el devenir cíclico abierto: el «eterno retorno» de los antiguos griegos no debe entenderse como identidad sino como analogía. Cada año vuelve la primavera, pero es otra primavera. La doble espiral representa, a su vez, los dos movimientos complementarios de la involución y la involución.
Un ejemplo de la conjunción cualitativa del espacio y el tiempo de donde emana cohesión respecto a la naturaleza y a la sociedad, lo encontramos en los movimientos del soberano de la China en la Casa del Calendario. Refiere M. Granet en su obra «La Pensée chinoise»: «Una capital no merece ese nombre si no posee un Ming t’ang. El Ming t’ang constituye una prerrogativa real y es señal de un poder sólidamente establecido. Se trata de una Casa del Calendario que viene a ser como una concentración del Universo. Edificada sobre una base cuadrada, pues la Tierra es cuadrada, esta casa debe estar recubierta de un techo redondo a la manera del Cielo. Cada año y durante todo él, el soberano deambula por ese techo. Emplazándose en el oriente, inaugura sucesivamente las estaciones y los meses. Pero el jefe no puede proseguir indefinidamente su circulación periférica so pena de no llevar nunca las insignias que corresponden al centro. De modo que, cuando finaliza el tercer mes de verano, interrumpe la tarea que le permite singularizar las diversas temporadas. Se viste entonces de amarillo y, cesando de imitar el curso del sol, se coloca en el centro del Ming t’ang. Si quiere animar el espacio, es conveniente que ocupe ese lugar regio y, a partir de su detención, es desde allí donde él parece animar el Tiempo: le ha dado un centro al año.»
Estas consideraciones simbólicas, tan alejadas de nuestras preocupaciones actuales, encierran claves que quizá nos ayudarían a comprender el misterio de las armonías y desarmonías del mundo, así como la relación entre Macrocosmo y Microcosmo.
Al igual que sucede con la instauración del espacio sagrado, el Tiempo sagrado es cualitativamente diferente del Tiempo profano de la duración continua e irreversible. Pues se trata de revivir el instante primordial y atemporal, aquel In principio, «en el comienzo», al que se refieren todas las tradiciones.
Es la posibilidad que tenemos los humanos de abolir el tiempo y espacio profanos, mediante la reactualización de acontecimientos míticos o trascendentes. Los símbolos serán el soporte de este proceso de relaciones invisibles. La construcción del altar védico, por ejemplo, no sólo se asocia a la creación del mundo a través de la analogía de los materiales empleados (agua, arcilla, etc.), sino que implica una integración temporal: el altar es el año, sus noches las piedras de la bóveda (360), sus días los ladrillos empleados (360).
Vivimos en el tiempo y el espacio, pero anhelamos la eternidad y lo infinito. Por eso escribió William Blake un hermoso poema con el que queremos finalizar:
«To see a World in a Grain of Sand And Heaven in a Wild Flower Hold infinity in the palm of your hand and Eternity in an hour»
Contemplar un Mundo en un Grano de Arena y el Cielo en una Flor Silvestre, Abarcar el infinito en la palma de la mano y la Eternidad en una hora.