Dom Columba Marmion — La oración en Cristo
Excertos
¿Qué es oración? Digamos que es una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial. Notad las palabras «conversación del hijo de Dios»: las he empleado muy intencionadamente. Se encuentran a veces hombres que no creen en la divinidad de Cristo, como ciertos deístas del siglo XVIII, como aquellos que en tiempo de la Revolución establecieron el culto del Ser Supremo, e inventaron oraciones a la «Divinidad»: pensaron, quizá, deslumbrar a Dios con sus oraciones; pero todo era vano juego de un espíritu puramente humano, que Dios no podía aceptar.
No es así nuestra oración. No es una conversación del hombre, simple criatura, con la divinidad, sino una conversación del hijo de Dios con su Padre celestial para adorarle, alabarle, manifestarle su amor, tratar de conocer su voluntad, y obtener de El la ayuda necesaria para cumplirla.
En la oración nos presentamos a Dios en calidad de hijos, calidad que eleva esencialmente nuestra alma a un orden sobrenatural. Sin duda alguna, no debemos jamás olvidar nuestra condición de criaturas, es decir, nuestra nada; pero el punto de partida, o, por mejor decir, el terreno sobre el que debemos colocarnos en nuestras relaciones con Dios, es el plano sobrenatural; en otros términos: es nuestra filiación divina, nuestra calidad de hijos de Dios por la gracia de Cristo, la que debe determinar nuestra actitud fundamental, y, por decirlo así, servirnos de hilo conductor en la oración.
Veamos cómo San Pablo aclara este punto. «No sabemos, dice, lo que debemos pedir a Dios en la oración según nuestras necesidades, pero el Espíritu Santo viene en ayuda de mlestra insuficiencia. El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Ahora bien, dice San Pablo en el mismo lugar: este Espíritu que debe rogar por nosotros y en nosotros es «el Espíritu de adopción, que testifica que somos hijos de Dios y sus herederos, y que nos hace clamar a Dios: «¡Padre, Padre!» (ib. 8,15). Este Espíritu nos fue dado después que, «llegada la plenitud de los tiempos, nos envió Dios a su Hijo para concedernos la adopción de hijos» (Gál 4, 4-5). Y porque la gracia de Cristo nos hace sus hijos, «Dios envió también a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos autoriza a rogar a Dios como a un Padre» (+Rm 8,15; 2Cor 1,22).
Y es que, en verdad, «ya no somos extranjeros, ni huéspedes de paso, sino miembros de la familia de Dios, de aquella mansión de la que Jesucristo es piedra angular» (Ef 2,20).
Así, pues, el Espíritu que recibimos en el Bautismo, en el sacramento de nuestra adopción divina, es el que nos hace clamar a Dios: «Vos sois nuestro Padre». ¿Qué quiere decir esto sino que, como consecuencia de nuestra filiación divina, tenemos el derecho y el deber de presentarnos ante Dios como sus hijos? Escuchemos a Nuestro Señor mismo, El vino para ser la «luz del mundo», y sus palabras, «llenas de verdad», nos indican «el camino». «Yo soy luz del mundo y el camino y la verdad» (Jn 8,12; 14,6).
Mas este trato o conversación del hijo de Dios con su Padre celestial se verifica bajo la acción del Espíritu Santo.- En efecto, Dios, por medio del profeta Zacarías, había prometido que, en la Nueva Alianza, «derramaría sobre las almas el espíritu de gracia y de oración» (Zac 12,10). Este espíritu es el Espíritu Santo, el Espíritu de adopción, que Dios envía a los corazones de aquellos que tiene predestinados a ser sus hijos en Cristo Jesús. Los dones que este Espíritu divino infunde en nuestras almas el día del bautismo, juntamente con la gracia, nos ayudan en nuestras relaciones con el Padre celestial. El don de temor nos llena de reverencia ante su divino acatamiento; el don de piedad hace compatible con esa reverencia la ternura propia de un hijo hacia su padre; el don de ciencia presenta al alma con nueva luz las verdades de orden natural, el don de inteligencia la hace penetrar en las profundidades ocultas de los misterios de la fe; el don de sabiduría le da el gusto, el conocimiento afectivo de las verdades reveladas. Los dones del Espíritu Santo son disposiciones muy reales a las que no prestamos bastante atención; por ellos el Espíritu Santo, que mora en el alma del bautizado, como en un templo, la ayuda y guía en sus relaciones con el Padre celestial: «El Espíritu Santo fortalece nuestra flaqueza… El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables». (Rm 8,26) (El Espíritu Santo es el alma de nuestras oraciones; El nos las inspira y hace que sean siempre admisibles. Catec. del Conc. de Trento, 4ª parte, c. 1, 7).
El elemento esencial de la oración es el contacto sobrenatural del alma con Dios, mediante el cual el alma recibe aquella vida divina que es la fuente de toda santidad. Este contacto se establece cuando el alma, elevada por la fe y el amor, apoyada en Jesucristo, se entrega a Dios, a su voluntad, por un movimiento del Espíritu Santo: «El sabio se ocupa desde el alba en velar ante el Dios que le ha creado, y eleva sus oraciones ante el Altísimo» (Ecli 39,6). Ningún raciocinio, ningún esfuerzo puramente natural puede producir este contacto: «Nadie puede decir: Señor Jesús, si no es movido por la gracia del Espíritu Santo» (1Cor 12,3). Este contacto se verifica en las oscuridades de la fe, pero llena el alma de luz y de vida.