LOGIA JESUS — NÃO RECEBO GLÓRIA DOS HOMENS (Jo V,41-44)
EVANGELHO DE JESUS: Jo 5:41-44
41 Eu não recebo a glória dos homens.
42 Mas vos conheço:
o amor de Elohîms, não o tendes em vós.
43 Eu venho em nome de meu pai, e não me recebeis.
Se um outro vem em seu próprio nome vós o recebeis!
44 Como poderíeis aderir,
vós que tendes vossa glória uns dos outros, e que não buscais a glória que vem de Elohîms, o único? [Chouraqui]
Jean-Claude Larchet: TERAPÊUTICA DAS DOENÇAS ESPIRITUAIS
El carácter patológico de la cenodoxia, como el de todas las demás pasiones, se basa esencialmente en que está constituida por la perversión de una actitud natural y normal, por la desviación de su ejercicio «según la naturaleza», es decir, conforme a su finalidad esencial, a un ejercicio contra natura. A la naturaleza del hombre le fue dado por Dios el tender hacia la gloria: pero era la gloria divina la que estaba destinado a obtener por su unión con Dios, no la gloria humana que busca la pasión, y que la tradición llama «gloria según la carne» (cf. 2 Co 11, 18). «La gloria no es un mal, sino la vanagloria», dice s. Máximo diciendo aquí lo mismo que para las demás pasiones, a saber, que lo malo «es el mal uso, seguido de la negligencia de nuestro espíritu para cultivarse según la naturaleza», después de haber afirmado que «en la medida que usamos mal de las potencias de nuestra alma, los vicios se instalan en ella». S. Juan Clímaco enseña en el mismo sentido: «nuestra alma naturalmente tiene amor por la gloria, pero debe ser por la del cielo y no por la de la tierra». Esta distinción entre las dos clases de gloria, la que viene de Dios y la que viene de los hombres, se encuentra en muchos textos cuyo tema es la cenodoxia. Se la encuentra explicitada en el Evangelio según s. Juan (Jn. 12, 43); s. Pablo se refiere implícitamente a ella cuando dice que se gloría en Jesucristo, poniendo en guardia contra el peligro que habría en gloriarse fuera de Dios (Fil. 3, 3; Gál. 6, 14). S. Juan Clímaco precisa claramente: «Existe una gloria que viene de Dios, según esta palabra de la Escritura: “Yo glorificaré a aquellos que me glorifiquen” dice el Señor» (1 Re 2, 30). «Y hay una gloria que no procede sino de la malicia artificiosa del demonio» «El que se gloríe, que se gloríe en el Señor», enseña por dos veces el apóstol s. Pablo (1 Co 1, 31; 2 Co 10, 17). La gloria que el hombre recibe de Dios por participación en su gloria en la unión con Cristo, es la única, dice Orígenes, «que merece verdaderamente ese nombre» La única que es real, verdadera, absoluta, eterna. Por otra parte, es la única que corresponde a la finalidad de la naturaleza humana y que es la medida de la grandeza que Dios ha querido conferir al hombre. Ella es, dice s. Juan Crisóstomo, «la gloria propia de la dignidad del hombre».
Habiéndose apartado de Dios por su pecado, el hombre ha dejado al mismo tiempo de tender hacia esta gloria a la cual su naturaleza lo destina. Al continuar, por su naturaleza, deseando de la gloria, se inclina, entonces, hacia el mundo sensible y allí busca satisfacer esta tendencia que está en él. Y en la gloria mundana «según la carne» encuentra sucedáneos de la gloria celestial y espiritual que ha perdido de vista. «Después de haber perdido la gloria propia de la dignidad del hombre, busca por todas partes una gloria despreciable y digna del último desprecio» escribe s. Juan Crisóstomo. Resulta así que, la búsqueda de la gloria mundana es la manera en que el hombre compensa miserablemente en sí la ausencia de la gloria celestial y de lo que, al unirse a Dios, lo hace partícipe de esta gloria divina, a saber, las virtudes. S. Doroteo de Gaza escribe: «Los que desean la gloria se parecen a un hombre desnudo que no deja de buscar jirones de tela o cualquier otra cosa, para cubrir su indecencia. Así, el que está desnudo de virtudes busca la gloria de los hombres». Es evidente, pues, que la cenodoxia está constituida en su totalidad por una perversión, por un desvío patológico de la tendencia natural del hombre a la glorificación, y por un comportamiento patológico de la sustitución que sigue a una frustración ontológica. El hecho de que se trate, aquí también, de una misma tendencia orientada en dos sentidos opuestos y no de dos tendencias de esencias diferentes y que puedan coexistir independientemente la una de la otra, surge claramente de las múltiples afirmaciones de los Padres en cuanto al hecho de que la búsqueda de la gloria celestial y la de la vanagloria son antagónicas y excluyentes una de otra, el desarrollo de una se traduce por un debilitamiento de la otra.
En otro sentido, se puede agregar que la cenodoxia constituye una perversión de la naturaleza — entendiéndose esta palabra en un sentido más general y designando todos los bienes que el hombre ha recibido de Dios, ya se trate de sus cualidades naturales o adquiridas, o de sus virtudes, o también de los bienes materiales que posee-. Usando de ellos para su propia gloria, en lugar de hacerlos servir exclusivamente a la gloria de Dios, el hombre dice s. Máximo, «falsifica la naturaleza y la virtud misma». Él explica claramente que la ostentación, compuesta de cenodoxia y orgullo, «tiene para la naturaleza la aversión alienante con la cual maneja contra natura, para el mal uso, todas las cosas de la naturaleza».
La cenodoxia sumerge al hombre en la ilusión y el delirio: este es uno de sus efectos patológicos fundamentales, que justifica que también sea a menudo calificada de «locura» por los Padres.
La cenodoxia revela que el hombre deja de tener fe en Dios, constatan los Padres, siguiendo en esto la enseñanza de Cristo mismo que pregunta: «¿Cómo pueden creer ustedes, que sacan gloria los unos de los otros y no buscan la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn. 5, 44). Traduce, por el contrario, un apego al mundo: aquel al que ella afecta empieza a tener fe en los hombres de los cuales espera atención, estima, admiración, alabanzas, y en todo lo que es susceptible de suscitar en ellos esas actitudes respecto de él. Por esto s. Juan Clímaco califica al vanidoso de idólatra, lo mismo que s. Macario que observa: «Los hombres que hacen su propio elogio, son sus propios dioses».