Ezequiel Tetramorfos

SIMBOLISMO — TETRAMORFOS

Excertos do Capítulo 7 de «Introducción a los símbolos», de Gerard de Champeaux e D. Sébastien Sterckx
La visión de Ezequiel
Es de sumo interés el tratar de devolver a este simbolismo la rica savia imaginaria de sus orígenes. La visión de San Juan depende de las visiones de Ezequiel, de las que toma numerosos rasgos, sobre todo los de los cuatro Vivientes: el león, el toro, el águila y el hombre. Ezequiel nos les describe sosteniendo «una bóveda resplandeciente como el cristal, extendida por encima de sus cabezas… Sobre la bóveda… había algo como una piedra de zafiro en forma de trono, y sobre esta forma de trono, por encima, en lo más alto, una figura de apariencia humana… algo como la forma de la gloria de Yahveh». De nuevo encontramos aquí la cosmografía de los antiguos: la bóveda transparente y sólida del firmamento, el trono divino situado por encima de la bóveda, en el punto más alto, es decir, en el polo. La misma campana celeste descansa sobre las cuatro constelaciones cardinales de la banda zodiacal: el Toro, el León, el Hombre y el Aguila, que nuestros viejos textos mencionan más bien que a Escorpión su vecino. La tradicional simbólica mesopotámica del Dios del universo muestra su amplitud. Ezequiel la recoge, aunque plegándola, con la soberana libertad de los profetas de Yahveh, a las necesidades de su propio mensaje.

Este mensaje era, ante todo, mostrar a sus compatriotas que Yahveh no estaba materialmente unido al Templo de Jerusalén, que la ruina del santuario no llevaba consigo la ruina de la religión; que YHWH podía reencontrarse con los exilados junto a los ríos de Babilonia y aparecérseles, más misterioso que nunca, en el esplendor de una teofanía que superase con mucho a todas las anteriores.

Sin duda, esta primera preocupación del profeta podría comenzar a explicar todo el material de ruedas y de alas empleadas en su descripción de la aparición celeste. Ruedas y alas son símbolos muy significativos del desplazamiento, de la mutación de las condiciones de lugar, y del estado espiritual que les es correlativo. Por eso vemos que en capiteles de Autun y de Saulieu la cabalgadura de la Huida a Egipto va montada sobre pequeñas ruedas, mientras que en su homólogo de San Hilario de Poitiers es llevada por las alas de los ángeles; pero la Virgen apoya sus pies en un trono de majestad que carece de ruedas y la inmoviliza a ella y a su Hijo. Eran necesarias esas ruedas para evocar las apariencias y hacer creer que se movía y que no era el mundo el que giraba en torno a ella… La Virgen de Poitiers, fija en su hieratismo frontal, descansaba igualmente sobre una pequeña peana, y, si es un ángel el que la sostiene, él mismo se ha inmovilizado, totalmente de frente, mientras al fondo se esboza la decoración animada de San José, del asno y de los ángeles en marcha… Esta simbología no es lógica. Solidariza cosas inconciliables y, por lo mismo, refleja el misterio con el que tenían que enfrentarse los correligionarios de Ezequiel. Los imagineros románicos sabían que, cuando Dios se oculta, son los hombres los que se alejan de él, mientras que él permanece inmutable, omnipresente; esto, tenían que aprenderlo todavía los Hebreos exilados. Era, en suma, un mensaje de universalidad de la presencia divina el que debía hacerles oír Ezequiel. Las ruedas y las alas lo sugerían ya, pero débilmente y no sin artificio. El viejo símbolo del trono cósmico podía, por el contrario, darle una amplitud concreta y grandiosa, y veremos un poco más adelante que las ruedas y las alas están íntimamente relacionadas con él.

Al situar el lugar sagrado al pie del eje del mundo, se le atribuía una referencia celeste, el polo, que no se halla en modo alguno afectado por el desaplazamiento del pie del eje. Cuando recorra YHWH en su carro el camino inverso, para dirigirse al Templo de Jerusalén reconstruido, dirá: «éste es el lugar de mi trono, el lugar donde se posa la planta de mis pies» (Ezequiel, cap. 43, versículo 7). Las cosas sucedieron, pues, como si Dios, sin dejar de habitar en su inmutable morada celeste, no hubiese hecho más que desplazar sus pies a la tierra. De suyo, el simbolismo utilizado invitaba a ensanchar la concepción particularista que Israel se hacía de su Dios, para ampliarla a las dimensiones del Dios del universo, del Dios que, en todo lugar, lo mismo en Babilonia que en Jerusalén, se sienta allá arriba, en el centro dinámico del carrusel del universo.

Sin duda que nunca sabremos cuáles fueron las intenciones últimas del profeta, y el grado de conocimiento explícito que tenía del simbolismo que le proporcionaba el ambiente babilónico y que Dios le inspiró que aprovechara. Cabe, sin embargo, preguntarse si fue por razones fortuitas por lo que él asignó como soportes del trono del verdadero Dios a los querubines tetramorfos, que simbolizaban el panteón astral de los falsos dioses babilónicos; esta audaz construcción ¿no hay que situarla más bien en la línea del sueño veterotestamentario al que hace eco el salmo 110 (Vulgata 109): «Oráculo del Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha hasta que haga de los enemigos el estrado de tus pies»?

Antes de abordar la descripción de Ezequiel en sí misma, queda por hacer una última observación, concerniente a las relaciones que existen entre las visiones del profeta y las fechas en que tuvieron lugar. Algunas coincidencias notables sólo se explican por una referencia, implícita, pero querida, a un calendario litúrgico en relación con los puntos más importantes del ciclo estacional. Una dificultad nace del hecho de que, por una parte, son varios los calendarios, más o menos desfasados entre sí, que se transparentan simultáneamente en el texto, y, por otra, de que el libro és una amalgama de pasajes redactados en épocas diferentes. Ezequiel fecha sus visiones por meses y por días. La gran visión inaugural de la gloria de Dios, que abre el libro, está fechada el día cinco del cuarto mes, que parece indicar el solsticio de verano: se halla justamente a la mitad del camino entre el primer día del primer mes (equinoccio de primavera) y el décimo día del séptimo mes, que es el del equinoccio de otoño en este sistema. Igualmente, la gran visión del nuevo templo, referida en los capítulos 40 y siguientes, sorprende al poeta en el momento del Año Nuevo, el décimo día del mes: si el año comenzaba entonces en otoño, esta fecha es la del equinoccio de otoño. La visión del capítulo 3 (versículo 16 y sigtes.) en el curso de la cual YHWH pone al profeta como centinela de su pueblo, es un pasaje más tardío, y hay serias razones para creer que la diferencia de siete días mencionada por el autor («al cabo de siete días») con relación a la primera visión (la del capítulo primero) se debe a un error en el cómputo: la fecha sería la misma, la del solsticio de verano, pero un año distinto. Si el día cinco del cuarto mes puede así ser asimilado al día 12 del mismo mes (12 = 5 + 7), los días 5 y 12 del mes décimo corresponden a su vez al solsticio de invierno, dos fechas memorables en que YHWH se manifiesta al profeta en los puntos cardinales -solsticios y equinoccios- del año, en el marco de una revelación cósmica.

  • NOTAS SOBRE A VISÃO DE EZEQUIEL

    Meditações Tarô

Seria errôneo, por outro lado, interpretar, por exemplo, a visão de Ezequiel, o Merkabahi, como mito. A visão do carro celeste é revelação simbólica do mundo arquetípico. Ela pertence à simbólica tipológica — o que, aliás, o autor do Zohar compreendeu muito bem e, por isso, tomou a visão de Ezequiel como símbolo central do conhecimento cósmico — segundo a regra da analogia, em conformidade com a qual o que está em cima é como o que está em baixo.

Porque o Zohar conhece bem essa regra. Ele não só a usa implicitamente como também lhe dá expressão explícita. É assim que lemos no Zohar (Waera, 25a): “O que está em cima é como o que está em baixo: como os ‘dias’ de cima estão cheios da bênção do Homem (celeste), do mesmo modo os dias daqui de baixo estão cheios da bênção por intermédio do Homem (do Justo)”.

Também a Índia tem a sua versão da máxima hermética. Assim a Vishvasâra Tantra anuncia a fórmula: “O que está aqui está lá. O que não está aqui não está em parte alguma” (Arthur Avalon, La Puissance du Serpent, p. 56). (v. Tabla Esmeraldina; Abaixo Acima).