Dom Columba Marmion — Oração em Cristo
Excertos
Disposiciones indispensables para hacer fructuosa la oración; pureza de corazón, recogimiento del espíritu, abandono, humildad y reverencia
Volviendo ahora a la oración ordinaria, me queda por decir cuáles son las disposiciones de corazón que debemos llevar a ella para que sea fructuosa.
Para hablar con Dios es preciso despegarse de las criaturas; no hablaremos dignamente al Padre celestial, si la criatura ocupa ya la imaginación, el espíritu, y, lo que es más, el corazón; de ahí que lo primero, lo más necesario, lo esencial para poder hablar con Dios, es la pureza de alma. Esta es la preparación remota indispensable.
Además debemos procurar orar con recogimiento. El alma ligera, disipada y siempre distraída, el alma que no sabe ni quiere esforzarse por atar a la loca de la casa, es decir: reprimir los desvaríos de la imaginación, no será nunca un alma de oración. Cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema que debe ocuparnos, ayudándonos si es preciso de un libro.
¿Por qué son tan necesarios a la oración esta soledad, aun física, y ese desasimiento interior del alma? -Ya os lo dije antes, con San Pablo: porque es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. Y como su acción en el alma es sumamente delicada, en nada la debemos contrariar, so pena de «contristar al Espíritu Santo» (Ef 4,30), porque de otro modo el Espíritu divino terminará por callarse. Al abandonarnos a El, debemos, por el contrario, apartar cuantos estorbos puedan oponerse a la libertad de su acción; debemos decirle: «Habla Señor, porque tu siervo escucha» (1Re 3,10). Pero es de notar que esa su voz no se oirá bien si no es en el silencio interior.
Hemos de permanecer siempre en aquellas disposiciones fundamentales de que os hable al tratar de la preparación a la comunión: no rehusar a Dios nada de cuanto nos pidiere, estar siempre dispuestos, como lo estaba Jesús, a dar en todo gusto a su Padre. «Hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Disposición excelente, por cuanto pone al alma a merced del divino querer.
Cuando decimos a Dios en la oración: «Señor, tú sólo mereces toda gloria y todo amor, por ser sumamente bueno y perfecto; a ti me entrego, y porque te amo, me abrazo con tu santa voluntad» entonces responde el Espíritu divino, indicándonos aiguna impertección que corregir, algún sacrificio que aceptar, alguna obra que realizar; y, amando, llegaremos a desarraigar todo cuanto pudiera ofender la vista del Padre celestial y a obrar siempre según su agrado.
Para eso se ha de entrar en la oración con aquella reverencia que conviene en presencia del Padre de la Majestad (Patrem immensæ maiestatis. Himno Te Deum). Aunque hijos adoptivos de Dios, somos simples hechuras suyas, y aun cuando se digne comunicarse a nosotros, no por eso deja de ser Dios el Señor de todo: el Ser infinitamente soberano (2Mac 14,35). La adoración es la actitud que cuadra mejor al alma delante de su Dios. «El Padre gusta de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad».
Notad el sentido íntimo de estas dos palabras: «Padre… adoran». ¿Qué otra cosa nos predican sino que, si bien llegamos a ser hijos de Dios, no dejamos por eso de ser criaturas suyas?
Dios quiere, además, que, mediante ese respeto humilde y profundo, reconozcamos lo nada que somos y valemos. Subordina la concesión de sus dones a esta confesión, que es a la vez un homenaje a su poder y a su bondad. «Resiste Dios a los soberbios, mas a los humildes otorga su gracia» (Sant 4,6). Bien a las claras nos enseñó el Señor esta doctrina en la parábola del fariseo y del publicano.
Mas todavía debe abundar en mayores sentimientos de humildad el alma que ofendió a Dios por el pecado; en este caso, es preciso que manifieste la compunción interior con que lamenta sus extravíos, y que caiga de hinojos ante el Senor, cual otra Magdalena pecadora.
Pero nuestros pecados pasados y actuales miserias, no nos han de alejar atemorizados de Dios. Acaso me diréis, ¿quién tendrá cara para comparecer ante el divino acatamiento, sobre todo viéndose tan feo y tan ruin, y a «Dios tan grande, tan santo y tan perfecto?» Verdad que estibamos muy alejados del Padre, pero ya nos acercó a El Jesús. «Habéis sido atraídos a su lado, por la sangre de Cristo» (Ef 2,13).-«¡Soy tan miserable!» Ciertamente, pero Cristo nos da también sus riquezas para presentarnos al Padre.-«¡He mancillado tanto mi alma!» Pues ahí tienes la sangre de Cristo que la ha devuelto toda hermosura. Porque Cristo, y sólo El, es quien suple a nuestro alejamiento, a nuestra miseria, a nuestra indignidad, en El nos hemos de apoyar cuando oramos; El, en la Encarnación, salvó el abismo que separaba al hombre de Dios.