Vladimir Lossky: Dionísio e Plotino

Excertos de Valdimir Lossky “TEOLOGIA MÍSTICA DA IGREJA DO ORIENTE”

Muchas veces se ha querido hacer de Dionisio un neoplatónico. En efecto, la comparación del éxtasis dionisiano con el que encontramos descrito en Plotino, al final de la VI Enéada, induce a observar patentes semejanzas. Para acercarse al Uno (hen) hace falta, según Plotino, «levantarse a sí mismo desde los objetos sensibles, que son los últimos de todos, hasta los primeros objetos; hay que estar exento de todos los vicios, ya que se tiende hacia el bien; hace falta remontar hasta el principio interior a sí mismo y tornarse en un solo ser en lugar de muchos, si se ha de contemplar el principio y el Uno». Es el primer grado de la ascensión, donde nos encontramos libres de lo sensible recogiéndonos en la inteligencia. Pero hay que dejar atrás la inteligencia, puesto que se trata de alcanzar un objeto superior a ella. «En efecto: la inteligencia es algo y es un ser; pero ese término no es algo, ya que está antes de toda cosa; no es tampoco un ser, pues el ser tiene una forma que es la del ser; pero ese término está privado de toda forma, aun inteligible. Pues dado que la naturaleza del Uno es generadora de todo, nada es de lo que engendra». Esta naturaleza recibe definiciones negativas que recuerdan las de la Teología mística de Dionisio. «No es una cosa; no tiene ni cualidad, ni cantidad; no es inteligencia ni alma; no está en movimiento ni en reposo; no es en el lugar ni en el tiempo; es en sí, esencia aislada de las demás, o más bien carece de esencia, ya que está antes de toda esencia, antes del movimiento y del reposo; pues estas propiedades se hallan en el ser y lo hacen múltiple»

Interviene aquí una idea que en modo alguno se encuentra en Dionisio y que traza vina línea de demarcación entre la mística cristiana y la mística filosófica de los neoplatónicos. Si Plotino rechaza las atribuciones propias del ser, buscando llegar a Dios, no es, como en Dionisio, en razón de la absoluta incognoscibilidad de Dios, ofuscada por todo lo que puede conocerse en los seres, sino porque la esfera del ser, aun en lo que de más alto tiene, es necesariamente múltiple; no tiene la simplicidad absoluta del «Uno». El Dios de Plotino no es incognoscible por naturaleza: si no podemos comprender al Uno ni por la ciencia ni por una intuición intelectual, es porque el alma, cuando aprehende un objeto por la ciencia, se aleja de la unidad y no es absolutamente una. Es menester, pues, recurrir a la vía extática, a la unión, donde el sujeto está completamente por su objeto, uno con él, donde toda multiplicidad desaparece, y el sujeto no se distingue ya de su objeto. «Cuando se encuentran, no hacen más que uno y sólo son dos cuando se separan. ¿Cómo declarar que él es un objeto diferente de nosotros mismos, a pesar de que no lo veíamos diferente, sino unido a nosotros cuando lo contemplábamos?». Lo que se desecha en la vía negativa de Plotino es lo múltiple, y se llega a la unidad absoluta que está más allá del ser, puesto que el ser está ligado a la multiplicidad, siendo posterior al «Uno».

El éxtasis de Dionisio es una salida del ser como tal; el éxtasis de Plotino es más bien una reducción del ser a la simplicidad absoluta. Por eso designa Plotino su éxtasis con un nombre bien característico, el de «simplificación» (aplosis). Es una vía de reducción a la simplicidad del objeto de contemplación que puede positivamente definirse como el Uno — hen — y que, en esta cualidad no se distingue del sujeto contemplante. Pese a todas las semejanzas exteriores, debidas sobre todo al vocabulario común, estamos lejos, aquí, de la teología negativa de las Areopagíticas. El Dios de Dionisio, incognoscible por naturaleza, Dios de los Salmos «que hizo de las tinieblas su retiro», no es el Dios-unidad primordial de los neoplatónicos. Si bien es incognoscible, no es en virtud de su simplicidad, que no podría acomodarse con lo múltiple de que está maculado todo conocimiento relativo a los seres; es una incognoscibilidad, por decirlo así, más fundamental, absoluta. En efecto, si tuviera por base la simplicidad del Uno, como en Plotino, Dios no sería ya incognoscible por naturaleza. Ahora bien, la incognoscibilidad es precisamente la única definición propia de Dios en Dionisio, si se puede hablar aquí de definiciones propias. Rehusando atribuir a Dios las propiedades que son el objeto de la teología afirmativa, Dionisio evita expresamente las definiciones neoplatónicas: oude hen, oude henotes?, «no es el Uno, ni la Unidad», dice. En el tratado De los nombres divinos, al examinar el nombre del Uno, que puede predicarse de Dios, muestra su insuficiencia y le opone otro nombre «el más sublime», el de la Trinidad, que nos enseña que Dios no es ni el uno ni lo múltiple, sino que sobrepasa esta antinomia, al ser incognoscible en lo que él es.

Si el Dios de la revelación no es el de los filósofos, la conciencia de su incognoscibilidad fundamental es lo que marca el límite entre ambos conceptos. Todo lo que se ha podido decir sobre el platonismo de los padres, y especialmente sobre la dependencia del autor de las Areopagíticas frente a los filósofos neoplatónicos, se limita a semejanzas exteriores que no alcanzan lo profundo de la doctrina y que no resultan más que de un vocabulario común en la época. Para un filósofo de tradición platónica, incluso cuando habla de la unión extática como única vía para llegar a Dios, la naturaleza divina es un objeto, algo positivamente definible — el hen — una naturaleza cuya incognoscibilidad reside sobre todo en el hecho de la debilidad de nuestro entendimiento, ligado a lo múltiple. Esta unión extática será, como acabamos de decir, una reducción a la simplicidad más bien que una salida de la esfera de los seres creados, como en Dionisio. Porque fuera de la revelación se ignora la diferencia entre lo creado y lo increado, se ignora la creación ex nihilo, el abismo que hay que salvar entre la criatura y el Creador. Las doctrinas heterodoxas reprochadas a Orígenes, tenían su raíz en una cierta insensibilidad de este gran pensador cristiano frente a la incognoscibilidad de Dios; una actitud que no era básicamente apofática hacía del maestrescuela alejandrino un filósofo religioso más bien que un teólogo místico en el sentido propio de la tradición oriental. En efecto, para Orígenes Dios es «una naturaleza intelectual simple que no admite ninguna complejidad; es la Mónada (monas) y la Unidad (henas), el Espíritu, fuente y origen de toda naturaleza inteligible y espiritual». Es curioso señalar que Orígenes era igualmente insensible a la creación ex nihilo: un Dios que no es el Deus absconditus de la Escritura, no se presta fácilmente a las verdades de la revelación. Con Orígenes, lo que trata de introducirse en la Iglesia es el helenismo, un concepto que viene del exterior, que tiene su origen en la naturaleza humana, en el modo de pensar propio de los hombres, de los «helenos y de los judíos»; no la tradición en la que Dios se revela y habla a la Iglesia. Por eso la Iglesia tendrá que luchar contra el origenismo como luchará siempre contra las doctrinas que atenían contra la incognoscibilidad divina, que reemplazan la experiencia de las profundidades insondables de Dios por conceptos filosóficos.

El fondo apofático de toda verdadera teología es lo que defendían los «grandes capadocios» en su polémica con Eunomio. Este último sostenía la posibilidad de expresar la esencia divina en conceptos innatos, por los cuales se revela a la razón. Para san Basilio no sólo la esencia divina, sino tampoco las esencias creadas pueden expresarse con conceptos. Contemplando los objetos analizamos sus propiedades, lo cual nos permite formar los conceptos. Sin embargo, ese análisis jamás podrá agotar el contenido de los objetos de nuestra percepción, siempre quedará un «residuo irracional» que le escapará y que no podrá ser expresado en los conceptos; es el fondo incognoscible de las cosas lo que constituye su verdadera esencia indefinible.