ANTONIO ORBE — O HOMEM
El hombre se presta a examen desde distintos puntos de vista y admite definiciones varias:
a) estática, como especie humana, fuera de toda economía;
b) física e histórica, como arranque de la dispensación real (Gen 2,7);
c) dinámica, según el destino a que se orienta (Gen 1,26);
d) cristológica, atenta al hombre ideal (Cristo), cumplimiento anticipado, ‘secundum primitias’, del humano destino;
e) divina, la noción del individuo perfecto (1 Thes 5,23), singularmente a raíz de la resurrección carnal;
f) eclesial, la del Cristo y sus hermanos, revestidos en carne de la imagen y semejanza de Dios, a vista del Padre.
La primera (a) coincide con la noción filosófica más escueta: el hombre, compuesto de alma y cuerpo (animal racional y cuerpo de materia). No es histórica, por insuficiente para explicar la estructura real del hombre, y sobre todo su destino y vida en el mundo. Entre cristianos inepta, no define la dimensión divina del cuerpo y silencia la vertiente espiritual del hombre, dando exagerada importancia y autonomía al alma.
La segunda (b), descrita en Gen 2,7, recoge los dos elementos físicos — el plasma y el soplo de vida — juntándolos en uno, el ‘hombre animal’ o terreno de San Pablo, tipo del segundo Adán y arranque de una economía destinada a realizarse en él. Moisés no define a Adán como ‘hombre animal’, sino como resultado del soplo vital sobre el plasma. San Pablo da la noción, agregando su destino hacia el ‘hombre espiritual’.
La tercera (c), recogida en labios de Dios (Gen 1,26), indica el destino a que ha de llegar el hombre: ‘hacerse a imagen y semejanza de Dios’. Supone que primero será hombre, física y aun moralmente maduro, y en su día también divinamente perfecto, reflejando en sí — máxime en su carne — la imagen y semejanza perfectas (= ‘forma Dei’) de Dios. El plasma y hálito vital no entrañan la perfección divina a que se dirigen; pero sí el germen de ella. En seguida veremos cómo. El destino humano sale, pues, de la especie humana para adentrarse en la imagen y semejanza de Dios, cuyo paradigma es Cristo. Implícitamente, la tercera definición apunta al Verbo encarnado, imagen perfecta de Dios en especie humana.
La cuarta (d), no muy frecuente, ha sido recogida por el Apóstol con la denominación de ‘(hombre) espiritual’, ‘segundo Adán hecho Espíritu vivificante’ (v. Paulo Adão). Paradigma del Hombre ideal, visto por Dios desde antes de la creación del hombre, junta la perfección natural divina con la especie humana. Es efecto de la inmortalidad e incorrupción del Hijo impresa en la humana sustancia, en la carne. La comunión personal del hombre con el Verbo, imparticipable, no interesa aquí. Importa la comunión natural del hombre con el Verbo en las propiedades divinas: dos naturalezas o sustancias unidas en crasis, con unas mismas cualidades divinas. En vez del soplo de vida, origen del hombre animal, aparece el Espíritu o forma divina comunicada a raíz de la resurrección a la sustancia humana, en Jesús, como en ejemplar del hombre espiritual.
La quinta (e) extiende a los individuos, luego de la resurrección de la carne, lo que se cumplió en Jesús redivivo. El hombre será entonces perfecto — cuerpo, alma y espíritu — , apropiándose en carne la claridad característica del Verbo Dios. Resurgirá incorruptible e inmortal, olvidando la corrupción y mortalidad de la especie humana. Sin perder su índole personal, será deificado y entrará como rayo viviente en el círculo de influencia del Verbo, revistiendo su mismo Espíritu. Entre la Resurrección y la Ascensión de Jesús mediaron cuarenta días. Entre la resurrección de los hombres y su definitiva ascensión a Dios mediará un intervalo en que, olvidado de lo animal, se dispondrá el hombre a consumar, en unión con Jesús, lo espiritual mediante la vista del Padre. En ese sentido, no es aún del todo espiritual; le falta llegar en Cristo a la medida del Hombre perfecto.
La sexta (f) se cumple luego que el Cristo se someta al Padre como centro y cabeza de la Iglesia de la Salud, para entrar en unidad de Espíritu con El. Todos los predestinados habrán asimilado con Cristo la ‘forma Dei’, revistiendo la claridad que poseía el Verbo, en cuanto Dios, antes de creado el mundo. Jesús había sido ya clarificado individualmente en su humanidad cuando resucitó a los tres días de muerto. También los particulares habrán sido clarificados, luego de su resurrección. Pero la gloria y semejanza del Espíritu con el Padre no se colmará hasta la comunión física de todos en la claridad de Jesús, a vista del Padre. Es preciso se extienda a todos en unidad de Espíritu la gloria del Verbo encarnado. Y eso tendrá lugar al fin sin fin.
Porque uno es el Hijo, que llevó a cabo la voluntad del Padre. Y uno el género humano, en el cual tienen cumplimiento los misterios de (ese) Dios ‘al que anhelan ver los ángeles’ (1 Pet 1,12), sin conseguir investigar la Sabiduría de Dios, merced a la cual se perfecciona su plasma, hecho conforme y semejante en carne al Hijo. De suerte que la descendencia de El (de Dios), el Verbo primogénito, baje a la creatura, esto es, al plasma, y le aprehenda; y la creatura a su vez aprehenda al Verbo y suba a El, superando a los ángeles, y se haga a imagen y semejanza de Dios (Padre, igual que el Verbo encarnado) (V 36,3).