Con el libro II entramos en esa gran apología de la Fortuna que dejó grabada su figura en la imaginación de las épocas posteriores. Podemos esperar que en todas las épocas haya comentarios sobre la buena y mala suerte y su evidente falta de correspondencia con el mérito o el demérito; pero las alusiones medievales a la Fortuna y a su rueda son excepcionales por su frecuencia y seriedad. La grandeza que dicha imagen recibe en el Inferno (VII, 73 y ss.) nos recuerda cómo el hecho de que un locus communis llegue a ser lo que llamamos un lugar común depende del genio individual. Y eso, como miles de pasajes inferiores, es parte de la herencia de Boecio. Nadie que hubiese leído lo que dice sobre Fortuna podría olvidarla en mucho tiempo. Su obra, a la vez estoica y cristiana por lo que se refiere a ese aspecto, en completa armonía con el Libro de Job y con ciertas oraciones dominicales, es una de las defensas más vigorosas que jamás se hayan hecho contra la concepción, común a los paganos y cristianos vulgares, que «consuela a los hombres crueles», al interpretar las variaciones de la suerte humana como premios o castigos divinos o, por lo menos, al desear que lo sean. Es un enemigo duro de pelar; está latente en lo que se ha llamado «la interpretación liberal de la historia» y domina la filosofía histórica de Carlyle.
En todos los puntos de este examen encontramos «antiguos amigos», es decir, imágenes y frases que eran ya muy antiguas, cuando nos familiarizamos con ellas por primera vez.
Así, esta frase del libro II: «La desgracia más desdichada es haber sido feliz alguna vez.» Nos vienen a la memoria inmediatamente el nessun maggior dolore de Dante (Inferno, V, 121) y «la pena, corona de penas» de Tennyson. «Nada es desgracia, a no ser que así lo consideremos». Recordamos la frase de Chaucer: no man is wreched, but himself it tvene («ningún hombre es desgraciado pero tampoco es feliz»), de la Ballade of Fortune y la de Hamlet: «Nada es bueno o malo, sino que el pensamiento lo hace serlo.» Nos dice que no podemos perder los bienes externos, porque nunca los tuvimos. La belleza de los campos o de las gemas es un bien real, pero es suyo, no nuestro; la belleza de los vestidos es o bien de éstos (la riqueza de la tela) o bien producto de la habilidad del sastre: nada hará que sea nuestra. La idea volverá a aparecer inesperadamente en Joseph Andrewes (III, 6). Inmediatamente después, leemos los elogios a la prior actas, la inocencia primigenia descrita por los estoicos. En este punto los lectores de Milton advertirán la pretiosa pericula que pasó a ser la «preciosa ruina» de este último autor. De dicha prior aetas proceden la «edad pasada» de la balada de Chaucer y la «edad antigua» citada por Orsino (Twelfth Night, II, iv, 46). Nos enteramos de que nada engaña tanto a quienes tienen ciertas dotes naturales, pero no se han perfeccionado en la virtud, como el deseo de fama. Es una máxima procedente del Agrícola de Tácito; posteriormente iba a florecer en este verso de Milton: «esa última enfermedad de la mente noble».
Philosophia pasa a mortificar dicho deseo, como Africano había hecho en el Somnium, al señalar cuan vana es toda la fama terrenal, pues es notorio que nuestro globo, en términos cósmicos, debe considerarse como un punto matemático: puncti habere rationem. Pero Boecio profundiza ese argumento ordinario al insistir en la diversidad de las normas morales aun en esta zona minúscula. Lo que en una nación es fama en otra es infamia. Y, en cualquier cosa, ¡qué poco duran las reputaciones! Los libros son mortales, igual que sus autores. Nadie sabe dónde yacen los huesos de Fabricio. (Para bien de sus lectores ingleses, Alfred sustituyó esta frase por «los huesos de Weland».)
La adversidad tiene la virtud de abrirnos los ojos al mostrarnos cuáles de nuestros amigos son sinceros y cuáles falsos. Combinemos esto con la afirmación de Vincent de Beauvais de que «la hiél de la hiena hace recuperar la vista» (Speculum Natúrale, XIX, 62) y tendremos la clave del verso críptico de Chaucer: Thee nedeth nat the gáll of noon hyene («No necesitas la hiél de ninguna hiena») [Fortune, 35].