Gilson Boaventura Analogia

Etienne Gilson — A Filosofia de São Boaventura

VII. LA ANALOGÍA UNIVERSAL

El punto donde se realiza el paso de la acción creadora a las cosas creadas es también el punto donde muchos de los que siguen el pensamiento de San Buenaventura pierden su ánimo y lo abandonan. Mientras habla de Dios y de sus atributos, su voz no emite sonidos insólitos, lo mismo que cuando expone lo que su doctrina tiene de más personal; pero cuando, por el contrario, llega al dominio de la creatura, parece cambiar de modo de expresión; su lenguaje es constantemente figurado, cargado de comparaciones místicas, lleno de alusiones a textos tan familiares para él y para sus oyentes que una sola palabra característica incluida en una frase basta a recordarlos. El proceso mismo de sus razonamientos parece tan extraño como su forma de expresión. El lector espera encontrar silogismos y demostraciones en forma, y San Buenaventura en cambio sólo le ofrece correspondencias, analogías, conveniencias que apenas satisfacen, y que a él sin embargo parecen llenarle profundamente. Las imágenes se agolpan en su pensamiento, suscitándose indefinidamente unas a otras evocadas por una inspiración cuya lógica a las veces no encontramos, hasta tal punto que los mismos filósofos neoescolásticos y teólogos de hoy se dan en esto por vencidos y abandonan a San Buenaventura para seguir las exposiciones limpias y luminosas de Santo Tomás.

Es importante a pesar de todo perseverar en la empresa comenzada, y de creer es que en este como en tantos otros puntos, pacientemente interrogado, el pensamiento medieval acabará por soltar su secreto. Este modo de expresión que en San Buenaventura se desarrolla con una abundancia maravillosa, encuéntrase en menor grado en otros pensadores de su época, y se renueva en el Renacimiento con una frondosidad tal que constituye uno de los rasgos característicos originales del período. Hoy los historiadores mejor intencionados tratan de excusarlo. A las veces quiere verse en esto algo así como un juego o recreo, una satisfacción en que concuerdan el poeta soñador y el sabio que demuestra, pero sin que su razón se deje engañar. Otras veces por el contrario se concede que el filósofo toma en serio sus clasificaciones, y que su razón, engañada por la imaginación, halla un sincero placer en repartir a todos los seres por las graderías de la creación1. Por nuestra parte estamos en la convicción de que se trata de cosa muy distinta de un juego o de una ilusión. Muy lejos de ser accidental o un elemento de supererogación, el simbolismo de San Buenaventura ahonda sus raíces profundas en el corazón mismo de su doctrina, encontrando su justificación completa en los principios metafísicos en que se funda, y es a su vez imperiosamente exigido por los mismos como el modo único que les permite aplicarse a lo real.

Comencemos por destacar que la misma noción de creatura recibe en esta doctrina un sentido totalmente particular. No existe sistema alguno metafísico de importancia al que no se haya impuesto el problema del origen radical de las cosas, y para todos ellos es este el punto último a que la inteligencia no se acerca sino con temor, y que es el límite más allá del cual no podrían concebirse ulteriores investigaciones. Pero cuando se trata de una filosofía de inspiración cristiana, el problema se complica, pues se encuentra en la precisión de tener que satisfacer a nociones básicas ya definidas so pena de error. El Dios cristiano es el Ser perfecto, que se basta a sí mismo totalmente, y a quien nada se puede ni añadir ni quitar. Por otra parte el Dios cristiano es fecundidad infinita a la vez que actualidad infinita. Su esencia, en la medida en que este término puede aplicársele, debe pues satisfacer a la doble condición de ser una perfección totalmente realizada, pero al mismo tiempo capaz siempre de crear. Es más, como ya lo hemos visto, debe ser tanto más fecunda cuanto más perfectamente acabada.

Para llegar a resolver esta dificultad los teólogos escolásticos apelan a la doctrina de la creación ex nihilo, en cuyos términos todos están unánimes, y a la que consideran como fundamental, pero cuya fórmula se repite con excesiva frecuencia sin atención a las presuposiciones iniciales que son las únicas que le pueden dar algún sentido. Esta doctrina iba acompañada, en efecto, durante el siglo xm, de representaciones entonces familiares a todos, y cuyo olvido envuelve frecuentemente a los historiadores en una serie de dificultades de las cuales inculpan a los filósofos a quienes van explicando. Si suponemos por ejemplo que el término ser es necesariamente unívoco, el ser de la creatura vendrá a ser o bien como algo que se toma prestado de Dios, o bien como algo que se le añade, y lo mismo en uno que en otro caso nos veremos llevados a lo imposible. Porque si el ser creado es algo que se recibe prestado del Creador, luego Dios al crear no produce nada, puesto que este ser existía ya; en cambio el ser divino, al fragmentarse y limitarse, se empobrece y pierde de su propia perfección. Si por el contrario el ser de la creatura es algo enteramente nuevo que viene a llenar el vacío de una nada, debe por necesidad agregarse al ser divino y sumarse a él. Imposible por tanto eximirse de este dilema: o existe después de la creación más ser que antes y en ese caso Dios no era todo el ser, o después no existe más ser que antes, y tendríamos que la creación no es nada.

En realidad esta argumentación está totalmente fuera del dominio de la especulación medieval. Desde el momento en que San Buenaventura establece el mundo conocido como un contingente que reclama una causa necesaria, el punto de partida sensible, que antes nos parecía el tipo del ser, se convierte en un simple análogo, una simple imagen del Ser verdadero, cuya existencia reclama, y del que depende. Entonces, no al ser contingente y visible del que hemos partido, sino al ser necesario e invisible en que hemos concluído, es a quien propia y exclusivamente ha de darse el nombre de ser; lo que nosotros contemplamos, comprendemos y tocamos no es sino una copia, una especie de imitación. Y si esto es así, el problema de la creación se presenta bajo un aspecto totalmente diverso de lo que al principio imaginábamos. No se trata ya en absoluto de saber cómo puede Dios crear el mundo sin que su cualidad de Ser se sienta por ello afectada, puesto que no existe medida común entre las dos realidades tan distintas que designamos con esta palabra ser2). Trátase simplemente de saber qué transformación debemos nosotros lógicamente imponer a nuestra representación del mundo para tener, reducido a la condición de ser análogo, derivado y participado, lo que en un principio nos parecía el ser primitivo y por excelencia. La solución de este problema central se halla en lo que podríamos llamar la ley de analogía universal.

Lo análogo se opone a lo equívoco y a lo unívoco. La consideración de lo equívoco podemos eliminarla inmediatamente. Dos seres que llevan el mismo nombre, o a quienes se da el mismo epíteto, sin que entre ellos haya ninguna relación real, se designan con una denominación equívoca. No es éste el caso del ser divino y del ser creado. Y pues nuestro punto de partida metafísico es la consideración del mundo en concreto, incluyendo en él al hombre y a su pensamiento, el ser divino a que nosotros llegamos en conclusión sería una palabra sin sentido de no existir ninguna clase de relación entre él y el ser de que procedemos. Por lo tanto, o toda prueba de la existencia de Dios es imposible y sofística, o existe algo de análogo entre el ser que atribuímos a la creatura y el que a Dios atribuímos, como necesario para la explicación de la existencia de las creaturas.
NOTAS


  1. Para lo que concierne a Santo Tomás véase Rousselot, L’Intellectualisme de Dieu chez saint Thomas, París, 1908, p. 159. Para San Buenaventura, véase Menesson, La connaissance de Dieu chez saint Bonaventure, “Revue de philosophie”, t. X, julio, PP. 7-8. 

  2. Por lo demás una razón suficiente es que lo finito no añade nada a lo infinito. (Hexaem., XI, 11, t. V, p. 382