Erígena. Metafísica da época carolíngia
5. La antropología organológica
El hombre tiene que ser considerado desde la metafísica de su propio conocimiento, que es triple: intellectus, ratio y sentido interior. Su estado fenomenológico muestra, ante todo, el espíritu como natura incorpórea, per se ipsam informis ma-teriaque carens y el triple movimiento de su conocimiento. El conocimiento inferior se refiere a los effectus sensibiles; el medio a los fundamentos, las ideas; y el superior, al universo mismo. Como el hombre no es por sí mismo, subsiste en sus motibus. Su ser no puede, pues, ser más que el sustancial revoloteo trascendental en torno a Dios, el incognite circumvehi circa deum, el motus circa deum et creaturam stabilis et status mobilis. No puede ser sino una sustancia derivada, participada, que procede del fundamento primigenio y cobra a su vez efectividad en efectos. Como imagen del espíritu absoluto, del que sólo se distingue por su modo ontológico, por la ratio subiecti o manera de subsistir, no puede tener de sí mismo más que un concepto existencial, no puede conocer de sí más que es, no lo que es. Al Dios desconocido lo puede conocer sólo como la causa del universo; y los fundamentos o razones de las cosas sólo puede reformarlos transcreadoramente, visibilium rationes reformare. Su esfera propia y fenoménica de movimientos es la sensible. En ella es movido por representaciones, recibe las imágenes representativas, las reúne, distribuye y ordena para formar y conocer con ellas rationes, conceptos. Con esto comienza la actividad propia de su ratio, de su logos. La inteligencia nace de la razón e imprime en el alma los conceptos percibidos, causarum intellectarum cognitionem animae imprimit, de igual manera que el artista crea en sí el arte, preconoce en sí lo que va a crear, crea y precrea las razones y conceptos, pero sólo mediante ellos se reconoce a sí mismo. Sólo mediante su actividad comienza el espíritu a aparecer a sí mismo y a otros según su forma. Así, pues, el espíritu deviene solamente en la actualidad, aunque esencial y causalmente está ya fijado, según las leyes naturales, en el ars aeterna, en la natura communis et generalis humana. Nos hallamos, pues, a pesar de la unidad hiperrealista del género humano, en el personalismo agustiniano de la actividad espiritual; y el único progreso respecto a él es que ahora, según la analogía del Espíritu Santo, de animus y ratio procede la distributio, que todo lo percibido universalmente en Dios y los fundamentos y creado actualmente en la inteligencia, esto es, formado por el sentido connatural interior, lo distribuye particularmente entre cada una de las definiciones de las cosas. Al conocimiento ascendente sigue el descendente, a saber, una acomodación puramente kantiana de las formas de conocimiento a lo singular. La actividad creadora del alma va todavía más lejos; cuida del conjunto de su cuerpo y ajusta también su fuerza vital a la materia, vitalem sensum accommodat, se crea el cuerpo de los accidentes del mundo en tomo, de suerte que éste es a su vez imagen del alma (II, 23). Esta informe psicología agustiniana, desarrollada en sentido organológico, necesita, por otra parte, conforme a la partición cuatripartita que hace Erígena de la naturaleza, ser completada mediante el perfeccionamiento del appetitus naturalis del alma, el amor. Sólo mediante el don de la reformatio final llega el alma a la pura conversatio spiritualis, al puro estado natural, para, así restaurada, experimentar en la conversio ad deum su deificatio. También la otra trinidad del hombre, essentia, virtus et operatio debe, completada con la perfectio, alcanzar la cuaternidad.
Esta doctrina acerca de la personalidad, fundada en parte en la fenomenología y en parte en la metafísica del conocimiento, constituye sólo un aspecto de la naturaleza del hombre. El hombre tiene no sólo la posibilidad de ser informado espirit’jalmente por las ideas y valores morales y de llegar así a ser un hombre espiritual, sino que puede también conformarse a este mundo, conformare, y con ello serle conformado, conforman, en cuanto animalis homo. Su dominio espiritual sobre la naturaleza, en cuya virtud Adán puso nombre a todos los animales, esto es, los definió y determinó, es por efecto retroactivo de la designación la información del hombre por todos los animalia, que le convierte justamente en monstrum de la unidad de todos los seres animales. El pecado original, que hay que entender simbólicamente, es una caída trascen- i¿ dental del hombre, desde el paraíso de la spiritualis conversatio en torno a Dios y a los fundamentos, hasta la animalis conversatio del mundo y la sensibilidad. Esta caída la sabía ya previamente Dios, de suerte que el hombre no estuvo verdaderamente nunca en el paraíso; ha estado siempre dividido en varón y hembra, en espíritu y sensibilidad, y no ha estado nunca sin pecado, esto es, sin voluntad cambiante y tornadiza, la cual en sí no es ciertamente mala, pero se convierte en la causa del mal cuando en el engaño de la sensibilidad confunde lo perecedero con el bien. En este afán esotérico sumamente audaz, más aún, casi cínico a pesar de todo su noble intelectualismo, la tradición bíblica queda subvertida. Sólo in tempore reformationis, al fin del mundo, puede hallarse el estado natural, pues justamente la interpretación naturalista obliga a una línea evolutiva ascendente de la naturaleza humana. El hombre primitivo, y esto se recalca expresámente como doctrina secreta, fue creado como animal, pues la presciencia divina sabía de antemano su inclinación a la materia, y recibió como vestido para la inconmutable forma corporis el mutable corpas materiale (II, 14). Como el universo entero fue creado en el hombre y ello no sólo según el conocimiento, pues esto no sería otra cosa que el a priori kantiano de la organización umversalmente válida del hombre, sino también secundum res ipsas, por ello el hombre es al mismo tiempo el rey y señor del universo, que le está totalmente sometido, igual que el rey es dueño y señor en su reino. La sabiduría increada es la visión creadora de las esencias eternas; la creada, en cambio, es el mismo universo, y esta procreata sapientia se desarrolla y evoluciona.
La lucha que Erígena lleva a cabo aquí con los medios de su simbolismo racionalista y de una interpretación de la Biblia en sentido organológico, contra la antropología tradicional, anticipa de manera sorprendente la novísima antropología de Max Scheler. Pero con esta diferencia: que el objetivo de Erígena no es el sensualista de una metafísica de los instintos e impulsos de la naturaleza humana, sino el intelectua-lista de la concepción transcreadora de la transformación vital, que conduce, a través del desarrollo evolutivo del hombre y del mundo, a la eliminación parcial de la animalidad y al es-piritualismo final. Las dos doctrinas capitales con que Erígena quiere conseguir esto son el monopsiquismo de la naturaleza humana y la doctrina espiritualista del deus-homo como una doctrina yitalista- del logos, como una interpretación total, naturalista en el proceso pero espiritualista en la plenitudo aetatis, del cristianismo.
El punto de partida del monopsiquismo es la interpretación del relato de la creación: la tierra produce un ser viviente; esto es, de la inconmutable soliditas de la naturaleza entera, del logos como tronco vital y unidad esencial de todos los seres, debe emanar el proceso de la generalissima et communis omnium natura, que como de una ancha fuente rompe por los cauces de los géneros, especies e individuos. En ruda oposición con una concepción mecanicista de la tierra como la materialidad de los elementos, que únicamente concibe la sensibilidad como algo existente por sí, se declara solamente la fuerza vital como realidad sustancial. Así, sería falso admitir dos almas, un alma espiritual y otra corporal, pues el alma entera es vida, la unidad simple de la estructura vital, que sólo puede ser denominada con la quíntuple designación de corporal, viva, vegetativa, sensitiva, racional e intelectual, conforme a las potencias inseparables de ella. El hombre, pues también el cuerpo está íntegramente en él, abraza todo el mundo visible e invisible; en él se hallan fundadas todas las criaturas y, unidas en él, a él retornan, pues tienen que ser salvadas por él. La naturaleza universal humana es junto con sus individuos particulares un tronco vital indiviso y eterno (IV, 5). La legalidad natural del estado germinal del hombre comprende, como organización umversalmente válida de la naturaleza humana, virtualmente y realiter todo, y así el hombre puede devenir effectualiter todo, el turpissimum monstrum de una animalidad indigna de él, pero también la trinidad de su propia sabiduría, autoconocimiento y ciencia (y restauratio), que se hallan íntegras en todo ser humano. Sin embargo, el hombre no conoce lo que él mismo es, pues este conocimiento esencial sólo como concepto en el espíritu del Creador o, más bien, en la vida del logos, es su sustancia, su esencial estructura vital y, al propio tiempo, su definición. Homo est notio quaedam intellectualis in mente divina aeternaliter jacta. Es grosero materialismo no ver el núcleo organológico y considerar los accidentes externos de su personalidad como su sustancia. Sólo como este “concepto” orgánico real del universo, como el quid cunctorum, tiene el hombre aquella organización cognoscitiva universalmente válida que le asignó Agustín como illuminatio veritatis. Nada hay oculto en él, que esté fundado en él, de suerte que la validez universal del conocimiento está fundada aquí por un a priori inmanente y, por así decir, simpatético, lo que representa siempre la principal tentación del monopsiquismo (IV, 7).
Ahora se utiliza la imagen del espíritu geométrico para, con clara concepción de la función sintética del espíritu, hacer comprensible la naturaleza humana como una conciencia general. Todas las fórmulas geométricas son íntegramente una cosa en una y misma visión del intelecto, pues el espíritu es, para todo aquello que conoce, la razón sustancial y organizada, ex qua geometricorum corporum formulae specificantur (IV, 8). Las cosas, cuyos conceptos son innatos a la naturaleza humana, subsisten en estos conceptos. Son en los conceptos más verdaderas que en sí mismas. En el realismo crítico de San Anselmo sucede justamente a la inversa. No podrían retornar al conocimiento connatural, si no hubieran procedido de él. Se podría hablar de una fuerza generadora de perfección, pues de las razones y conceptos proceden incluso las vitales substantiae. No sólo existen formas intuitivas apriorísticas, sino también “formas perfectivas” reales, de suerte que después las sustancias vitales se acomodan y asimilan los cuerpos naturales por medio de las cualidades incorpóreas de los elementos, de la cantidad y de la forma cualitativa o estructura. Pero las criaturas no pueden estar fundadas dos veces, una specialiter en sí mismas y después generaliter en el hombre. De este modo el hombre sería solamente un cúmulo de formas, no propia sustancia. El orden vital universal radica germinalmente y de forma esencial y objetiva en el hombre. El conocimiento uno y general está solamente allí donde todos los hombres son un hombre, ubi omnes homines unus sunt, en la unidad indivisa del género. Allí, en la communio humanae naturae, en la comunidad de sangre de la naturaleza humana, el individuo no se distingue a sí mismo ni a sus consustanciales antes de surgir a su tiempo en el mundo. Hay que atribuir solamente a castigo del pecado original el que cada hombre no se conozca inmediatamente a sí mismo tal como se halla fundado en el verbum aeternum, bien que la visión intelectual del hombre es todo lo que preconoce, pero sólo en el desarrollo temporal hacia la razón pura. Esto quiere decir, hablando sin simbolismos, que el hombre no solamente es purus intellectus, sino también sensualitas, y que sólo deviene razón pura, pues todo lo que conoce perfectamente deviene una cosa con él, aunque la comunión de los espíritus puros comienza sólo en los hombres superiores, en los superhombres, en los summi homines. En cambio, el logos y sólo él tiene ya desde el principio, como nacido sin pecado, la razón pura, autoconocimiento y omniconocimiento como Dios-hombre que ha asumido la humanidad inmaculada, la naturaleza humana pura y es el principio de su restauración.
La visión creadora del logos está aquí unida con una antropología especulativa. El Dios-hombre es originariamente y después temporalmente la humanidad orgánica general, el tronco vital fundamental y común a todos los hombres. De esta manera pueden unirse un realismo creador y un realismo objetivo del mundo corpóreo; y el naturalismo se disuelve en los superhombres en un espiritualismo, hasta que se realice la reformatio definitiva de todos los buenos en el estado primitivo situado al final de los tiempos. Todo el cristianismo positivo puede así disolverse en un esplritualismo histórico-evolutivo; concepción increíblemente osada para el siglo ix y, pese a su unilateralismo, admirable.
Es singularmente significativo el hecho de que Erígena, gracias a la proximidad de Agustín, no haya sucumbido por un solo momento al peligro inmediato de estancarse en una metafísica de los instintos e impulsos. La doble vertiente de su hiperrealismo, la forma vitalista e inteligible de su concepto vital, es la pura expresión de su personalidad, de un hombre de inteligencia estimulado por el sentimiento, que se apropia los elementos tradicionales que le convienen. Desplazando la razón pura al punto final del desarrollo, el personalismo agustiniano se convierte en un elemento muy reducido del conjunto de su sistema; pero a la personalidad se le abren de par en par, por decirlo así, las puertas de la actividad vital fenoménica. Lo que ha conseguido Erígena en este aspecto, desarrollando la obra de San Agustín De vera religione, entra a formar parte de lo más genial que se haya filosofado nunca sobre la personalidad; sólo que no pertenece ya directamente a la metafísica. Sólo en cuanto el despliegue espiritual de la humanidad determina el proceso vital universal en su forma definitiva, constituye su doctrina sobre la personalidad el remate del sistema metafísico. El retorno de la evolución a su punto de partida vital-ideal completa la visión total del universo. El reditus está determinado esencialmente de manera antropológica, de suerte que hay que estudiarlo aquí antes de la doctrina acerca de la evolución del mundo. Como la evolución acontece en la esfera de la libertad, en cuanto la legalidad vital le deja espacio, el estado final, después de la repartición de buenos y malos en su estado definitivo, depende de la voluntad humana. El fin de la evolución es la bienaventuranza de los buenos, su retorno definitivo y consciente a Dios. En esto consiste su deificatio; cesa el proceso de la evolución de Dios, del mundo y de lá vida, y la humanidad y la naturaleza son absorbidas en la infinita paz eterna de Dios. Así, pues, la teología es esencialmente escatología; más aún, éste es el sentido total de la soteriología como inversión del decursus de la historia de la humanidad, como su resurrección y ascensión. Toda la religión positiva queda disuelta en un progresismo racionalista y optimista, cuyos principios y cuyo objetivo final están determinados necesariamente, pero en el que moralmente cada uno en particular tiene abiertas todas las posibilidades de su desarrollo y evolución.
El problema principal del retorno es saber cómo dentro de este progresismo optimista del tronco vital tienen sitio todavía el mal y el castigo. Los principales misterios cristianos son sólo el lenguaje simbólico de este progreso. La resurrección de Cristo es sólo particularmente en el primer hombre ideal, lo que será generaliter en la totalidad del hombre espiritual, de la ecclesia universalis, es a saber, la eliminación del divorcio entre espíritu y sensualidad, la reunificación de varón y hembra en el ser humano puro, la vuelta al paraíso, más aún: propiamente y al final, el paraíso como adunatio orbis te-rrarum, la confluencia de todos los seres en la naturaleza espiritual. La ascensión es la elevación gloriosa a la igualdad con la naturaleza angélica y la restauración del cuerpo disuelto con los elementos eternos marcados por el cuerpo; es su status glorioso, que reasume el cuerpo en el espíritu, la humanidad en las causae primordiales y la naturaleza entera en Dios mismo (V, 8). El mal no aparece con la materialidad de las naturalezas puras en sí. Estas revisten las concretiones elementorum solamente por sus instintos y sus cambios irracionales, por los afectos y pasiones, naturales y buenos en el animal, pero antirra-cionales en el hombre, que le precipitan en la muerte corpórea y espiritual. Sólo los instintos perversos no dirigidos hacia arriba son el mal. Como naturalmente buena, incluso la naturaleza de los demonios y pecadores es indestructible. También ésta permanece incluida en el reditus como sujeto del castigo. Los instintos son sólo ilícitos en cuanto abuso de la libre voluntad, y en esto sólo consiste el pecado original. El ímpetus bestialis, el instinto y tendencia animal, tiene su castigo en sí mismo y es la única causa de castigo. Pues como el ímpetus libidinosus es contenido en los límites naturales de suerte que no alcanza lo que quiere, la tristitia de no poder conseguir nada de los deseos terrestres es el sentido del infierno. La información puramente interior de los pecadores con las representaciones forzosas de la maldad en su conciencia es el castigo inmanente, como también la idolatría no es otra cosa que los deliramento falsarum libidinum (V, 36). Con increíble audacia quedan así el infierno y la sensualidad disueltos en la libido, en el instinto insaciable. Sólo permanece la tristitia. La misma época y el mismo paisaje céltico que creó la leyenda de Tristán, crea aquí el romanticismo teórico de una nostalgia que desde la nebulosidad nórdica suspira por el luminoso mundo clásico de las claras formas de vida. La exclamación: Pater clarifica me, es el sentimiento vital y la oración del primer gran filósofo nórdico, el sentido ¦de la humanidad y la vuelta a la razón pura.