Eckhart – Das obras interiores e exteriores

Das obras interiores e exteriores
23. De las obras interiores y exteriores.
( Pongamos el caso de ) que un hombre quisiera ensimismarse con todas sus potencias, las internas y las externas, y en ese estado se hallaría de tal manera que en su interior no hubiera ninguna representación ni impulso forzoso alguno ( que lo hiciera obrar ) y él se encontraría, pues, sin ninguna actividad, ni interna ni externa entonces uno debe observar bien si, estando así las cosas, ( el hombre ) no se siente impulsado espontáneamente a obrar. Pero, si resulta que no es atraído por ninguna obra y no tiene ganas de hacer nada, él debe obligarse a la fuerza a ( emprender ) una obra, ya sea interior o exterior -porque el hombre no debe contentarse con nada por bueno que ello parezca o sea- esto ( ha de ser ) para que el hombre aprenda a cooperar con su Dios cuando él ( en otra ocasión ) se halle bajo una fuerte presión o coacción ( por obra divina ) de modo tal que uno más bien puede tener la impresión de que el hombre, en vez de obrar, es obrado. No ( se trata ) de que uno deba huir o escaparse o desdecir de su interior, sino que justamente dentro de él y con él y a partir de él aprenda a obrar, haciendo que la intimidad se abra paso hacia la actividad y que uno conduzca la actividad hacia la intimidad y que de esta manera uno se acostumbre a obrar sin coacción. Pues hay que dirigir las miradas hacia esa obra íntima y obrar a partir de ella, ya sea leyendo, rezando o -si corresponde- haciendo una obra externa. Pero, si la obra externa está por destruir la interna, hay que dedicarse a la interna. Mas, si ambas pudieran existir de consuno, sería lo mejor para que así cooperáramos con Dios.

Ahora una pregunta: ¿Cómo ha de haber una cooperación allí donde el hombre se ha despojado de sí mismo y de todas sus obras y, -según dijo San Dionisio: Habla lo más hermosamente de Dios, aquel que gracias a la plenitud de su riqueza interior es capaz de guardar el más profundo silencio sobre Él- allí, pues, donde se van hundiendo las imágenes y obras, la loa y el agradecimiento o cualquier otra obra que podamos hacer?

Una respuesta: Una sola obra nos queda justamente y por excelencia, ésta es la anulación de uno mismo. Sin embargo, por grandes que sean esta anulación y este achicamiento de uno mismo, siguen siendo defectuosos si Dios no los completa dentro de uno mismo. Sólo cuando Dios humilla al hombre por medio del hombre mismo, la humildad es completamente suficiente; y sólo así y no antes se hace lo suficiente para el hombre y para la virtud y antes no.

Una pregunta: Pero Dios ¿ cómo ha de anular al hombre por sí mismo? Parece como si esta anulación del hombre constituyera un ensalzamiento ( operado ) por Dios, porque el Evangelio dice: «El que se humillare, será ensalzado» ( Mateo 23, 12; Lucas 14, 11 ).

Respuesta: ¡Sí y no! Él debe humillarse él mismo y esto no puede ser suficiente a no ser que lo haga Dios; y ha de ser ensalzado, pero no en el sentido de que el humillarse sería una cosa y otra el ser ensalzado. Antes bien, la altura máxima del ensalzamiento reside justamente en el profundo fondo de la humillación. Porque, cuanto más hondo y bajo sea el fondo, tanto más altas e inconmensurables serán la elevación y la altura, y cuanto más hondo sea el pozo, tanto más alto es, a la vez; la altura y la profundidad son una sola cosa. Por eso, cuanto más pueda humillarse una persona, tanto más alta será. Y por eso dijo Nuestro Señor: «Si alguno quiere ser el más grande ¡que se haga el más humilde entre vosotros!» ( Cfr. Marcos 9, 34 ). Quien quiere ser aquello debe llegar a ser esto. Aquel ser se encuentra tan sólo en este llegar-a-ser. Quien llega a ser el más humilde, éste es, en verdad, el más grande, pero quien ha llegado a ser el más humilde, ya es ahora el más grande de todos. Y de esta manera se confirma y se cumple la palabra del evangelista: «¡El que se humillare, será ensalzado!» ( Mateo 23, 12; Lucas 14, 11 ). Pues toda nuestra esencia no se funda en nada que no sea un anularse.

«Se han enriquecido con todas las virtudes» ( Cfr. 1 Cor. 1,5 ), así está escrito. A fe mía, algo así no puede suceder nunca si uno antes no llega a ser pobre en todas las cosas. Quien quiere recibir todas las cosas, debe también deshacerse de todas las cosas. Éste es un trato justo y un trueque equitativo, según dije una vez, hace mucho ya. Por ello, como Dios nos quiere dar a Él mismo y todas las cosas para que sean libre propiedad nuestra, nos quiere quitar del todo cualquier propiedad. Sí, en verdad, Dios no quiere en absoluto que poseamos tanta cosa propia como la que pueda haber en mis ojos. Porque de todos los dones que nos dio alguna vez, ya sean dones de la naturaleza, ya sean dones de la gracia, nunca dio nada sin querer que no poseyéramos nada en carácter de propiedad; y ni a su Madre ni a ningún hombre ni a ninguna criatura nunca les dio en modo alguno semejante ( propiedad ). Y para enseñarnos y otorgársenos, nos quita a menudo ambos bienes, el material y el espiritual. Porque la posesión de la honra no debe ser nuestra sino únicamente suya. Nosotros, en cambio, debemos tener las cosas sólo como si nos hubieran sido prestadas y no dadas, sin ( pretender que sean ) propiedad nuestra, ya se trate del cuerpo o del alma, de los sentidos, las potencias, los bienes externos o la honra, los amigos, los parientes, la casa, la finca y todas las cosas.

Pero, si Dios se obstina tanto en ello ¿qué se propone?

Pues Él quiere pertenecernos solo y totalmente. Lo quiere y se lo propone, y se obstina sólo en que pueda serlo y que se lo permitan. En este hecho residen su máximo deleite y placer. Y cuanto más y en forma más extensa pueda serlo, tanto mayores serán su deleite y su alegría; pues, cuanto más poseamos de todas las cosas, tanto menos lo poseeremos a Él, y cuanto menor sea nuestro amor a todas las cosas, tanto más lo tendremos a Él con todo cuanto Él puede ofrecer. Por eso, cuando Nuestro Señor quiso hablar sobre todas las bienaventuranzas, puso a la cabeza de todas ellas la pobreza en espíritu, y ella era la primera en señal de que toda bienaventuranza y perfección, sin excepción alguna, comienzan con la pobreza en espíritu. Y, en verdad, si hubiera un fundamento sobre el cual se pudiera erigir todo el bien, ese fundamento no existiría sin esta ( virtud ).

Si nos mantenemos libres de las cosas que se hallan fuera de nosotros, Dios nos quiere dar, en cambio, todo cuanto hay en el cielo y el cielo mismo con todo su poder, ah sí, y todo cuanto de él alguna vez ha emanado y lo que tienen todos los ángeles y santos para que sea tan nuestro como es de ellos, y aun más de lo que me pertenece cualquier cosa. A cambio de que yo, por amor de Él, salga de mí mismo, Dios me pertenecerá totalmente con todo cuanto es y puede ofrecer, ( me pertenecerá ) tanto a mí como a sí mismo, ni más ni menos. Me pertenecerá mil veces más de lo que jamás un hombre cualquiera haya obtenido, guardándolo en el arca, o de lo que se haya poseído a sí mismo. Nunca cosa alguna nos ha pertenecido tanto como Dios será mío con todo cuanto puede y es.

Esta propiedad debemos ganárnosla careciendo en esta tierra de toda posesión de nosotros mismos y de todo cuanto no es Él. Y cuanto más perfecta y desnuda sea esta pobreza, tanto más nos pertenecerá esta propiedad. Pero no debemos poner nuestras miras en semejante recompensa ni contemplarla nunca, y el ojo jamás habrá de fijarse, aunque fuera por una sola vez, en si ganamos o recibimos algo fuera del amor a la virtud. Pues, cuanto menos atados estemos a la posesión, tanto más nos pertenecerá, como dice San Pablo, ( este hombre ) noble: «Debemos tener como si no tuviéramos y, sin embargo, poseer todas las cosas» ( Cfr. 2 Cor. 6, 10 ). No tiene propiedad quien no apetece ni quiere tener nada, ni en sí mismo, ni con respecto a todo aquello que se halla fuera de él, ah sí, y ni siquiera en lo que a Dios y a todas las cosas se refiere.

¿Quieres saber qué es un hombre verdaderamente pobre?

Verdaderamente pobre en espíritu es aquel hombre que es capaz de prescindir de todo cuanto no es necesario. Por ello, quien estaba desnudo en su tonel, le dijo a Alejandro Magno que dominaba todo el mundo: «Yo soy -así dijo- un señor mucho más grande que tú; pues he despreciado más, de lo que tú has conquistado. Lo que a ti te parece valiosa posesión, me resulta demasiado pequeño para ( siquiera ) despreciarlo». Quien puede prescindir de todas las cosas y no las necesita, es mucho más feliz que aquel que posee las cosas considerándolas necesarias. El mejor de todos es aquel hombre que puede prescindir de lo que no le hace falta. Por lo tanto: quien en grado máximo puede prescindir ( de las cosas ) y despreciarlas, ha dejado más que ningún otro. Parece una gran cosa cuando un hombre, por amor de Dios, reparte mil marcos en oro y edifica con su dinero muchas ermitas y conventos y da de comer a todos los pobres; esto sería una gran cosa. Pero sería mucho más feliz aquel que despreciara lo mismo por amor de Dios. Poseería un verdadero reino de los cielos aquel hombre que por amor de Dios sería capaz de renunciar a todas las cosas, sea cual fuera lo que Dios diera o no diera.

Ahora dices tú: Ah sí, señor, ¿no seré yo con mis flaquezas un impedimento y obstáculo para que eso suceda?

Si tienes flaquezas, ruega a Dios con frecuencia ( preguntándole ) si no redundaría en su honor y si le gustaría quitártelas; porque sin Él no eres capaz de ( hacer ) nada. Si te las quita, dale las gracias; mas, si no lo hace, lo soportarás por amor de Él, pero ya no como pecaminosa flaqueza, sino como un gran ejercicio con el cual has de ganarte una recompensa y ejercitarte en la paciencia. Debes estar contento si te da o no su don.

Él da a cada cual aquello que es lo óptimo para él y le resulta adecuado. Cuando hay que cortar un saco para una persona, se debe hacer de acuerdo con sus medidas; y el ( saco ) que le queda bien a uno, a otro no le asienta para nada. A cada uno se le toma la medida según le queda bien. Así, Dios le da también a cada uno lo mejor de todo, según sabe que es lo más adecuado para él. En verdad, quien a este respecto confía completamente en Él, recibe y posee lo más exiguo lo mismo que si fuera lo máximo. Si Dios quisiera darme lo que dio a San Pablo, lo aceptaría gustosamente con tal de que Él lo deseara ( así ). Pero, como no me lo quiere dar -porque de acuerdo con su voluntad hay muy pocas personas que ya en esta vida llegan a tener semejante saber ( como San Pablo )- si Dios, pues, no me lo da, lo amo exactamente lo mismo e igualmente le doy muchas gracias y estoy del todo contento, tanto cuando me lo niega como cuando me lo da; y con tal de que yo esté bien encaminado, me resulta suficiente lo mismo y aprecio tanto ( lo que me niega ) como si me lo diera. De veras, debería contentarme con la voluntad divina de modo tal que, con respecto a todas las cosas que quisiera obrar o dar, su voluntad habría de serme tan querida y cara que no me resultaría menos valiosa que en el caso de que me diera ese don a mí y obrara en mí ese ( efecto ). De este modo todos los dones y obras de Dios serían míos, y por más que todas las criaturas hicieran lo mejor o lo peor de que serían capaces con el fin de robármelos, no podrían hacerlo. ¿Cómo puedo entonces quejarme si los dones de todos los hombres son míos? De veras, me bastaría tan completamente lo que Dios me hiciera o diera o no diera, que yo no querría pagar un solo penique por llevar la mejor vida que podría imaginarme.

Ahora dices tú: ¡Me temo que no tenga bastante empeño y no insisto tanto como podría hacerlo!

Pues apénate de ello y sopórtalo con paciencia y tómalo como ejercicio y quédate en paz. Dios sufre gustosamente la ignominia y las penas, y quiere de buen grado prescindir del servicio y de la loa para que aquellos que lo aman y le pertenecen tengan paz en su fuero íntimo. Entonces, ¿por qué no habríamos de tener paz, no importa lo que Él nos diera o lo que nos faltara? Escrito está y lo dice Nuestro Señor que «son bienaventurados quienes sufren por la justicia» ( Mateo 5, 10 ). De veras, si un ladrón a quien se estuviera por colgar ( y ) que bien lo tuviera merecido a causa de sus hurtos, o un individuo que hubiera asesinado y a quien con justicia estuvieran por enrodar, si ellos -( digo )- pudieran llegar a comprenderlo en su fuero íntimo, ( pensando ): Mira, estás dispuesto a sufrirlo en aras de la justicia pues lo tienes bien merecido, ellos obtendrían inmediatamente la bienaventuranza. De veras, por injustos que seamos, si aceptamos como justo lo que Dios nos hace o no hace, y sufrimos por amor de la justicia, entonces somos bienaventurados. Por eso, no te lamentes, laméntate tan sólo de que todavía te lamentes y no estés contento; sólo puedes lamentarte de que tengas demasiado. Pues, quien tuviera recta disposición, recibiría tanto en la indigencia como ( si fuera ) propietario.

Ahora dices tú: Mira pues, Dios opera cosas muy grandes en numerosas personas y de esta manera los transubstancia mediante el ser divino y es Dios quien opera en ellos, pero no ellos.

Entonces dale gracias a Dios por amor de ellos, y si te lo da a ti, ¡acéptalo, en el nombre de Dios! Si no te lo da, debes prescindir de ello de buen grado; piensa sólo en Él y no te hagas problema por si Dios opera tus obras o si lo haces tú; porque si tú estás pensando únicamente en Él, Dios tiene que obrarlas, quiéralo o no.

No te preocupes tampoco por ( saber ) cuál es la índole y el modo de ser que Dios da a una persona. Si yo fuera tan bueno y santo que tuvieran que levantarme ( al nivel ) de los santos, la gente hablaría e investigaría a su vez si era por gracia o por naturaleza lo que había en ello, y al hacerlo, se inquietarían. Eso está mal. Deja que Dios opere en ti, reconoce que la obra es suya, y no te preocupes por si Él opera junto con la naturaleza o en forma sobrenatural: ambas son suyas, la naturaleza al igual que la gracia. ¿Qué te importa la cosa con la cual le conviene obrar o lo que obra en ti o en otra persona? Él ha de obrar cómo y dónde y de qué manera le place.

A un hombre le hubiera gustado desviar un manantial hacia su jardín y dijo: «Con tal de que consiga el agua, no me interesa la clase de caño por el cual fluye, ya sea de hierro o de madera o de hueso o ( si está ) oxidado, siempre que consiga el agua». Así pues, proceden muy equivocadamente quienes se desconciertan respecto al medio con el cual Dios opera en ti sus obras, si es por naturaleza o por gracia. Déjalo operar a Él solo y quédate en paz.

Porque, cuanto te has adentrado en Dios, tanto estás en paz, y cuanto ( te hallas ) apartado de Dios, tanto estás apartado de la paz. Si algo se encuentra únicamente en Dios, entonces tiene paz. Cuanto en Dios, tanto en paz. Cuánto estás adentrado en Dios o también si no es así, conócelo por lo siguiente: si tienes paz o desasosiego. Pues, ahí donde tienes desasosiego has de tenerlo necesariamente, porque el desasosiego proviene de la criatura y no de Dios. Tampoco hay nada en Dios que sea temible; todo cuanto hay en Dios sólo es digno de ser amado. Del mismo modo no hay nada en Él que sea motivo de tristeza.

Quien tiene su plena voluntad y su deseo ( cumplido ), tiene alegría. Pero ésta no la tiene nadie sino aquel cuya voluntad es completamente una con la de Dios. ¡Que Dios nos dé esta unión! Amén.