Eckhart Sermão 38

MESTRE ECKHART — SERMÕES
SERMÓN XXXVIII — In illo tempore missus est angelus Gabriel a deo: ave gratia plena, dominus tecum.

Estas palabras las escribe San Lucas: «En aquel tiempo, Dios envió al ángel Gabriel». ¿En qué tiempo? «En el sexto mes» en el que Juan Bautista se hallaba en el vientre de su madre (Cfr. Lucas 1, 26 y 28).

Si alguien me preguntara: ¿Por qué rezamos, por qué ayunamos, por qué hacemos todas nuestras obras, por qué somos bautizados, por qué se hizo hombre Dios, lo cual fue (el hecho) más sublime?, yo diría: A fin de que Dios naciera en el alma y el alma naciera en Dios. Por esta razón se escribió toda la Escritura, por ello creó Dios el mundo y toda la naturaleza angelical: para que Dios naciera en el alma y el alma naciera en Dios. La naturaleza de cualquier grano tiene el trigo por objeto, y la naturaleza de todo tesoro tiene el oro por objeto, y todo alumbramiento tiene el ser humano por objeto. Por ello dice un maestro: No se encuentra ningún animal que no tenga algo en común con el hombre.

«En aquel tiempo.» Al principio, cuando la palabra es recibida por mi entendimiento, ella es tan acendrada y sutil que es una palabra verdadera antes de ser configurada en mi pensamiento. En tercera (instancia) es pronunciada exteriormente por la boca y luego no es sino una manifestación de la palabra interior. Así también, la palabra eterna es pronunciada interiormente en el corazón del alma, en lo más íntimo, en lo más acendrado, en la cabeza del alma, de la que hablé el otro día, (o sea) en (el) entendimiento: ahí adentro se realiza el nacimiento. Quien no tuviera nada fuera de una idea plena y una esperanza de que así fuese, tendría ganas de saber cómo se realiza ese nacimiento y qué es lo que ayuda para que tenga lugar.

San Pablo dice: «En la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo» (Gal. 4,4). San Agustín explica qué es «la plenitud del tiempo». «Allí, donde ya no hay tiempo, se da “la plenitud del tiempo”.» Cuando ya no queda nada del día, el día está en su plenitud. Esta es una verdad fundamental: cuando comienza este nacimiento, todo el tiempo debe haber desaparecido, porque no hay nada que ponga tantos obstáculos a ese nacimiento como (el) tiempo y (las) criaturas. Es una verdad segura que el tiempo no puede tocar ni a Dios ni al alma en cuanto a su naturaleza. Si el alma pudiera ser tocada por (el) tiempo, no sería alma, y si Dios pudiese ser tocado por (el) tiempo, no sería Dios. Pero, si fuera posible que el tiempo tocara al alma, Dios nunca podría nacer en ella, y ella no podría nacer jamás en Dios. Cuando Dios ha de nacer en el alma, todo cuanto es tiempo la debe haber abandonado, o ella debe haberse escapado del tiempo con (su) voluntad o (sus) anhelos.

(He aquí) otro significado de «plenitud del tiempo». Si alguien tuviera la habilidad y el poder de modo que pudiese concentrar en un «ahora» presente el tiempo y todo cuanto jamás ha sucedido en el tiempo, durante seis mil años, y lo que todavía habrá de acontecer hasta el fin, esto sería «plenitud del tiempo». Ese es el «ahora» de la eternidad en el que el alma conoce en Dios todas las cosas como nuevas y lozanas y presentes, y con el placer (con que conozco las cosas) que tengo presentes ahora mismo. El otro día leí en un libro — ¡ojalá alguien supiera escrutarlo a fondo! — que Dios hace al mundo ahora como en el primer día cuando creó al mundo. En este (aspecto) Dios es rico y esto es el reino de Dios. El alma en la cual Dios habrá de nacer, debe ser abandonada por el tiempo y escaparse del tiempo, y ha de elevarse y persistir con la mirada fija en esta riqueza divina: ahí hay extensión sin extensión y anchura sin anchura; ahí el alma conoce todas las cosas y las conoce perfectamente.

Los maestros escriben que sería inverosímil si se afirmara cuál es la extensión del cielo: (pero), la menor potencia que se halla en mi alma es más extensa que el extenso cielo; para ni siquiera hablar del entendimiento que es extenso sin extensión. En la cabeza del alma, (o sea) en (el) entendimiento, me hallo tan cerca del lugar (que se encuentra) a más de mil millas de allende el mar, como del lugar que ocupo ahora. En esa extensión y en esa riqueza de Dios conoce el alma, ahí nada se le escapa y ahí ya no espera nada.

«El ángel fue enviado.» Dicen los maestros que la cantidad de ángeles constituye un número más allá de todo número. Su cantidad es tan grande que ningún número los puede abarcar; tampoco es posible imaginar su número. Para quien fuese capaz de concebir (la) diferenciación sin número y sin cantidad, ciento sería lo mismo que uno. Aunque hubiera cien personas en la divinidad: aquel que supiera distinguir sin número ni cantidad, no conocería más que un solo Dios. La gente incrédula y algunas personas cristianas iletradas se sorprenden de ello, incluso algunos frailes saben al respecto tan poco como una piedra: entienden por tres, tres vacas o tres piedras. Pero quien sabe concebir la diferenciación en Dios sin número ni cantidad, éste conoce que tres personas son un solo Dios.

El ángel tiene también muy alto nivel: los más distinguidos de los maestros dicen que cada ángel posee una naturaleza entera. Es como si hubiera un hombre que tuviese todo cuanto todos los hombres juntos han poseído alguna vez, lo que poseen ahora y habrán de poseer en cualquier momento, en lo que a poder y sabiduría y todas las cosas se refiere, esto sería un milagro y, sin embargo, él no sería nada más que un hombre, porque ese hombre poseería todo cuanto tienen todos los hombres y, no obstante, se hallaría lejos de los ángeles. Así, pues, cualquier ángel posee una naturaleza entera (para sí) y se halla separado de otro, como un animal de otro que es de diferente especie. Dios es rico en esa cantidad de ángeles, y quien llega a conocer este hecho, conoce el reino de Dios. Ella (= la cantidad de ángeles) representa el reino de Dios, así como un señor es representado por la cantidad de sus caballeros. Por ello se llama: «Un señor-Dios de los ejércitos» (Isaías 1, 24 et passim). Toda esa cantidad de ángeles, por sublimes que sean, colaboran y ayudan para que Dios nazca en el alma, es decir: sienten placer y alegría y deleite por el nacimiento; (mas) no obran nada. Ahí no existe ninguna obra de las criaturas, pues Dios opera, Él solo, el nacimiento: en este aspecto les corresponde (sólo) una obra servil a los ángeles. Todo cuanto coopera en ello, constituye una obra servil.

El ángel se llamaba «Gabriel». Hizo también lo que decía su nombre. (En el fondo) se llamaba tan poco Gabriel como Conrado. Nadie puede conocer el nombre del ángel. Allí donde el ángel recibe su nombre, no ha llegado jamas ningún maestro ni inteligencia alguna; acaso sea innominado. El alma tampoco tiene nombre; así como no se puede hallar ningún nombre propiamente dicho para Dios, tampoco se puede encontrar ningún nombre propiamente dicho para el alma, si bien se han escrito gruesos libros sobre este (tema). Pero, en cuanto ella (= el alma) fija sus miradas en las obras, se le da un nombre. Un carpintero: éste no es su nombre, pero recibe el nombre por la obra en la cual demuestra ser maestro. El nombre «Gabriel» lo tomó de la obra cuyo encargado era, porque «Gabriel» significa «fortaleza» (Cfr. Lucas 1, 35). En tal nacimiento, Dios opera poderosamente o produce fortaleza. ¿A qué cosa tiende toda la fuerza de la naturaleza?… a que ella quiere engendrar a sí misma. ¿A qué tiende toda la naturaleza que actúa en el nacimiento?… a que quiere engendrar a ella misma. La naturaleza de mi padre quería, en su naturaleza (de padre), engendrar a un padre. Cuando eso no fue posible, quiso engendrar un (algo) que le fuera parecido en todo. Cuando tampoco le alcanzó la fuerza (para tal cosa), produjo lo más parecido de que era capaz: esto era un hijo. Mas, cuando la fuerza alcanza para menos aún o hay otro contratiempo, produce un hombre menos parecido aún. Pero en Dios, hay plena fuerza; por eso produce su vivo retrato en su nacimiento. Todo lo que es Dios, en cuanto a poder y verdad y sabiduría, lo engendra íntegramente en el alma.

San Agustín dice: «El alma se iguala a aquello que ama. Si ama cosas terrestres, se vuelve terrestre. Si ama a Dios» — podría preguntarse — «se convierte entonces en Dios?» Si yo dijera tal cosa les parecería increíble a quienes tienen la inteligencia demasiado pobre y no lo comprenden. Pero San Agustín dice: «Yo no lo digo, antes bien os remito a la Escritura que expresa: “He dicho que sois dioses”» (Salmo 81, 6). Quien poseyera un poco no más de la riqueza a la que me he referido antes, sea (que le haya echado) una mirada, o sea (que tenga) sólo una esperanza o convicción (respecto a ella), ¡éste sí lo comprendería bien! Nunca cosa alguna llegó a ser tan afín ni tan igual ni tan unida por un nacimiento, como le sucede al alma para con Dios en ese nacimiento. Si se ocasiona algún impedimento, de modo que ella no se (le) asemeja en todo sentido, no es culpa de Dios; en la medida en que se pierden sus insuficiencias, en esta misma medida Él se la iguala. El hecho de que el carpintero no pueda hacer una casa hermosa con madera apolillada, no es culpa suya, la falla reside en la madera. Lo mismo sucede con la operación divina en el alma. Si el ángel más humilde pudiera configurarse o nacer en el alma, todo el mundo no sería nada en comparación; porque gracias a una sola chispita del ángel, reverdece, se cubre de hojas y resplandece todo cuanto hay en el mundo. Mas, este nacimiento lo obra Dios mismo; ahí el ángel no puede realizar ninguna obra fuera de una obra servil.

«Ave», esto quiere decir, «sin dolor». Quien se abstiene de las criaturas, se halla «sin dolor» y sin infierno, y quien es y tiene criatura en un grado mínimo, tiene un mínimo de dolor. He dicho algunas veces: Quien posee lo menos del mundo, lo posee en grado máximo. A nadie el mundo le pertenece tanto como a aquel que ha dejado a todo el mundo. ¿Sabéis por qué razón Dios es Dios? Dios es Dios porque carece de criatura. Él nunca se nombró en el tiempo. En el tiempo hay criaturas y pecado y muerte. En cierto sentido éstos tienen un parentesco, y como el alma ahí se ha escapado del tiempo, no hay (en esa situación) ni dolor ni pena; ahí hasta el infortunio se le convierte en alegría. Todo cuanto se puede imaginar jamás de placer y de alegría, de deleite y de cosas dignas de ser amadas, si se lo compara con el deleite inherente a ese nacimiento, no es alegría.

«Llena de gracia.» La más insignificante de las obras de la gracia es más elevada que todos los ángeles en (su) naturaleza. Dice San Agustín que una obra de gracia, hecha por Dios — por ejemplo, que convierte a un pecador y hace de él un hombre bueno -, es más grande que si creara un mundo nuevo. A Dios le resulta tan fácil darles vuelta (el) cielo y (la) tierra, como es para mí darle vuelta una manzana en mi mano. Donde hay gracia dentro del alma, allí (todo) es tan puro y tan semejante y afín a Dios, y (la) gracia carece tanto de obra como no la hay en el nacimiento del cual he hablado antes. (La) gracia no realiza ninguna obra. San «Juan nunca hizo ningún prodigio» (Juan 10, 41)15. La obra (empero) que el ángel opera en Dios (= la obra servil) es tan sublime que nunca maestro o intelecto algunos podrían llegar a comprenderla. Pero, de esa obra cae una astilla — como cae una astilla de una viga que se desbasta — (o sea) un resplandor; eso sucede allí donde el ángel con su parte más baja toca el cielo; por ello reverdece y florece y vive todo cuanto hay en este mundo. A veces hablo de dos manantiales. Aunque parezca extraño, hemos de hablar según nuestra mentalidad. Un manantial del que surge la gracia, se halla allí donde el Padre engendra a su Hijo unigénito; de ese (manantial) surge la gracia, y allí ella emana de esa misma fuente. Otro manantial es aquel donde las criaturas emanan de Dios; aquella fuente dista tanto de la otra, donde surge la gracia, como el cielo de la tierra. (La) gracia no opera. Allí donde el fuego se halla en su naturaleza (ígnea), allí no perjudica ni enciende. El ardor del fuego es lo que enciende acá abajo (= en esta tierra). Mas, aun donde el ardor se encuentra en la naturaleza del fuego, no enciende y es inofensivo. Pero, allí donde el ardor se halla dentro del fuego, allí dista tanto de la verdadera naturaleza del fuego como el cielo de la tierra. (La) gracia no realiza ninguna obra; es demasiado sutil para ello; obrar le resulta tan distante como dista el cielo de la tierra. Una internación en Dios y un apego a Él y una unión con Él, esto es (la) gracia, y ahí «Dios está contigo», porque esto sigue de inmediato (luego de la salutación).

«Dios contigo»… ahí se opera el nacimiento. A nadie le debe parecer imposible llegar hasta ese punto. Por más difícil que sea ¿qué me importa, ya que Él opera? Todos sus mandamientos me resultan fáciles de observar. Si Él me da su gracia, que me mande todo cuanto quiera, lo considero nonada y todo me resulta poca cosa. Algunos dicen que no tienen nada de esto; a lo cual digo yo: «Lo lamento. Pero ¿es que lo deseas?»… «¡No!»… «Lo lamento más aún». Cuando uno no puede tenerlo, que abrigue por lo menos el deseo de poseerlo. Y cuando uno no puede tener el deseo, entonces que anhele tener el deseo. Dice David: «He anhelado desear tu justicia, Señor» (Salmo 118, 20).

Que Dios nos ayude para que deseemos que Él quiera nacer en nosotros. Amén.